C iudad Juárez, Chihuahua. 8 de agosto de 2016. (RanchoNEWS).- El muro es anodino. De su pared cuelga un cartel que anuncia tacos. Se ofrecen mil tacos por sólo mil pesos. Y además se regalan las servilletas. También hay dos palmeras que hace tiempo dejaron de crecer. Y una puerta cerrada con un candado simple y dorado. Lo abre Melchor, un guardia que duerme rodeado de fotos de Karol Wojtyla; lo abre y deja atravesar un umbral por el que la historia lleva cinco siglos entrando y saliendo. En el número 25 de la calle del Manzanares está la casa más antigua de la Ciudad de México, escribe Jan Martínez Ahrens para El País.
La construcción, del siglo XVI, se ubica en el popular barrio de La Merced. Un dédalo de 54 manzanas donde el latido de México se escucha con fuerza. Hay diableros, comerciantes, niños y más niños, algunas prostitutas, bodegueros y ancianos de miradas rotas. El bullicio del mercado de la Merced alcanza todos los rincones. Desde antiguo la zona fue comercial. Hasta ahí llegaba la gran acequia por la que se transportaban los víveres a la capital.
En el interior de la casa, tras los muros, reina una tranquilidad casi irreal. El solar ocupa apenas 1.000 metros cuadrados. El estado de la edificación es próximo a la ruina. Muros desdentados, techos caídos. Pero su sigilosa estructura, entre malas hierbas, guarda un tesoro para la memoria. «Es un milagro que esta casa-habitación, el más antiguo ejemplo en arquitectura civil conocido en la ciudad, haya sobrevivido. Está edificada sobre un solar que ya existía, bajo un concepto prehispánico, pero incorpora estructuras españolas», señala el escritor y director del Fideicomiso del Centro Histórico de la Ciudad de México, José Mariano Leyva.
Construida entre 1580 y 1590 por algún prohombre olvidado, su estructura es sencilla: 16 habitáculos alrededor de un patio central, con lavadero. Ese diseño responde a una división prehispánica. El cabeza de familia ocupaba el cuarto mayor. El resto era para sus hijos y las respectivas parentelas. La revolución la traen las ventanas. Esos huecos que permiten mirar y respirar a través de los muros no existían en la cultura precolombina. Esa fue una aportación española. El mestizaje.
Aunque deteriorada, la nobleza de su construcción todavía es apreciable: muros de piedra braza y tezontle, marcos de cantera para puertas y ventanas, acabados de estuco, gárgolas, lajas para rematar las cornisas. Un conjunto que superó los avatares del tiempo, incluyendo la terrible inundación del 12 de septiembre de 1629, cuando un diluvio de 40 horas anegó la ciudad durante cinco años.
Pero lo que no pudieron ni terremotos ni tormentas, lo lograron, con la minuciosidad que dan los siglos, sus propios ocupantes. Los habitáculos fueron usados como comercios, en su interior crecieron los tugurios y, al igual que todo el barrio, sufrió un inexorable eclipse. Hubo crímenes y la degradación llegó a tal punto que a sólo 20 metros, en el Segundo Callejón del Manzanares, bajo toldos azules y una acera estrecha, se instaló un inmenso carrusel de prostitutas. Muchas eran menores. El lugar se tornó peligroso.
En 2010, la administración pública rescató el edificio. El solar era un sumidero de basuras y añadidos de cemento y ladrillo. «Hasta dicen que encontraron carne que parecía humana», señala Leyva. Fue entonces cuando, en manos de los expertos, se determinó su antigüedad. Ahora, tras una fase de apuntalamiento y limpieza, se pretende encarar su restauración para convertirla, si los fondos alcanzan, en un museo de sitio y una escuela de música. «En los callejones de los alrededores viven unos 800 niños, la mayoría sin padres o cuidados por sus hermanos; el proyecto es destinar el edificio a actividades culturales para ellos, es la forma de recuperar el centro histórico», explica el director del Fideicomiso.
La casa, de momento, sólo alberga al guardia. Ocupa uno de los habitáculos. Un colchón, una manta a cuadros rojos y una infinitud de fotos de Juan Pablo II marcan su territorio. Asegura que no ha puesto las imágenes por miedo y que aquí, a diferencia de otras casas antiguas que ha vigilado, no se mueven las lámparas ni se abren repentinamente las puertas. «Hasta ahora no he visto ningún fantasma», sentencia Melchor. Cuando abre la inmensa puerta de la calle, se acercan a preguntarle algunos vecinos. El movimiento del interior despierta su curiosidad. El vigilante les explica que pronto todo quedará rehabilitado. Al oírlo, hay quien revive un mal pasado.
Enfrente, la dueña de una tienda de artesanía cuenta que tiempo atrás la casa era el escondrijo de los chineros que asaltaban a los viandantes. «Les agarraban del cuello para asfixiarles mientras les quitaban lo que llevaban encima; luego se metían corriendo ahí. Nadie se atrevía a entrar. Eso estaba lleno de malosos». Marlene también mira con desconfianza. Tiene 28 años y le han contado historias. La que más le impresiona es la de los muertos. Los incontables cuerpos que, según la leyenda familiar, yacen enterrados bajo los habitáculos, víctimas de confusos crímenes del pasado. Marlene, que vive junto a la casa, como lo hizo su madre, su abuela y su bisabuela, jura que jamás entraría ahí. Teme a los fantasmas. Nadie los ha visto, pero, como dice ella, todos saben que andan ahí. Esperando su momento.
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