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Definido por la crítica como uno de los «ejes de la poesía contemporánea», el escritor galo murió ayer a los 93 años. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 2 de julio de 2016. (RanchoNEWS).- Con motivo del fallecimiento del crítico de arte, ensayista, traductor y eterno candidato al Nobel. Reproducimos la siguiente entrevista publicada por Círculo de Poesía el 2 de marzo de 2014.
El poeta griego Dimitris Angelís conversa con el poeta, ensayista y traductor francés Yves Bonnefoy (1923), la referencia de la poesía francesa contemporánea. En 2013, Bonnefoy fue distinguido con el Premio en Lenguas Romances que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Dimitris Angelís es director de la revista griega Frear. La traducción corre a cargo de Celeste Tamayo C.
Si alguien habla en la actualidad de poesía francesa en Grecia, el nombre que viene a todos los labios es uno: Yves Bonnefoy. ¿Nos puede hablar un poco de su punto de partida poético, sus influencias y lecturas de aquella época, es decir, podría usted hacernos el retrato del joven artista Yves Bonnefoy?
¿Quién era yo en mis inicios? Primero, un gran ignorante. Iba al colegio, al instituto, y descubrí ahí que existían filósofos, artistas, poetas sobretodo, y a los pocos que accedí me fascinaban, comprendí bien a través de ellos la condición humana, muy poco atractiva allí donde yo estaba, y en esos años podía tomar sentido, manifestar su riqueza. Pero ese lugar, ese momento eran también los que me privaban de esas mismas obras. Estaba en una pequeña ciudad aún totalmente dormida, vivía en un medio obrero muy distanciado de los acontecimientos de cultura, era la víspera de la preguerra que retenía su aliento en el presentimiento del desastre, después fueron los años de guerra, donde no podía encontrar más que muy pocos libros, con excepción de algunos de los surrealistas que se vendían a bajo precio en la librería donde tomaba el tren cada tarde. Después de que viniera a París los museos estaban cerrados, y también me dejé sumergir en la aventura surrealista en su verdadero sentido poético pero con su saber artístico muy limitado y con juicios sectarios que rehúsan incluso sólo a mirar la pintura que yo estaba destinado a amar profundamente, cuando al fin pude descubrir las verdaderas obras en su asombrosa diversidad. Y quien proscribía la música… «Qué caiga la noche sobre la orquesta», escribía Bretón. No era por aquel camino por el que hubiera podido acceder a lo que sin embargo deseaba tanto encontrar, no me cabe la menor duda de esto.
¡Mucho tiempo perdido! Pero este largo periodo de carencia estoy listo ahora para reconocerlo como una oportunidad. Puesto que algunas de las obras que me habían sido posibles en mis años de infancia o adolescencia e incluso más tarde, percibir de lejos, allá, en su otro mundo, tomaron a mis ojos un carácter que no habrían tomado nunca si yo hubiera vivido de golpe en el espacio de la cultura: me parecían manifestaciones, no de otro momento o de otro lugar de la sociedad sino de otra realidad superior, con autores advertidos de más de lo que se puede vivir o conocer en nuestra condición ordinaria. Y esa manera de abordar a Hugo, Racine o Vigny – mis primeras lecturas – o, sobre todo puede ser, el cuestionar las pequeñas reproducciones en blanco y negro de Titien o de Véronèse, era un sueño por supuesto y profundamente peligroso para la vida como hay que vivirla, tan cerca como posible de su aquí, de su ahora, pero era también la razón de reflexionar en el sueño de manera precisa y de comprender su naturaleza, y de hacer de esta reflexión el motor de mi búsqueda poética. Puesto que este sueño de una realidad superior, bien puede ser inherente a todo comienzo poético. Y mientras más rápido y fuerte se tome conciencia, más posibilidad hay de instaurarse en este pensamiento crítico que es lo serio de la poesía.
