miércoles, febrero 24, 2016

Literatura / Entrevista a Giovanna Rivero

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Giovanna Rivero nació en Montero, un pueblo del oriente boliviano. Vive en Gainesville, Florida. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 24 de febrero de 2016. (RanchoNEWS).- La autora boliviana radicada en los Estados Unidos le imprime una voz desaforada a una adolescente de un pueblo de su país, radicalmente alterado por el modelo económico y social que se impuso en los años 80. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12.

El gótico sobrenatural boliviano tiene una extraordinaria narradora de culto. La cálida voz de Giovanna Rivero, autora de la novela 98 segundos sin sombra (Literatura Random House), llega desde Gainesville (Florida), al sur de Estados Unidos, donde vive. «Como la mayoría de los escritores, uno empieza a escribir leyendo. Esa conversación con la lectura es una escritura, una primera fase de creación. Desde el momento en que la lectura me abre otro mundo, siento el deseo irrefrenable de crear. Primero estuvo lo oral, me contaba cuentos en voz alta. Vivíamos con mis abuelos en Montero, al estilo de muchas familias que comen de la misma olla. Mi abuelo paterno leía novelitas pocket de Marcial Lafuente Estefanía y muchas historietas de la editorial argentina Columba. Eso era lo que estaba a mi alcance y lo leía con una avidez tremenda –cuenta la escritora boliviana a Página/12–. El registro secuencial de la historieta fue mi primer taller literario, porque cuando dije ‘voy a escribir’, tendría unos doce años, lo que hice fue abrir una historieta, la recorté y cambié las historias. Aquí ya no va a decir: ‘Nippur llegó a Mesopotamia y el sol flotaba en el horizonte’. Aquí la que va a flotar es la luna. Una de las cosas más bellas que recuerdo de mi niñez es caminar de la mano de mi abuelo a la revistería, los dos hambrientos de libros. Mi abuelo, creyendo que eran novelas de pistoleros, compró El llano en llamas y Pedro Páramo. Yo leí eso y me explotó la cabeza, no podía dormir del miedo después de leer Pedro Páramo. Pero descubrí también que había otra forma de narrar el miedo que tenía que ver con un mundo que coexiste con lo real. Sé que en Juan Rulfo tengo una semilla importante de mis intereses góticos, como también en dos mujeres que me fascinan: Carson McCullers y Flannery O’Connor».

Aunque Rivero tiene más de una docena de libros publicados en Bolivia, 98 segundos sin sombra es el primero que se edita en Argentina. Algunos memoriosos evocarán el impactante cuento «Camas gemelas», incluido en la antología El futuro no es nuestro (Eterna Cadencia, 2009). La novela es tan magnífica que agarra por el pescuezo y los ojos a los lectores con la voz inolvidablemente desaforada, casi salvaje, de Genoveva Bravo Genovés, una adolescente de un pueblo del oriente boliviano llamado Therox –definido como «el Culo del Mundo» por la propia protagonista–, radicalmente alterado por la irrupción del neoliberalismo y el narcotráfico en los años 80. Genoveva, que estudia en un colegio de monjas, tiene un padre trotskista al que odia, una madre abnegada a la que no comprende, un hermano con síndrome de Down, una amiga anoréxica y una abuela esotérica al borde de la muerte. Con este cuadro de situación es comprensible que aborrezca con toda la fuerza de sus  «pensamientos asesinos» el mundo que le toca vivir. Por eso escribe un diario bajo el huracán de fantasías y temores que la asedian. «Padre no es como los otros padres, cancheros, orgullosos de sus niñas, casi enamorados. Padre es un señor que está aquí por accidente. Una vez, cuando yo era chica, Padre quiso suicidarse con la soga de la hamaca, pero la soga estaba podrida y terminó soltándose. Fue un desastre total», revela Genoveva. «Siempre he sabido que no soy la hija que Padre anhelaba, él quería un chico, y para lo que me importa. Hay que verlo cuando me acerco a poner la mesa o ayudar con las cosas de Nacho, ¡podría calcinarme con la mirada! No le deseo una muerte dolorosa, lenta, no es eso, bastaría con una soga en perfectas condiciones, estoy harta de que vivamos fingiendo. »

