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Sergio Ramírez es uno de los narradores más emblemáticos de América Latina.. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 4 de mayo de 2016. (RanchoNEWS).- En Sara, su última novela, el narrador nicaragüense reconstruye la historia bíblica de Abraham y Sara. Su idea fue cuestionar la supuesta sumisión del personaje femenino. «Es un personaje al que se le ha dado el barniz de la pasividad y de la obediencia», dice en la entrevista a Página/12 de Sivlina Friera.
La llama de una esperanza se enciende en la mirada de Sergio Ramírez cuando pronuncia el nombre de una gran luchadora campesina nicaragüense: Francisca Ramírez, la mujer pequeña y corajuda que lidera el Consejo Nacional para la Defensa de la Tierra, Lago y Soberanía, una de las caras más visibles de las movilizaciones contra el Canal Interoceánico que pretende construir el gobierno de Daniel Ortega junto con el empresario chino Wang Jing. En un país donde cunde la desconfianza hacia la clase política, esa mujer de Nueva Guinea suma cada vez más campesinos conscientes de la importancia de defender sus tierras. El autor de Sara (Alfaguara) cerró ayer el Diálogo de Escritores Latinoamericanos en la 42 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. En su última novela, el narrador nicaragüense reconstruye la historia de Abraham y Sara. «Siempre he leído la Biblia desde distintos puntos de vista porque uno puede leer un poema completo de una épica del pesar, como el Libro de Job, o puede leer trozos de historias que en su largo alcance se pueden convertir en novelas. Sara es un personaje al que se le ha dado el barniz de la pasividad y de la obediencia», dice Ramírez en la entrevista con Página/12.
La familia del escritor nicaragüense estaba dividida entre católicos y evangélicos. La palabra de la Biblia estaba siempre servida sobre la mesa de su abuela materna. «Yo heredé su Biblia, que es la Biblia evangélica luterana, traducida al español por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. Es la Biblia que leo siempre; es un texto que me gusta porque está escrito en el tiempo de la Reforma con un lenguaje muy bello como del Siglo de Oro. Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera eran frailes españoles que se convirtieron al luteranismo –explica Ramírez-. Mi abuela paterna católica, en cambio, se ponía en la esquina, frente al templo evangélico, y me decía: ‘no entres ahí que te vas a condenar’, porque para ella el templo evangélico era la llama del infierno. Entre las dos religiones, escogí la religión católica porque me llamaba la atención el fasto, las procesiones; había una cruz de plata que yo peleaba por llevar delante de las procesiones. Ese mundo fue mi puerta de entrada a la Biblia». En Sara, el escritor cuestiona la supuesta sumisión del personaje femenino. «Cuando Sara se convence de que nunca va a tener un hijo porque es una mujer estéril, le pide a su esclava que se meta en la cama de su marido para que le dé el hijo que ella no le puede dar. Cuando la esclava queda embarazada y se alza contra ella, llena de vanidad y de rencor, se burla porque es estéril, Sara la echa de la casa y al fin tiene un hijo propio. El drama que va rodeando a esta mujer no puede pasar desapercibido. Yo quise rescatar otra Sara, que no es la que está en la exégesis de la Biblia, pero que aparece leyendo entre líneas».
¿Cómo interpretar la risa de Sara cuando recibe la noticia de que quedará embarazada?
Como una transgresión para este Dios adusto que no se expresa más que en silencio; es un Dios que siempre está ordenando con el ceño fruncido. Cuando esta mujer se ríe, Dios se enoja, pero reprende al marido. «No, señor, yo no me he reído», dice Sara. Él dice que sí, que se ha reído. Y es la primera que le habla, para regañarla. Son historias que están soterradas en la propia Biblia o en el Talmud, donde hay mucho sobre Sara. Investigué mucho sobre las costumbres en la edad del neolítico. Siempre hay que mentir sobre un armazón de verdades.
¿El Mago es el truco de Ramírez en la novela?