En todo caso, tales fueron mis inicios. Salvo la lectura de las tragedias de Racine, que no hay más que una manera de hacer esta lectura, con cierta inconsciencia pero ya vislumbrando el germen del doble enfoque de las obras; por una parte el sentimiento con el que la mayoría de las otras tragedias no cuentan en lo absoluto (algunas, las verdaderamente poéticas, relevan, al contrario de una realidad superior), y por otra parte y como en regresiva, el pensamiento que se juega todo en ilusiones que hay que aprender a deshacer.
Evidentemente, diciéndole esto simplifico mucho, sé bien que si dispusiera del ojo del novelista y además tuviera el gusto por los hechos psicológicos le diría todo, tanto o más que estos trozos de puro pensamiento, mi tiempo perdido entonces, mis frívolas ocupaciones, mis lecturas al azar, perezosas, después y ya incluso viviendo en Paris, tantas conversaciones para nada a propósito de los eventos del crepúsculo surrealista, tantas partidas de ajedrez sin verdadero estudio del juego, tantas ocasiones perdidas en los posibles encuentros… Es la impresión que tengo retroactivamente de este largo periodo de latencia, que no termina hasta por ahí de 1950, cuando me mudo del Barrio Latino, del cuarto de hotel de las numerosas visitas a un alojamiento cerca de las afueras de París, en una repentina y salubre soledad. Sin embargo, de cualquier modo creo verdadera esta dialéctica de sueños de una realidad superior y la negación de ilusiones que acabo de decir.
En todo caso, sé bien que fue esta dialéctica la que orientó mis primeras lecturas verdaderamente serias, fue la que nutrió mis primeros escritos. – cuando retomé la vía académica, yendo cada vez más y más a escuchar a Jean Wahl-, Y veo también que fue la que me hizo amar desde el primer instante el mundo mediterráneo que descubrí en Córcega en 1949. Las islas como sublevadas en el cielo por el alba de occidente, el olor a tomillo, los montes incendiados por la llama de la noche, las metafísicas gnósticas que me atormentaban. No me quedaba más que encontrar en Italia y en Grecia las respuestas que grandes artistas, y algunos pensadores como Plotino, habían aportado a las preguntas que hacían este tipo de lugares y de horizontes, pleno de arquetipos, tan diferentes de todo lo que yo había vivido o imaginado hasta entonces.
En sus poemas se percibe una presencia mística, un mundo de esperanza y otro que está por venir. ¿Podríamos hablar de un tipo de religiosidad en su poesía? ¿Cómo ha sido reforzada su obra por las otras artes? – pienso en la música y en la pintura que surgen en todos los aspectos de su poesía.
Lo que usted dice coincide con lo que acabo de intentar decir, y permítame precisarlo. El sueño que evoqué, era el de una realidad superior pero en absoluto supuesta, constituida de cosas o seres supra terrestres, diferentes por la apariencia o las costumbres de lo que se observa en nuestro mundo, de esta forma no se trataba más que de una manera distinta de vivir la realidad humana fundamental, el mismo cuerpo con las mismas palabras, por decirlo, la misma lengua simplemente con otra posibilidad de empleo, diría con facilidad: la poesía como tal. Las palabras del aquí en lo más vivo, en lo más penetrante de su posible poder, entre nosotros por alguna razón, hechas trizas. Y bueno, llámele religiosidad, está bien, pero advierta que lo que planteo no tiene relación con creencias en las figuras divinas. Es nuestra tierra tal cual, lo suficientemente hermosa siempre que no la devastemos como tan a menudo lo hacemos en la actualidad, lo real, lo único real.
Y es por esta razón que fue importante en este tipo de sueños de esencia metafísica, la búsqueda artística y en particular la pintura. La intensidad que los grandes pintores han impregnado en sus cuadros a través de los siglos, la figura de las cosas fundamentales – arboles, ríos, nubes, rostros- que constituyen el espacio humano, es como una confirmación de sus intuiciones, y me era fácil dejarme invadir por el lugar e imaginarme que un Ruysdael lo había pintado con sus árboles profundos, su cielo agujerado de luces, todo eso había sido percibido por el pintor, no obstante en nuestro mundo con los ojos abiertos a la forma de consciencia con la que yo soñaba, más penetrante, más alerta que la nuestra. De ahí fue, enseguida y de manera muy profunda que me gustó la magnífica pintura de paisaje, misma que se exhibe en el siglo XVII en Italia o en los Países Bajos con una amplitud o una riqueza, todavía en la actualidad subestimada.
