lunes, mayo 23, 2016

Artes Plásticas / España: El Bosco. V Centenario de su muerte

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Detalle de El jardín de las delicias, 1500-1505 (Museo del Prado, Madrid). (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 20 de mayo de 2016. (RanchoNEWS).- Todas las hipérboles son aquí válidas: cita excepcional e irrepetible, acontecimiento artístico del año, un hito en las presentaciones del pintor flamenco... El Museo del Prado celebra el V Centenario de la muerte de El Bosco con la mayor y la mejor exposición jamás celebrada, gracias al patrocinio de la Fundación BBVA. La muestra reúne medio centenar de obras, 29 de ellas de El Bosco, casi la totalidad de su producción, que llegan a Madrid bajo préstamos extraordinarios de museos como el Albertina de Viena, el Metropolitan de Nueva York, la National Gallery de Londres o el Museo del Louvre de París. A partir del 31 de mayo, podremos disfrutar de la visión más completa de un universo pictórico lleno de interrogantes. Único. Fernando Marias reporta para El Cultural.

En 2014, poco meses antes de fallecer, el medievalista francés Jacques Le Goff se preguntaba si debíamos trocear la historia en lonchas (Faut-il vraiment découper l'histoire en tranches?, París). Razón tenía en la duda. Porque los que estamos acostumbrados a situar en periodos históricos o estilos artísticos a los pintores, escultores y arquitectos, nos solemos encontrar desconcertados cuando nos enfrentamos a figuras como Joen, Jeroen o Jheronimus van Aken (‘s-Hertogenbosch, 1450-1516), El Bosco, de cuya muerte se cumplen 500 años, nada menos que medio milenio. Una cita que el Museo del Prado conmemora con la gran exposición El Bosco. La exposición del V Centenario, que se inaugurará el próximo 31 de mayo. Es la mayor que se ha hecho nunca sobre el pintor, la que reúne el repertorio más completo de su pintura y sus dibujos. También, algunas preguntas que siguen hoy en el aire. ¿Era Jheronimus Bosch, como solía firmar, un hombre medieval, o fue un hombre del Renacimiento? ¿Quién era realmente El Bosco? ¿Cómo le veían los demás? Y, ¿cómo se veía a sí mismo? ¿Por qué esa felicidad de sus personajes transmite a su vez inquietud y perturbación? ¿Tuvo un presentimiento de cómo serían los años venideros? ¿Cómo leer su pintura?

Sabemos que Joen van Aken, al convertirse en «autor» de trípticos y tablas de pintura, cambió su toponímico familiar de Aquisgrán, en la que se contaban tres generaciones de pintores, por su toponímico local, dando un nuevo sentido a una personalidad susceptible a las transformaciones tan caras a su mundo y a sus invenciones. De hecho, se han conservado brazaletes populares de su época en los que un jeroglífico, con la secuencia de imágenes de un corazón y un ojo entre una s y la palabra bossche, remitía a la ciudad del Brabante neerlandés -s-hart-ogen-bosch, entre nosotros, bosque del Duque-, donde nació y murió el pintor Bosch.

Joen se veía a sí mismo como un pájaro, como el ave por antonomasia del bosque, la lechuza o el búho, duc en francés, herzog en alemán. Sus «autorretratos» tanto metafóricos como metamórficos, como en un dibujo conservado hoy en los Staatliche Museen de Berlín nos lo presentan con el disfraz del ave del saber en el hueco de un árbol en el que también se protege el zorro, rodeado por aves rapaces amenazadoras, en medio de un bosque en el que sobresalen dos enormes orejas y sobre un campo con siete ojos; Jeroen vive en un bosque animado -el bosque tiene oídos, el campo tiene ojos- rezaban imágenes contemporáneas, en un mundo en que sería más seguro oir, ver y callar, o expresarse a través de unas imágenes que jamás son unívocas.