Imagínate un Dios que no tiene nombre, que nadie lo ve, que se esconde, pero que obra milagros, ¿no? Sara termina bautizando a un Dios que no tiene nombre. Los panteones de las religiones estaban llenos de dioses y el lugar de donde ella venía, en Caldea, había muchos. Y había estatuillas que representaban a estos dioses. Este Dios prohibía las estatuas, las representaciones; no tenía nombre, no tenía voz, no tenía figura, incluso prohíbe a muerte que lo vean. En la medida en que uno se impone un trabajo literario sobre algo absolutamente desconocido, ya estás entrando en un reto. Tú tienes enfrente un texto que no tiene más de mil palabras; todo lo que se refiere a Abraham, a Sara, es muy breve. Primero luchas con el texto, qué es lo que hay por detrás, qué es lo que hay que desentrañar. Luego hay que reconstruir un paisaje desconocido, que tiene que ser necesariamente minimalista porque es una novela del desierto, no hay poblaciones grandes, hay tiendas de apacentadores de ovejas muy sencillas. Te vas metiendo en la nada y hay que luchar con la idea de la nada para hacer surgir estos personajes.
Y tenía que luchar también contra el estereotipo de una Sara sumisa y silenciosa, ¿no?
Sí, quería rescatarla de ese silencio. ¿Qué es lo que significaba ese silencio? La voz que está tras ese silencio es lo que trataba de trasponer a las páginas de la novela, imaginando, reconstruyendo, recreando este personaje del que casi no sabemos nada y del que es imposible encontrar ahora ningún otro documento que nos revele quién era esta mujer. En la estructura social patriarcal, las mujeres no hablan; el papel de la mujer es el silencio. El mundo es llevado adelante por los hombres; no en balde lo que resulta es un Dios muy masculino, muy mandón, intolerante, autoritario, no admite desafíos a su palabra, castiga al que lo desafía. Entonces la mujer es la que pare los hijos, la que cuida el hogar, la que calla. Si nos fijamos bien, muchos de los rasgos de esa sociedad patriarcal están vivos entre nosotros. Vivimos en sociedades rurales en muchos lugares de América Latina. El dominio masculino sobre la mujer lo vemos en la violencia. América Latina está llena de crímenes atroces contra las mujeres. Y es curioso porque los hombres en muchos casos se terminan suicidando después de que matan a las mujeres porque es el afán de dominio ciego, esa expresión antigua «mío o de nadie». Entonces el macho mata a la mujer y es capaz de matarse a sí mismo para consumar este dominio absoluto.
Ramírez (Masatepe, 1942), autor de Castigo divino (1988), Margarita, está linda la mar (Premio Alfaguara de Novela), Sombras nada más (2002) y Mil y una muertes (2005), entre otras novelas, luchó contra la dictadura de Anastasio Somoza a fines de los años 70. La literatura quedó en suspenso con el triunfo de la revolución sandinista. Fue vicepresidente de su país en 1984 y luego fue candidato a presidente del Movimiento de Renovación Sandinista (MRS), del que posteriormente se separó. El escritor cuenta que está escribiendo una novela en la que retoma al protagonista de El cielo llora por mí, el inspector de policía Dolores Morales, que investiga un caso «muy especial»: la Nicaragua contemporánea.
¿Qué está pasando en Nicaragua?
La farsa de un discurso ideológico falso envuelve muchas cosas. Se ha tendido a establecer un solo denominador común entre los regímenes del socialismo del siglo XXI, como una gran fraternidad homogénea. Yo creo que no es así. Nicaragua es un caso distinto, diría que tiene rasgos más locales. Siempre hemos tendido a los gobiernos autoritarios, al gobierno de una persona que termina dominándolo todo: (José Santos) Zelaya, (Anastasio) Somoza, (Daniel) Ortega.
¿Cómo se construye una oposición que pueda luchar contra ese autoritarismo?