En el siglos XV y XVI, salvo por momentos, como el gran horizonte del Cordero místico de Van Eyck o la chiara pittura de Piero della Francesca, como el segundo plano, a mis ojos sublime del Noli me tangere de Antonio Allegri da Correggio, la percepción del mundo natural queda tan obstruida por la convicción cristiana que la única realidad plena yace en el mundo invisible, sean las esferas celestes, que primero son armonía, música, o sea el paraíso donde los creyentes de esas épocas difíciles esperaban revivir después de su muerte. La aparición de cosas y en primera instancia del cuerpo humano que se esforzaba en liberarse de las figuras simbólicas que significaban en su aquí abajo (la tierra) eso invisible, fue cuando se fue extinguiendo el drama del manierismo que muestran los cuerpos tiranizados, deformados a veces por formas violentamente antinaturales.
Sin embargo estaba Galileo, a menudo me he dado cuenta que la revelación de la naturaleza material del sol y la luna, creída hasta entonces cuestión divina en el mundo de la naturaleza, se le añade la pieza que falta y así concluyo, poniendo en su lugar, el espacio humano. En adelante, el hombre e incluso la mujer están en su territorio, absolutamente en su hogar sobre la tierra, y pueden tener una influencia en los aspectos importantes de su lugar. Percibida al fin la necesidad de vida plena que habían asociado hasta entonces con figuras sobrenaturales. Es a partir de este momento en los follajes, en la luz del cielo que erige cimas lejanas, y en primer plano, en los cuerpos enriquecidos de toda su piel, que encuentran la trascendencia inherente de todo lo que está, y es como la belleza del mundo puede mostrarse en la más humilde de las cosas, sin perder nada de su misterio. Estos hombres serán los grandes paisajistas de Italia y de los Países Bajos.
Las Cuatro Estaciones de Poussin, la primavera, el verano, el otoño, ¡qué ápice en el arte de la tierra, al fin comprendido y conquistado! He ahí ciertamente de que nutrí mi sueño de vida, vivido lo más profundamente, después de que, y siempre en pintura, había… – fue «el Invierno» en esa misma obra de las Cuatro Estaciones, y los cuadros de Gaspard Dughet, el árbol aislado, sacudido por el viento en el desorden de un gran espacio- …- lo suficiente esta vez para cuestionar esta extraordinaria utopía. Seguramente hay que desprenderse de este gran sueño, recentrar la realidad sobre el ser mortal, su momento y su lugar, pero mire, en la obra de Dughet o algunas veces en la de Salvador Rosa, es todavía el paisaje el que sigue siendo el lugar de la reflexión. Y ¿cómo no escuchar a los pintores, por consiguiente? A menudo en su creación el agua de las apariencias está en calma, el cielo del mundo se refleja en ellas, y con frecuencia también se inquieta, nuestra inquietud introduce su mano, pero los colores agitados, las formas rotas no permanecen, menos aquello por lo que la preocupación metafísica se expresa.
En cuanto a la música ¿no es natural que los sueños de plenitud busquen allí también sus testimonios? Piense en las cantatas de Bach. En los momentos más elevados de júbilo misterioso en las magnificas misas de Haydn ¿es aquello éxtasis cristiano? ¿No será más bien la ascensión del ser a un estado superior del mundo, transgrediendo y trascendiendo el mito cristiano para el que la música de iglesia había servido desde hace mucho tiempo? Después de esto, será también la música que podemos comprender, una vez más la necesidad de volver a través de la subjetividad dolorosa, aquella del último Beethoven, de Schubert, de Chopin, mas tarde de Gustav Mahler, con la condición simplemente mortal si se quiere beber verdaderamente de la copa de lo absoluto. En música, al mismo tiempo, se sueña y se renuncia al sueño. Es el renunciamiento acompañado de arrepentimiento el que hace tan querida para mi La Canción de la Tierra.