«Como la mayor parte de las cosas que escribo, empieza primero en la mente o en el corazón –subraya la escritora boliviana–. La novela la fui pensando durante mucho tiempo, era un relato que tenía muchas ganas de contar porque en Montero, que es el pueblo donde nací, me crié y estudié hasta la secundaria, atravesó un cambio muy violento en los años 80, cuando Bolivia entró brutalmente al neoliberalismo. El dolor social boliviano fue provocado por la llegada del neoliberalismo que trajo consigo la práctica del narcotráfico. Yo soy parte de esa generación que tuvo que comerse nuevas estéticas, hermosas estéticas que venían como relatos paralelos. La protagonista de 98 segundos sin sombra, la voz que fue creciendo en mi imaginación, necesitaba hacer catarsis. El sufrimiento fue experimentado desde una sensibilidad femenina; entonces yo tenía que ser leal a esa percepción, a ese estado de ánimo con el que pude ser testigo y parte de una generación que experimentó esa colisión brutal con otro modelo socioeconómico.»

Genoveva, hacia el final de la novela, siente compasión por ese padre que está siempre triste. Si hay algo que une a los dos, es que comparten el disgusto que les provoca el mundo en el que están viviendo. El padre no reacciona, no hace nada más que quejarse, en cambio ella pasa a la acción, ¿no?

Sí, en ese sentido es como una contraépica. Me parece muy acertado lo que señalás porque los discursos apasionados del padre en realidad los conocemos a través de la voz de Genoveva; no conocemos el discurso directo del padre y la pasión que puede haber ahí porque la única intérprete que tenemos al alcance es la voz desaforada de Genoveva. Me interesaba mostrar que todo discurso apasionado es un delirio y que Genoveva está viviendo un delirio como el que quizá vivió su padre cuando decidió irse a la guerrilla. Cada generación vive sus propios delirios. Genoveva, hacia el final, mira con compasión al padre. Lo que sucede es una reconciliación no generacional –no es posible porque ella sigue dentro de su delirio, de su edad–, pero sí una reconciliación existencial; es como repetir un poco la historia de la pasión con distinto guión. Pero es otra historia de pasión, de fe política, de utopía.

Genoveva sueña con irse al extranjero porque la realidad la asfixia. ¿Esta necesidad de salir del país fue algo generacional frente al desencanto por el neoliberalismo?

Sí, y curiosamente lo emparento con la era de la búsqueda espacial. Muchos de mis cuentos trabajan con el tema de lo espacial y en 98 segundos sin sombra también está esa ambición de otro mundo, de un Ganímedes, de una búsqueda estelar. El presidente que más recuerdo de los años 80 es Ronald Reagan. La palabra Reagan era tan fácil de decir como Coca-Cola. Este imaginario gringo llega a una sociedad muy mediterránea, que es la de mi pueblo, y genera un sentimiento paradójico: por un lado una sed tan grande de saber qué hay más allá, qué hay en esa modernidad tremenda que parece puro flash, que era la modernidad gringa que nos llegaba sólo por las noticias. Y por otro lado, un sentimiento tremendo de asfixia cuando la gente se comienza a dar cuenta de que la izquierda más clásica no sabe cómo cumplir con las demandas y los cambios prometidos. Entonces hay un terreno de cultivo perfecto para esa insatisfacción enorme y para la pulsión de irse, de buscar ese afuera desconocido, que ya sabemos que puede ser más decepcionante que seguir buscando adentro, ¿no? Pero mientras tanto, ese mundo de afuera es la tierra prometida.

En la novela tiene mucha importancia la música.  «La música define cómo ves la vida. Entra por los oídos pero modifica la vista», dice Genoveva, que es fan de Freddie Mercury. ¿Cómo explica esta centralidad que tiene la música?

Debe ser un síntoma de la gente de mi edad decir que ya la mejor música pasó (risas). Tiene que ver con esta llegada de algo que parece solo estética pero que es una hibridación, una contaminación violenta de otra sensibilidad. Cuando en los 80 se abre Bolivia a través de la tecnología que entonces había como la televisión por cable, se abre a productos como MTV. Esa música que siempre estuvo presente entra a raudales y marca a una generación; te inyecta otro imaginario. Por eso es que estos personajes necesitan de la música para expandir el mundo. Sin música sus mundos podrían ser más reducidos. Lo que hace la música es generar como pequeñas galaxias que abren ese mundo que de otro modo tiende a volverse el Culo del Mundo. Necesitan de estos discursos narrativos como los que te puede dar la promesa de una canción para poder vivir en mundos paralelos, porque si no es una asfixia total y te morís en el reduccionismo de algo predecible, de una sociedad con destinos parecidos para todos. Cuando aparecen estas canciones, lo que tiene el personaje son vías de escape, pero también relatos de su propia vida.