Hay una crisis de liderazgo político en el país; no hay líderes de oposición que la gente respete. La oposición está pulverizada en pequeños grupos sin autoridad política y muchos de ellos terminan siendo cooptados por el gobierno. La verdadera expresión de movimiento popular está en la protesta en contra del canal por los propietarios que se sienten afectados por el supuesto paso de la ruta del canal de Nicaragua. Los líderes son campesinos que respeto mucho porque no pertenecen a los partidos políticos tradicionales, no están comprometidos con ninguna clase de interés; son pequeños y medianos propietarios. La líder es una mujer campesina, Francisca Ramírez, ella es de Nueva Guinea, del caribe nicaragüense. Tiene un enorme poder de convocatoria entre los campesinos que confían en ella. Yo siento mucho respeto por alguien que despierta confianza en un país donde la desconfianza se ha vuelto la regla: nadie confía en nadie. Pero esta mujer sí despierta confianza.
¿Ha participado en alguna marcha?
No, no la conozco a ella, pero espero conocerla. Yo le tengo mucha simpatía, votaría por ella, pero no es candidata a nada.
¿Volvería a la política?
No, yo estoy muy contento en mi papel de escritor, ya no voy a volver a renunciar a la literatura. Además, no hay tiempo para renuncias: necesito terminar mi obra. Yo siento que en lo que he escrito no me he despegado de lo que podríamos llamar realismo. Las cosas que puedo tocar y sentir son sobre las que escribo. Siempre he creído que el escritor, independientemente de su espacio de creación literaria, tiene un deber ciudadano, que no es obligatorio. Puede haber un gran escritor que no se ocupe de nada y resuelva su obra literaria en los mejores términos, sin preocuparse por lo que hay alrededor. Yo me veo en el papel del escritor que expresa sus opiniones y sus ideas en la creencia de que teniendo una plataforma como escritor siento el deber de usar esa plataforma para hablar, no dentro de mi obra literaria, sino hacia afuera, de una manera paralela.
Si Francisca Ramírez se presentara como candidata a algún cargo electivo y lo convocara a usted, ¿qué haría?
No, ella no quiere ser candidata ni yo quiero tener cargo. Yo la he respaldado en artículos de prensa, en declaraciones, me atrae mucho su honestidad, su transparencia, comparto la causa que está defendiendo. Yo estoy bien donde estoy, no voy a callar mi voz, pero tampoco voy a dar un paso adelante y dejar la escritura porque ahora me voy a ocupar de este asunto. Una de las vainas de los políticos es que no entienden que la política es un asunto generacional también y que hay momentos de salida del escenario, como en el teatro.
¿Lo dice por Daniel Ortega?
Por todos los que envejecen en el poder y no quieren dejarlo y siempre creen que son necesarios. Uno no puede ser una pared que detenga el paso de los jóvenes. La vida es renovación. Yo tenía treinta y pico de años cuando entré a la Revolución, pero la mayoría tenía menos de treinta.
¿En Nicaragua hace falta más espacios políticos donde los protagonistas sean los jóvenes?
Sí, debería haber ya un liderazgo joven con nuevas ideas, porque si yo soy joven y voy a seguir mansamente lo que me están diciendo, ¿para qué soy joven? Así como leo con mucho interés los libros de los jóvenes escritores para ver qué están diciendo, también quiero escuchar voces nuevas que hagan propuestas distintas respecto a la sociedad y a la política. Es una tristeza ver cómo un joven entra y es molido otra vez por la misma máquina que produce corrupción y conformismo.
Quizá la renovación de la política pueda producirse de la mano de movimientos de la sociedad civil, asociados a cierta conciencia ecológica, ¿no?
Es interesante lo que estás diciendo. Yo colgué en mi página de Facebook una foto del río San Juan, el río emblemático de Nicaragua, que está totalmente seco. Esa foto fue vista por ocho mil personas y luego escribí un artículo sobre lo mismo que se llama «El fin está cerca», en el que hablo de la destrucción de la ecología. Yo veo que hay un enorme interés entre los jóvenes; los movimientos ecologistas son muy fuertes. Los campesinos y los indígenas en Nicaragua que viven en el área del Caribe ven la naturaleza como algo sagrado, se identifican con cada árbol, con el agua; tienen otra concepción. El concepto utilitario y el enriquecimiento a corto plazo están destruyendo el país.
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