En la actualidad todavía me permito ir a ver los cuadros, las estatuas, como si fueran promesas, incluso umbrales. Y muchos de los poetas y pintores que mas me gustan, de Virgile a Poussin y de Gerard a Nerval, son con toda seguridad los portadores, por momentos o permanentemente, de una ensoñación de este tipo y hacen aparecer la luz que, no se parece a ninguna otra. Pero tengo que hacer hincapié en este punto, tengo que subrayarlo con fuerza: este sueño no es la verdad, y la poesía, que se enfrenta de lleno tiene por vocación crear consciencia de ello. De reconocer la luz más alta, aquella que Rimbaud nombraba la «cruda realidad» o lo que vivía Baudelaire en la miseria de sus días, la misma con la que «secaba su frente bañada en sudor y refrescaba sus labios destrozados por la fiebre».
Para la mayoría de nosotros, la poesía francesa, en particular el surrealismo, era la base de nuestra cultura literaria. Pero en la actualidad Francia da la impresión al observador extranjero de que ha olvidado la poesía o de que sólo se ocupa de la poesía visual. Para usted que creció con Valéry, que pasó por el surrealismo, que también se opuso a él y que trazó su propia vía, ¿cómo ve la poesía francesa actual? ¿Comparte nuestro punto de vista?
Pasemos a esta pregunta que me hace con toda la razón, esta pregunta no me alejara del camino que su primera pregunta me incitó a tomar. Sí, hay que constatar que el pensamiento que prevalece en Francia en este momento en materia artística o literaria no parece comprender más lo que es la poesía. En todo caso subestima la necesidad en el seno del grupo social como si hubiera olvidado el papel que jugó en las épocas donde no era marginalizada como ahora. Hay en la actualidad un «estándar literario correcto» que valoriza la crítica, incluso la autocrítica, que es la mejor manera de acallar la sensibilidad poética.
Y este triste hecho tiene razones seguramente tan fundamentales como universales, así el objeto manufacturado que actualmente obstruye con su omnipresencia el acceso y la inteligencia de lo que es vida en el mundo pero, lo que apenas comienza en otros países parece haber ya triunfado en Francia, no hay que sorprenderse por eso. Nuestro país le dio al mundo, en particular en el siglo XIX en los albores de la sociedad industrial, algunos de los más grandes poetas, creo o más bien sé, que no fueron grandes porque tuvieron hermosas ocasiones de lucidez de valor para combatir a los enemigos completamente resueltos que se reunían en todas partes alrededor de ellos. Podría citarle juicios de Baudelaire, de Rimbaud, de Mallarmé, sobre el país de la anti poesía. Un país donde la falta de acento tónico, este acceso natural al ritmo de la poesía, deja el campo libre al acento exclamativo, aquel que recalca la idea en el debate, la conversación, para el más grande aprovechamiento del intelecto. En Francia la poesía es como censurada por el poder imperioso del intelecto. A riesgo de una desertificación donde no florecerán más que el espíritu de la depreciación o gritos de desesperanza o una elocuencia profundamente engañosa. Beckett, Artaud, Aragon.
Pero por suerte la situación no es tan simple. La ausencia de acento tónico es compensada en nuestra palabra por la «e» muda, la diéresis, componentes de esta prosodia misteriosa propia del francés de la cual hablaba Baudelaire, quien es además uno de los maestros. Y la ausencia de poetas – de verdaderos poetas- en los consejos de la sociedad, incita a los mejores espíritus a reflexionar sobre la precariedad del hecho esencial de lo poético, lo que nos vale poetas conscientes de la poesía, críticos de sus ilusiones sugeridos de falsos pretextos y otras mentiras que infligen el lirismo legítimo.
Una vanguardia de la reflexión que temo que pronto se necesitará en otros países.
¿Qué escribe usted actualmente? Incluso si sé que ha respondido de manera directa o indirecta a esta pregunta en varios ensayos, quisiera también preguntarle: con toda su experiencia ¿qué definición haría en la actualidad de la poesía?
