miércoles, febrero 03, 2016

Literatura / Entrevista a Juan Gabriel Vásquez

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El escritor colombiano publica La forma de las ruinas (Alfaguara), una novela autoficcional, de «especulación histórica», sobre dos hechos clave de la historia de Colombia del siglo XX. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de febrero de 2016. (RanchoNEWS).- Casi trescientas páginas después, el narrador, crédulo con la historia oficial de su país, da paso al conspiranoide. El narrador, como el autor, se llama Juan Gabriel Vásquez y nació en Bogotá en 1973. ¿Es una máscara ficticia? ¿Cree el novelista, como el conspiranoide, que nada es lo que parece en la historia? ¿Que nada es como nos lo han contado? «Lo que yo creo es que es tarea del novelista inventar historias para imponer orden en el caos de la experiencia, para defenderse del carácter incompleto o falseado o mentiroso de la historia, y eso no es para nada distinto a la tarea que lleva a cabo el fanático de la conspiración», responde el colombiano. Su última novela, La forma de las ruinas, recoge varias teorías conspirativas. Y es una falsa búsqueda de no ficción, y una vuelta a uno de sus temas predilectos: la historia irresuelta, los crímenes no cerrados, de Colombia. Alberto Gordo lo entrevista para El Cultural.

Así que el conspiranoide, como el novelista, es alguien que impone un orden (verdadero o falso, pero que está en su cabeza) en un caos aparente, alguien, precisa Vásquez, que «busca significados en unos hechos que intuye incompletos». Una teoría de la conspiración sería, simplemente, una novela cuyo narrador cree que es verdad. Vásquez se resiste a decir qué es verdad y qué es mentira en su novela, en cuyo eje, envolviendo su propia biografía, están dos asesinatos importantes en la historia de su país: los de los políticos liberales Rafael Uribe Uribe (1914) y Jorge Eliécer Gaitán (1948). Este último dio origen a «El bogotazo», punto de partida del infausto periodo conocido como «La Violencia».

Es ya tópico decir que toda gran mentira está hecha de pequeñas verdades. Si bien por tópico no es menos cierto. Esta idea atraviesa la indagación de Vásquez, quien se interesó verdaderamente por los asesinatos después de tener en sus manos, por vicisitudes narradas en la novela, una vértebra de Gaitán y un trozo de cráneo de Rafael Uribe. Cierto personaje citado por García Márquez en sus memorias sería otros de los asideros «reales» de esta historia. «La novela la cuento yo, la cuenta Juan Gabriel Vásquez con su biografía y con su bibliografía, y esto es porque los hechos reales que originaron el libro eran tan potentes que me parecía que inventarme máscaras era malversarlos».

Para Vásquez, como para Emmanuel Carrére, la elección de la primera persona es una cuestión de honestidad, si bien el colombiano, a diferencia del francés, evita ser fiel a lo ocurrido. Vásquez escribe novelas. Y vindica aquí, y de un modo explícito al final del libro, la imaginación. La novela -escribe el narrador- como «el mejor instrumento para la especulación histórica». De acuerdo con una conocida frase de Milan Kundera, para Vásquez  «la razón de ser de las novelas es decir lo que solo la novela puede decir».

El narrador se resiste, pero finalmente acepta las teorías de la conspiración que al principio rechazaba. ¿Qué diría que es lo que le seduce tanto?

Lo que a todos nos seduce de ellas. Esto forma parte de las reflexiones de la novela: qué parte de nuestra naturaleza hace que seamos tan proclives a las teorías de la conspiración, y la respuesta para mí es clara: estamos hechos de narrativa, somos el animal que cuenta historias, y cuando intuimos que la historia que nos han contado es parcial o está falseada empezamos a sustituirla con novelas o con teorías de la conspiración.

¿La impunidad es el camino más recto para generar teorías de la conspiración? ¿Lo ha sido en su país con los crímenes de Uribe y Gaitán?

