jueves, enero 21, 2016

Literatura / Camilo José Cela. Cinco escritores sobre cinco novelas

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El premio Nobel. (Foto: Chema Conesa)

C iudad Juárez, Chihuahua. 21 de enero de 2016. (RanchoNEWS).- El Mundo publica en este articulo a Juan Bonilla que examina La colmena; Fernando Aramburu, Viaje a la Alcarria; Carmen Rigalt va a por el Pascual Duarte; Sergio del Molino, por San Camilo, 1936; y Martín Casariego se acuerda de Pabellón de reposo.

La colmena

Por JUAN BONILLA. Novela coral es aquella que tiene más personajes que lectores. Una de las pocas excepciones a esa regla es La colmena, de Camilo José Cela, protagonizada por medio centenar de personajes (en realidad el dramatis personae multiplica por cuatro esa cifra, pero muchos de ellos sólo tienen aparición circunstancial) y leída por generaciones de estudiantes españoles. Es conocido que Cela, siempre atento a los movimientos de las narrativas occidentales y dispuesto a hacer de embajador entre nosotros imponiendo su rotundísima voz, utilizó de modelo Manhattan Transfer de John Dos Passos -que había sido traducida muy pronto, en los años 20 , traducida por Robles Pazos. La cosa consistía en darle voz al  «nosotros» desde una cámara oculta, que una ciudad y un momento histórico determinado se expresasen a través de un conjunto de viñetas con un enlace poco visible, produciendo un relato salteado que renunciara a la linealidad y lo fiase todo a la potencia visual de las distintas estampas que lo compusieran. Nada de psicologismo, una apariencia de objetivismo potenciada por la prosa martilleante, tajante, de diálogos rápidos y eficaces, lejos de las dulzuras estilísticas practicadas antes por el propio Cela -en quien hasta los analfabetos hablaban como catedráticos de Gramática. Con La colmena no atenuó su tremendismo, sino que lo estilizó aprovechando que la realidad de la España retratada, pobreza, miseria, vileza, frío, le prestaba todo aquello que necesitaba para arrojar su discurso desesperanzado y, ciertamente, helarnos la sangre con unas cuantas imágenes brutales, con unos cuantos personajes inconscientes de habitar, en efecto, una colmena hecha de celdillas que se necesitaban las unas a las otras. Aunque practicó apenas el verso, Cela tenía potencia de poeta en sus mejores momentos, y es esa poesía de la miseria, del frío, de la derrota, la que mantiene viva esta novela coral, montada con suficiente sabiduría como para mostrarnos, nítidamente, a través de medio centenar de seres patéticos, el retrato de un Madrid penoso, triste, cruel.

Viaje a la Alcarria

Por FERNANDO ARAMBURU. Yo tuve Viaje a la Alcarria como lectura de colegio. Aún conservo el ejemplar, que hace el número 1.141 de la colección Austral. Me gustó mucho el libro porque se entendía. A los alumnos de aquel curso, ya en las postrimerías del franquismo, se nos había obligado a fatigar las retinas con otras piezas literarias mayores, notoriamente más ásperas y complicadas, a excepción de El gran torbellino del mundo de Baroja. Hoy compruebo que suenan ecos numerosos de la prosa de Baroja en este viaje a pie de un hombre joven, alto y delgado (el propio Cela), por los pueblos y campos de la provincia de Guadalajara, aunque sin el vinagre ni la crítica social del vasco. También es barojiano el propósito de ir por ahí a ver qué pasa, tomar notas y componer después un libro sobre los tipos y lugares con que uno se topó.

El libro de Cela, ya digo, se entendía bien. El propio autor presume de sencillez en uno de los prólogos. Yo tengo comprobado que los libros sencillos, que conviene no confundir con los fáciles, oponen mayor resistencia al paso del tiempo que los herméticos y enrevesados, que los barrocos y los en su día vanguardistas. A mí ahora, por ejemplo, Rayuela o Paradiso se me caen, mientras que las pinceladas lacónicas, costumbristas, rurales de Cela me siguen dando gusto. De joven era al revés.

La acumulación de prólogos, uno por cada edición renovada, da cuenta del esmero que puso el escritor en la composición de su libro, a cuya versión última precedieron otras tres. Idéntico cuidado se percibe en las observaciones del viajero andariego, siempre atento a las minucias del trayecto: a la florecilla solitaria, al pájaro fugaz, a la lagartija que escapa corriendo.

Aquel mundo español de los años 40, con su humilde paisaje humano, ya no era el nuestro. Yo, que escuchaba a los Beatles y a los Rolling Stones, no he conocido talabarteros ni niños de cinco años que vendieran periódicos por la calle. Pero tampoco me era del todo extraña aquella sociedad con alpargatas que Cela describe. ¿Concomitancias? La mayor de todas, la lentitud en el transcurso de los acontecimientos, debida sin duda a la ausencia de la España de entonces en la historia internacional de la especie.

Vuelvo al librito. Hallo entre sus páginas reliquias de mi adolescencia: una hoja de un calendario de taco que fecha en abril de 1972 mi lectura de colegial, una lista de vocablos raros empleados por Cela (restaño, testera, escavillo) y lo que parece una chuleta de examen donde constan, con letra diminuta, los topónimos, tan sonoros algunos (Trijueque, Torija, Brihuega), mencionados por el viajero en su crónica. En el dorso del papelito aún pueden leerse los nombres de las personas que intervienen en la aventura del caminante. Supe que, pasadas las décadas, Cela había vuelto por allí en Rolls Royce. Esto, que ya es más circo que literatura, no me interesa.