El citado dibujo está presidido por una firma (?) y una inscripción latina (¿sabía latín como sus dos cuñados universitarios?), tomada de un tratado pedagógico atribuído a Boecio: «Es característico de los ingenios míseros estar siempre sobre lo inventado y nunca por aquello por inventar», dice. Se trata de una autodeclaración de intenciones, a la que quizás hubiera que añadir una pizca de melancólica misantropía. Sin embargo, Joen no parece haber sido un misántropo radical, sino un artesano mercurial que atisbaba su originalidad de artista moderno en el seno de una sociedad gremial y colectivista. En otras de sus obras, como en el dibujo del Hombre-árbol que llega al Prado de la Galería Albertina de Viena, aparece con lechuza y aves rapaces, y en la tabla del infierno de El jardín de las delicias del Museo del Prado, El Bosco asoma transformado en hombre-árbol/huevo-cisne, con su propio rostro y una llaga sifilítica en una pata. ¿Era él mismo un cisne, como miembro de una cofradía cuyos integrantes eran conocidos como tales a causa del plato predilecto de sus banquetes?


Detalle de San Jerónimo orando, 1500 (Museum voor Schone Kunsten, Gante)

El Bosco surge en un contexto de artistas humanistas críticos, tendencias religiosas renovadoras como la devotio moderna, comilonas gremiales, latines estudiantiles, juegos de palabras y jeroglíficos icónico-verbales, adagios pedagógicos, chistes marrones, seres monstruosos aquí y allá (centauros, cinocéfalos, sátiros, minotauros, cíclopes, esciápodos pero también diablos y demonios), como un popular prendedor de latón -hoy diríamos un pin, encontrado en el viejo basurero de la ciudad- y acuñado con motivo de la celebración local del capítulo general de la orden de Toisón de Oro de 1481: un pene con piernas humanas, coronado por el eslabón del Toisón y un cascabel y con dos alas de mariposa nocturna en un culo con rabito. Sólo habría un paso desde este broche popular, escatológico y sarcástico a los grillos bosquianos, término que según Plinio el Viejo habría inventado el pintor grecoegipcio Antífilo, dado a las caricaturas de hombres como cerdos (grylloi) y temas de género, como las llamadas riparografías, las pinturas de cosas bajas, indecorosas.

La metamorfosis formaba parte de la realidad y las formas cambiantes estaban ante los ojos de cualquier individuo curioso y despierto, como las de las mandrágoras solanáceas, para el hombre medieval tanto alucinógenas como afrodisiacas, que recordaban con sus raíces, de bifurcaciones semejantes a la figura humana, el poder de la imaginación metamórfica. ¿No era la monstruosidad como la deformidad, y no sólo la espiritual, signo del desagrado y la ira divina?

El Bosco no era un surrealista avant-la- lettre, ni necesitaba la ingesta de estupefacientes, ni darse a la pintura de lo onírico, sino cultivar los poderes de la imaginativa  «psicología» de su propia época, como hacían Mantegna y Leonardo, o Durero, identificando formas y composiciones en las nubes o en las cacas de mosca sobre los muros encalados de una sala, o rostros en las rocas, o como el ingeniero Leonardo Torriani en las humaredas de un nuevo volcán de las Islas Canarias. Los lindes fluidos entre imagen y palabra permitían asociaciones que presentaban ese mundo de la fantasía del Bosco, multiplicadas a través de la construcción formal de los infinitos refranes y los proverbios populares -como «el pez grande se come al chico», y los adagios cultos, en un tiempo en el que todavía no se había escindido la cultura en dos ámbitos opuestos por Reforma y la Contrarreforma.

Las obras del Bosco gozaron de la multiplicación seriada de la estampa prácticamente desde su propia época, como destinadas no sólo a un público de costosísimos trípticos, sino también de baratas hojas volanderas de papel, que se colgaban con chinchetas en las paredes de casas o figones. Tullidos variados, falsos pobres y falsos enfermos, locos, vagabundos, figuras fantásticas en términos de drôleries de miniaturas marginales, facecias y burlas, fueron apareciendo poco a poco desde el quehacer de su vecino y correligionario el arquitecto y grabador Alart du Hameel (ca. 1449- ca. 1507). Todavía en 1567, Pieter van der Heyden podía abrir un grabado del Martes de las tortitas de Carnaval con la imagen de una estampa sobre la chimenea, con un búho cojo con el bordón y el sombrero de peregrino del tríptico inacabado Camino de la vida, identificado con un «Hiero[nymus]. Bos[h]. Inventor». Inventor sí, incluso se llegó a la descontextualización de los cojos y tullidos, sacados de una narración -premio o castigo- y convertidos en mero objeto estético en clave burlesca, de entretenimiento cómico, solos o en ordenadas series como repertorios de un catálogo de la risa con unas gotas de escarnio.