Sí. Sobre esto hay todo un debate. David Reiff defiende que demasiada memoria puede ser negativa, que para pasar página lo que necesita la sociedad es olvidar. Para él la guerra de los Balcanes es producto de un pasado traumático que se sigue reviviendo. Esta es una pregunta que yo me hecho siempre, y que también se hacen mis personajes.

¿Y ha llegado a alguna conclusión?

Sí, yo creo que la memoria es necesaria para pasar página, que no podemos avanzar como sociedades con heridas abiertas todavía. Es necesario alcanzar un acuerdo. Las democracias son democracias en tanto que tienen la capacidad de acordar una versión de su propio país, y cuantas más versiones aceptan en esa negociación, las democracias son más ricas. Ahora bien, si no nos ponemos de acuerdo porque la verdad está incompleta o falseada no se puede salir adelante.

En la novela se habla de fanáticos, pero también se deja caer que todos somos pequeños fanáticos, que todos tenemos nuestras obsesiones. ¿Cuáles son las suyas?

El pasado, la imposibilidad de conocer el pasado, la manera en que el pasado no es pasado, como decía Faulkner. Quizá si en algo soy fanático es en esa convicción sin fisuras de que la ficción es el instrumento que hemos inventado para iluminar ese pasado, de que la ficción es irremplazable.

Pablo Escobar mató al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla cuando Juan Gabriel Vásquez tenía once años. Aquel asesinato inauguró más de una década de narcoterrorismo, de tiroteos, bombas y asesinatos. Dice Vásquez que a los 23 años se fue de su país por dos razones, aunque la segunda la entendió más tarde: «Quería convertirme en escritor, pero luego he visto que también necesitaba huir de toda aquella violencia». En El ruido de las cosas al caer, Premio Alfaguara en 2011, ajustaba cuentas con aquella década ominosa. En esta, un personaje, arquetipo del conspiranoide, le reprocha a Vásquez la falta de compromiso de sus primeras «historias europeas». ¿Cómo se atreve escribir sobre amores tristes con tantos muertos en su país? «Mucha gente me hizo este reproche cuando publiqué mi primer libro de cuentos, que transcurría en Bélgica y Francia. Es un falso problema, por supuesto. Con ese mismo argumento uno podría despreciar toda la narrativa de Borges y de Cortázar».

¿Es La forma de las ruinas la novela en la que más libre se ha sentido para mezclar géneros? Porque aquí está el ensayo, está el thriller, está el reportaje de investigación...

Sí, y por eso era más difícil, porque tenía que mantener a todos estos géneros a raya. Una vez que te lanzas a ese mundo de libertad, tienes que tirar de las riendas porque si no se te desboca. Más de una vez pasó eso, que en medio de una exploración me daba cuenta, 150 páginas después, de que me había equivocado y tenía que volver a empezar. Eso también es consecuencia de la libertad con la que yo trabajé y de ese método, que es el que uso siempre, que consiste en descubrir el libro a medida que lo escribo.

¿Era consciente de que la decisión de retrasar casi trescientas páginas el arranque del verdadero núcleo de la novela era una decisión arriesgada?

Sí, es muy arriesgado, y sé que es pedirle mucho al lector contemporáneo, pero cuando llegue a esas últimas cien páginas, que es cuando todo confluye, va a sentir que ha leído dos libros distintos. Es un libro arriesgado en ese sentido, lo sé, pero confío en que los lectores encuentren una razón para ir pasando página a página.

¿Escribirá más novelas en clave autoficcional?

No lo creo, la verdad. Cada novela es un juego cuyas reglas uno descubre mientras escribe. Cada novela es una pregunta distinta y por lo tanto las estrategias tienen que ser distintas. Esta novela no se parece en nada, en ese sentido, a novelas mías anteriores. Hay a mi juicio dos grandes tipos de escritores, los que son inmediatamente reconocibles, y entre estos yo admiro a muchos, como Marías y Thomas Bernhard, y los que se sienten obligados a cambiar con cada libro, y en este grupo estoy yo.


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