San Camilo, 1936

Por SERGIO DEL MOLINO. La guerra llegó por sorpresa mientras todos los españoles pasaban la tarde en su casa de putas favorita. Y casi todas las españolas, ya que, si todos los varones adultos estaban en el burdel, se necesitaba un número equivalente de profesionales para atenderlos. Salvo unas pocas mujeres dedicadas a otros oficios, el país entero estaba encamado en alcobas mal ventiladas. Decía Stefan Zweig que una de las cosas que más sorprendían del mundo de ayer era la cantidad de prostitutas que había por todas partes y a todas horas. Zweig no vivió para leer San Camilo 1936, y me pregunto qué le habría parecido esta novela que Cela publicó en 1969, 30 años después del final de una guerra que en el texto es todo y nada a la vez, decorado y acción, insinuación y expresión directa, variación y tema. Se ha leído San Camilo como un monólogo a lo Joyce, pero es un diálogo del narrador con la imagen de su espejo. Tú, tú y tú, cientos de páginas de tuteo consigo mismo, desde la escatología y desde el putiferio. El tono podría ser el de un Henry Miller, pero nunca una novela tan sexual se propuso excitar tan poco. Cela dedicó el libro a los mozos de reemplazo del 37 (como él, y englobando a los mozos de las dos Españas). Así se exculpó ante su propio espejo, presentándose como uno más de esos millones de españoles que pasaban la tarde tan ricamente en Chinchilla número 6 el caluroso día de San Camilo, patrón de los hospitales, de 1936.

La familia de Pascual Duarte

Por CARMEN RIGALT. Allí donde el lector busque referencias de Pascual Duarte siempre encontrará que Camilo José Cela comenzó a escribir la novela en 1941 y terminó en 1942; también encontrará que utilizó para su realización cuadernos y hojas sueltas, además lápices. Todos estos detalles estuvieron protegidos bajo la memoria del escritor, lo que mueve a deducir que cuando el Nobel se entregó al ritual de escribir La familia de Pascual Duarte, posiblemente albergara ya el propósito de crear una obra maestra. En aquella época España era un erial y, aunque la creatividad no necesita subvenciones para ponerse en marcha, sólo Cela fue capaz de escribir una novela (21 años, tenía la criatura) con toda la crudeza que requería el tema. La Guerra Civil aún estaba a flor de piel y costaba mucho aplacar la embestida de odio que se había generado en ella. Extremadura no era Rusia, pero a Cela le salió la novela tan redonda que parecía como si el propio Dostoywesky se hubiera metido en sus venas. La familia de Pascual Duarte es una correlación de secuencias narradas con truculencia insuperable. Es la cara más sórdida de la condición humana. En el cine, algunos directores han querido elevar la violencia a un estadio superior, pero no han logrado evitar la distorsión. Cela lo consiguió en La familia de Pascual Duarte, novela con la que funda el tremendismo y plasma el color de la España profunda: negro sobre negro.

La muerte aparece en todas sus variantes. Pascual empieza la novela en la cárcel, cumpliendo condena por asesinato. Su padre muere de rabia al poco de empezar.. Su hermano, deforme y retrasado, muere ahogado en una tinaja de aceite. A la madre la remata el propio Pascual. Entre medias mueren un cura y un guardia civil.

El odio vive hasta el final, pero la tierra es la que más mata.

Pabellón de reposo

Por MARTÍN CASARIEGO. Pabellón de reposo se publicó por entregas en El Español, en 1943. Cela estuvo ingresado en un sanatorio antituberculoso en 1931 y 1942. Es de suponer que, aparte de sus propias experiencias, tenía presente La montaña mágica y El dúo de la tos, de Clarín.

Dentro de una cuidada estructura simétrica y circular, siete tuberculosos escriben, en diarios o cartas, sus deseos y miedos en ese sanatorio aislado del que esperan salir, para ir cayendo poco a poco en la desesperanza. Como ocurría en el relato de Clarín, sus mayores preocupaciones giran alrededor del amor, anhelo que no se cumple, y la muerte, destino final, y se les llama por el número de su habitación: la enfermedad los cosifica. Aunque el escenario es terrible, y abundan los esputos, disneas y hemoptisis, el estilo es a menudo cursi («cuando era niño y soñador, cuando hablaba con la olorosa violeta y con la golondrina que pasaba, cuando me sonreía la hierática camelia», dice el del 14; y no podemos achacarlo a una voz narrativa recreada, cuando el propio Cela escribe en la nota a la segunda edición: «siento una especial devoción por estas páginas dulcemente amargas y sin consuelo como la última flor viuda que late, más aromada que nunca, en el yermo erial»). Este lirismo chirría como la carretilla que lleva a los muertos, y lastra el conjunto, como lo lastra la entrada de la «realidad» en la  «ficción» (las algo jactanciosas noticias del enfermo y el médico que piden al escritor que interrumpa la novela). Hay también momentos más desgarrados y auténticos:  «¿Por qué se romperán los cuerpos en pedazos para que la muerte llegue? ¿Por qué no nos quiere coger enteros, como nosotros mismos nos ofrecemos?», se rebela el mismo 14.

Pese a sus aciertos, incluyendo la propia concepción de la novela, no me parece de lo mejor de su autor.


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