La finalidad salvífica, religiosa, moralizadora de las obras del Bosco lo llevó a la pintura de escenas evangélicas, de la vida de Cristo y de su Pasión, del Juicio Final y las ultimidades, con la muerte del avaro como uno de los pecados capitales de la época de la caridad cristiana en un mundo mercantilizado y financiero.Otras tablas o trípticos constituían alegorías, entre el Paraíso y el Infierno, de la vida mundana, convertida en El Carro del heno de San Pablo, símbolo campesino de la lucha por la vanidad de vanidades, por la edificación de una vida sobre el humo y la paja de las vanas doctrinas.

El prestidigitador o La extracción de la piedra de la locura abundarían en ese sentido admonitorio y moralista, alcanzando las máximas cotas de fantasía en la llamada Mesa de los Siete Pecados capitales. Hoy sabemos que los hijos pequeños de Felipe II, como nos refieren sus cartas a hijas adolescentes e infantes infantiles desde Lisboa, solían aprender a distinguir entre las virtudes y los vicios, los premios y castigos eternos, delante de estas imágenes, como si fueran dibujos animados de la televisión. ¿O acaso no lo son? Éstos también tienen, a la postre, una moralina, una enseñanza.

¿Cómo dar vida y convertir en algo atractivo un discurso moralizante? ¿Cómo hacer de una moralina algo atractivo? El Bosco lo tuvo claro, a través de lo curioso y lo superfluo para el predicador subido al púlpito, a través de la risa y la comedia, lejos de la seriedad ominosa del Jorge Burgos de El nombre de la rosa del medievalista y intratenitore Umberto Eco, a través del absurdo de la vida humana, del mundo convertido una y otra vez en un mundo al revés satirizable. Santos protectores como San Cristóbal o San Antonio de Padua entre sus millares de tentaciones y San Juan Bautista, nos ofrecen modelos en medio del disparate y los seres más absurdos que se puedan imaginar para nuestro deleite, o como San Martín de Tours, al que también se le podía hacer irrisión al presentarlo huyendo de la ciudad por barco, asediado por una turbamulta de exigentes y excesivos pobres pedigüeños, dispuestos no sólo a compartir su capa sino a convertirlo en reliquias. Eran santos hombres que podían, también, recibir la crítica como una postura innovadora en lo moral, por el exceso de pobres faltos de carnet de pobre y de exorbitada demanda de caridad.

La inventiva del Bosco rayaría tanto en la representación de la trascendencia invisible como en las Visiones del más allá, de Venecia, con su Caída de los condenados y el Infierno, en los que lo monstruoso y deforme es sólo demoníaco, y en la Ascensión al cielo de los bienaventurados y el Paraíso terrenal, como en sus imágenes más misteriosas y delirantes de sus dos Jardínes de las delicias. El primero, como una De creatione mundi Hexameron, estuvo colocado en los años 70 del siglo XV en el deambulatorio de la colegiata de San Juan. El segundo, el nuestro, como copia de los 90, para el II Señor de Breda Engelbert van Nassau. Entre el Paraíso del Edén y el Infierno, nos mostraría un futurible pretérito, el Paraíso perdido por el pecado original, donde habría imperado el «creced y multiplicaos», ucronía de lo que sólo pudo ser y no llegó a ser, a causa del orgullo y la inconsciencia de nuestros primeros padres, pero que podía recuperarse por medio del arte de la ficción que era la pintura.

El Jardín quizá sea el tríptico en que se alcanza un tono más exagerado no sólo en lo enigmático sino en la oposición de lo debido y lo indebido, de la obediencia natural de lo creado y la desobediencia pecaminosa de la criatura humana, del inocente mundo perdido y del mundo real como carro del heno e infierno presente.

Por ello, no dejaría de ser lógico que sus trípticos, aun en principio pintados y pensados para un espacio eclesiástico, fueran deslizándose fuera de sus muros. Aunque conservaran sus historias y alegorías un «carácter irrefutablemente sacro», podían ser mal entendidas en el interior de un templo, y mejor comprendidas en un espacio secular, de lectura y meditación, y de visión de cerca y de delectación estricta y modernamente artística.


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