Comenzaré sobre todo respondiendo a la primera de las dos preguntas, no haré más que retomar una reflexión que no ha cesado durante toda mi vida, dada la naturaleza particular de mis escritos. Desde hace mucho tiempo me he consagrado simultáneamente a proyectos de distinta naturaleza, misma que me hace temer una exposición un tanto superficial de diversas preocupaciones que más bien deberían concentrarse para profundizarse.
En resumidas cuentas, tengo que verificar si es verdad lo que sin embargo espero, saber que hay un vínculo bajo mi dispersión aparente. Que sea de esta manera, estoy listo para creerlo pero aun falta que comprenda en qué consiste esta unidad para seguir las vías. Ahora bien, precisamente estos días con motivo de una exposición que pronto debo hacer en Tours, mi ciudad natal y el sitio donde tuvieron lugar mis primeros escritos, me voy a comprometer con esta reflexión. Una decisión que bien tengo que tomar puesto que ha llegado el momento de mirar hacia el pasado. Titulé esta presentación: «Lo uno y lo múltiple». – ¿qué escribo ahora? Además de algunas páginas sobre el imaginario de pintores del siglo XVI y de otros sobre la naturaleza de la alegoría y su valor poético, la mira en este ensayo es a la vez prospectiva y retrospectiva.
Y he aquí, grosso modo, lo que intento decir, también será además una respuesta, un embrión de respuesta a su segunda pregunta, naturalmente la última. ¿Preocupado en lo que escribo en mi reflexión sobre lo uno y lo múltiple? Sí, claro, ¿pues no es en la experiencia de la unidad y en su preservación donde todo se juega? Porque no sea que vaya a dejar de percibir que la realidad es una porque me dejé retener por el espectáculo de tal o cual de sus fenómenos, y entonces estaré al nivel de la materia, en esa superficie no sabré más que lo que importa, que no son los aspectos ni las leyes de la materia sino el mundo de la existencia en su centro y el de nuestras vidas humanas, comprometidas desde los primeros pasos del lenguaje en esta donación de sentido –en esta instauración del ser- que es la sociedad, el segundo grado de lo real. Perder el sentido de la unidad, es abandonar este proyecto de promoción de la realidad por el verbo, dejando al lenguaje abrirse, cual si fuera un campo abandonado a la suerte de la hierba mala, a las únicas formulaciones de las leyes de la materia. La cual entonces, absorbiendo las palabras, se encerraría sobre sí misma en el lenguaje, convirtiéndose en un desierto tan inconsciente de sí mismo como las galaxias en el cielo.
Tenemos que conocer la unidad, poseerla en lo más profundo de nuestro ser donde felizmente existe, son en sí mismos: los impulsos de la afección, de la compasión, del éxtasis que experimentamos ante la belleza de un paisaje, una realidad más elevada que sus componentes. Y mi parte como escritor, es decir, como alguien que quiere asumir la tarea de conservar con vida el lenguaje, de preservar en su seno la palabra, tengo este deber más que cualquier otro. Despreciarlo sería traicionar la causa humana y sería aún más culpable pretendiendo asumir esta responsabilidad que es la poesía.
Sin embargo, lo que tengo que decir también, y primero que nada, es qué es la unidad y su relación con lo que somos o tenemos para ser.
La unidad, la experiencia de la unidad, es –por ejemplo- cuando estamos en presencia de un hombre o de una mujer con nada más que el sentimiento de su derecho a ser la totalidad de lo que ellos mismos perciben que son, y de esta manera sabemos cuando renunciar a las interpretaciones de las que nuestro pensamiento todavía ardiendo proporciona. Es cuando, dicho de otra manera, no dejamos al pensamiento conceptual predominar sobre la adhesión instintiva, haciendo de este instante de encuentro, todo lo contrario, un comienzo de reparto bajo la señal del tiempo, en el saber de la finitud. El concepto, ya lo he dicho varias veces, es tomar un aspecto en una cosa que tiene muchos otros aspectos, que tiene tantos como el infinito, para sustituirle con una figura que no será de la cosa más que una representación esquemática. Es un pasaje a la generalidad que, vacía de sí misma una vida, no sabiendo ver ahí más que materia. El concepto va directo a la materia que evocaba hace un rato, corre el riesgo de hacerla prevalecer en nuestro enfoque de todo, ahí comprendido el de los seres humanos.