El título de la novela viene de una especie de juego de Genoveva e Inés con el sol y la sombra, cuando ellas intentan tragarse la sombra con los pies, una imagen poética muy potente. ¿Cómo llegó a este juego?

No puedo evitar pensar que hay una cosa transversal con mis cuentos, que tiene que ver, a lo Marcel Proust, con un paraíso perdido, un tiempo perdido, que es la infancia en los patios de antes, en las casas familiares. En estas infancias el sol inaugura el mundo cada día porque es un sol que te vuelve a revelar las cosas en ese pasado que para mí ya no existe, que es el mundo perdido. Esta escena de Genoveva es una impronta que me aparece siempre en muchos relatos bajo distintas modalidades: cómo la luz vuelve a hacerse como otro génesis, cómo el sol vuelve a fundar una realidad, un mundo, y es una nueva oportunidad de identidad. Este momento de completud de Genoveva viene de ahí, de esta fotografía que me acompaña como un esténcil existencial de lo que pienso que podría ser un mundo perfecto.

Aunque el pueblo de la novela se llama Therox, ¿se parece al Montero en donde nació y vivió?

Sí, se parece. Unas compañeras del colegio leyeron la novela y una de ellas, que es muy amiga mía hasta hoy, me dice: «Estoy tan sentida por el modo en que narraste a sor Rosita; la pintaste como una monja avara y tacaña y nunca fue así». Entonces le dije: «Pero esto es ficción, no es la realidad, no es un documento histórico, no es un reportaje, no es una biografía; es una novela, el personaje es tacaño y avaro porque así tiene que ser. O vos cuando fuiste a ver Superman, ¿te creíste que Superman volaba?». Esta amiga me dice: «Yo en la vida real no conozco a ningún hombre que vuele, en cambio sí conozco a sor Rosita» (risas). En esta novela hay un latido que tiene base no sé si decir en lo real, pero sí en la vida, en lo vital.

«La tristeza es hereditaria e incurable», afirma Genoveva. ¿Coincide?

Sí... En mi familia está la presencia dolorosa de la bipolaridad; es como un fantasma que acecha y te tiene alerta todo el tiempo viendo por qué lado vuelve a aparecer. El caso más cercano y el más evidente es el de mi hermano menor. Es una lucha constante contra este monstruo, porque es un monstruo a veces invencible. Esto ha generado otro tipo de familia, una transformación en cómo ves la vida y cómo te relacionás. Cuando estaba escribiendo la novela fue uno de los momentos más críticos, cuando la enfermedad se hace más terrible; entonces creo que la novela recibe ese influjo del delirio y la distorsión de la realidad. Por eso hay muchas frases que tienen que ver con cómo lidiamos con almas tan apasionadas, cuando la pasión se vuelve casi una enfermedad, cuando sos tan apasionado que es imposible no golpearte contra lo real. La tristeza es una pasión más tranquila, pasiva, pero tiene que ver con todo lo que se violenta hacia adentro. Esta es una violencia permanente con tus estructuras, con tu forma de ver la vida; por lo tanto es mutable, pero es incurable.

«La ira no es tan mala», se dice en 98 segundos sin sombra. La ira en la narración puede ser peligrosa si pierde el control de una con tanta rabia como la de Genoveva. ¿Cómo trabajó para que no se desmadrara?

Técnicamente fue un trabajo de corrección porque la novela era bastante más larga, entonces hubo una poda importante de zonas en que esa ira se había desbordado. Al final tuve la intuición de que ganaba más si me quedaba con las pulsiones del personaje y con un devenir hacia la fuga final. Caminar hacia esa fuga fue como el esqueleto que me permitió no extraviar al personaje en un exceso de rabia.

Clara Luz, la abuela de Genoveva, es la conexión que tiene la protagonista con «lo otro femenino de la tierra». ¿Cómo concibió a ese personaje?

Pensé mucho en mi propia abuela paterna. Quería una abuela revolucionaria, una abuela que transmitiera formas de transgresión. Los modelos de transgresión en el plano de lo sexual los aprende de su abuela. Y también los modelos paralelos de la fe porque la abuela es ecléctica: es rezadora pero también hace vudú y sabe prácticas que ayudan a soportar las injusticias de la vida.



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