Pero ¿es necesario querer deshacerse de él? Dicho de otra manera, ¿es necesario abismarse en la contemplación de lo que es, adentrándose en la cosa presente- este árbol, digamos, tan desbordante en sus sonidos y olores- para unirse a ella? Es lo que quieren ciertos místicos, pero entonces tengamos cuidado en ignorar lo que se produce en ellos. Con el abandono de lo conceptual, de esta toma de palabras sobre la apariencia sensible, la cosa entra en su unidad, es verdad, pero entonces los diversos aspectos caen como falsas escamas, que se diferencian ahí del lenguaje en sus relaciones con las cosas vecinas, y así gradualmente en todas las otras cosas de nuestro lugar de existencia. El ser se ve despojado de su apariencia, el colmado creciente del Uno se convierte en esta extinción de relaciones entre cosas, en un vacío tal como el gran vacío. En la experiencia mística no queda más que un sólo objeto indiferenciado, más allá incluso de los sentidos, y eso que habrá desaparecido, están también, y muy temprano, las otras personas. El absoluto fue entrevisto allá, queda aquí como testigo una soledad que no sabe más sentir.
Y ¿debemos aceptar esta forma de ser del mundo? Por mi parte pienso que fue el reconocimiento del hecho y del derecho del otro quien instituyendo el lenguaje, fundó un segundo nivel de lo real, y lo único que puede pretender ser. Pienso que es esta única alianza, la alianza entre una conciencia y otra, la que puede hacer el «Uno» del mundo, antes todavía vacante, el respiro listo para colmar de todas sus armónicas, el coro que es toda nuestra voz en su búsqueda misteriosa. Desviándose del abismo de la materia, haciendo cosa de ella, y de esta cosa su instrumento, y de este instrumento su amigo quien explora con ella un lugar para una vida creadora de sentido y en consecuencia del ser, el lenguaje es lo que vale, lo que se necesita. Ahora bien, decir esto no significa que hay que renunciar a esos conceptos que representan, cada uno, la toma de las palabras sobre las cosas. En estas palabras, es bien cierto, se corre el riesgo de abolir la presencia del Uno, lo que nos privaría de nosotros mismos. Pero el contacto de la cosa, quien continúa hablando, es posible y por supuesto se necesita- es nuestra única oportunidad, por lo tanto también nuestra tarea – sacudirlo, sí, me atrevo a decir, despertarlo de su tendencia a hacerse sistema, ideología, afirmación dogmática, ponerlo en relación con todo lo que quisiera no reconocer, obligarlo a sumergirse en el infinito de cualquier cosa…
Esto es además, una manera de hacer de él también una vida, una existencia, de incitarlo a los sentimientos, aspiraciones, sueños…
Digamos esto de otra manera: el hecho de que la abolición de todo pensamiento conceptual de la cosa, del todo y del uno del mundo, no hay que dejar el resultado de la simple fragmentación que podría en su conocimiento ser la consecuencia. Esta fragmentación recomienza en cada instante de nuestras vidas puesto que toda deducción conceptual sobre la totalidad de una cosa es una hipótesis donde los puntos de vista y fines pueden ser de los más diversos, pero es deseable, y quién sabe, incluso posible la reposición de quien perciba la nocividad, rememoraría otros planes de enfoque, una reposición de vocación dialéctica. Hacer que la primera deducción sea de golpe turbada por aquellos que hacen del lado y lejos de esta otros proyectos de investigación, otros modos de conocimiento. Amar esta deconstrucción, estas desviaciones.
Pero esto es entonces, lo múltiple, y lo que hay que ver es que es solamente en los caminos de lo múltiple en los que se puede pensar y vivir. Lo múltiple es nuestra respiración, es el sólo quehacer que nos asegura el ser. Y nuestro deber no es entonces negarlo sino nutrir nuestra vida con él, y saberlo un vida, no es esa pila de chatarra en una playa nocturna que creímos ver por un instante, esto es siempre inquietud metafísica. ¿Nuestro deber? Sí, empleo esa palabra, otra vez.
Lo que acabo de decirle es un largo y árido desarrollo. Pero fue, como se puede imaginar, para llegar con más confianza a lo que soy, o creo debe ser, en mis diversas maneras de reflexionar y de escribir. Teniendo fe en el «uno» tengo fe en el múltiple. Yo creo que lo que la poesía espera de nosotros, no es la angostura de trabajo en cualquier pensamiento, siempre más o menos engañado por el sueño, sino aquel cuestionamiento que nos hace criticar las ideas que de inmediato hacemos nuestras, y para ser eficaz debemos ampliar y abrirnos a otros autores – escritores, filósofos, pintores- a su investigación de generalidades insidiosas, de pasajes ilegítimos de experiencias en la presencia de representaciones y formulaciones rápidamente escleróticas. También, por supuesto, conduciéndose para vivificarse en las verdaderas grandes obras, aquellas que han sabido desentrañar las trampas. La conciencia en sí no puede más que ganar auto ilusión o necesidad de lucidez en la reflexión de formas diferentes a la suya.
Y los campos de acción no faltarán. Pensemos primero en los trabajos de los teólogos, primeros en acallar la intuición de la trascendencia – dicho de otro modo de la finitud, lo simple, lo inmediato- sobre la capa de mitos construidos de los recursos de conceptos volviéndose algunas veces dogmas. Pero pensemos también en los críticos de arte, haciendo discursos conceptuales del pensamiento figurativo de los artistas, pensemos en los traductores de poesía, seducidos y obnubilados por el significado de los poemas, pensemos en los mismos poetas, tan a menudo dispuestos a sacrificar en sueños lo que su sentido poético sabe reconquistar, en la llama de algunas palabras. De hecho son las revisiones las lecciones más estimulantes, la más aptas para hacer comprender lo que es la verdadera poesía.
Revisión de Shakespeare en Hamlet, revisión de lo que fue el arte barroco a finales del renacimiento, revisión de Goya después de Los Desastres de la Guerra, revisión de Giacometti reinventando un arte de la presencia en el corazón mismo de una modernidad cada vez más conceptual. Sí, estos son los verdaderos poetas, quienes desamparados son retomados, obstinados.
Son algunos de ellos lo que por mi parte he estudiado, seguramente no yendo en direcciones muy diversas más que para encontrar en cada rincón del camino la consciencia del sí que trabaja en estos autores, en su momento histórico, para restablecer la presencia en el espacio laberintico de las representaciones. La necesidad de testificar en estas revisiones, de la obstinación que revelan, de lo que son en total, poesía de hecho, en el mundo de la ilusión literaria, es el hilo que une mis puntas de tela.
Y ¿qué puede resultar de estos estudios críticos, voluminosos, se puede temer las vías de la invención más directa y plenamente poética? ¿Estos estudios van a contribuir a un punto de vista más abierto sobre lo que importa, el árbol en el camino, el niño que juega en el umbral, y por lo tanto, por desgracia, el fuego al horizonte, los gritos en la casa vecina? Sí, se puede pensar porque este trabajo de lo negativo, es liberar la palabra de los conceptos que la encorvan en el discurso, es permitirle, así como lo hacen las rimas y el verso, volver a designar la cosa que nombra en su realidad no derrotada.
La palabra, salvar la palabra, hacer revivir el árbol en la palabra árbol, es esta mi respuesta a su segunda pregunta, la primera tarea constante que debe darse la poesía. Y el poema trabaja en esta resurrección tanto como lo hacen los estudios que por las vías del concepto reúnen los lugares donde el mismo concepto se ha tropezado con él mismo.
Semejante, en su diversidad necesaria, es la crítica que Baudelaire pedía asociar a la poesía moderna. Una indicación que aún no hemos meditado lo suficiente.
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