martes, noviembre 15, 2016

Libros / España: «Mi patria era una semilla de manzana» Herta Müller

.
Herta Müller. (Foto: Robert Caplin)

C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de noviembre de 2016. (RanchoNEWS).-El último libro de la escritora rumana de habla alemana, Mi patria era una semilla de manzana (Siruela), es una larga conversación. Sobre su infancia y su juventud en la Rumanía de Ceausescu, y sobre la persecución y los crímenes políticos. Un libro contra las fronteras en el que Herta Müller regresa, en compañía de la filósofa y traductora Angelika Krammer, al territorio del que huyó en 1987. Alberto Gordo escribe para El Cultural.

De pequeña Herta Müller (Nitchidorf, Rumania, 1953) comía plantas. «Siempre buscaba una proporción correcta para todas las cosas. Si como tréboles hasta llegar a mi propio peso en tréboles, le gustaré al trébol, pensaba. Aunque luego no sabía si sería bueno o malo gustarle al trébol». Buscaba la niña Herta, en cuyo recuerdo están desde entonces «los inmensos campos de maíz socialistas», mimetizarse con la naturaleza, aunque la temía. «Para mí la naturaleza era una enemiga (...). Más adelante supe que los fenómenos naturales también se aprovechan para torturar a las personas, en las cárceles, en los campos de prisioneros». Es elocuente el título del nuevo libro de Müller que se publica en España: Mi patria era una semilla de manzana (Siruela). Se trata de una larga conversación con Angelika Klammer en la que la autora de Hambre y seda reconstruye su durísima infancia bajo la dictadura del conducator Ceausescu.

Sus primeros años en el campo, al cuidado de las vacas familiares (y de los terneros, que tenían que entregar al Estado cuando engordaban); el silencio en el hogar («todos cargábamos con secretos», escribe Müller); los continuos maltratos físicos a que la sometían en casa y en la escuela; la completa tristeza, en fin, en que transcurrió su niñez: «estaba triste muy a menudo porque pasaba demasiado tiempo sola, porque también tenía que trabajar mucho en la casa, por ejemplo, limpiando las ventanas». La vida en la Rumanía socialista, y más en ese pueblecito aislado en que creció, que era, escribe, «como un trasto viejo arrojado en medio del paisaje», exigía un esfuerzo físico constante: «Del mismo modo en que yo ahora me guardo del trabajo físico, aquella gente sentía la necesidad interna de someter el cuerpo a esfuerzo. Eran unos posesos del trabajo, el cuerpo tenía que extenuarse como fuera. En el caso de mi madre, esa forma de matarse a trabajar para tener a qué agarrarse, para no sentir su propia persona, también tiene mucho que ver con los cinco años que pasó en el campo de trabajos forzados».

El miedo dominó los primeros años de Herta Müller. Ella lo compara con un «cristal negro». Recuerda a sus padres, trabajando o en silencio, en torno a la mesa. Su padre se había alistado con diecisiete años en las SS de Hitler y se había ido a la guerra. «Sobrevivió, volvió al pueblo y luego no se alejó de los alrededores nunca más». Los alemanes de Rumanía padecieron la tergiversación histórica patrocinada por el Estado: las autoridades comunistas se hicieron con el poder en un país que había sido aliado del Tercer Reich, pero elaboraron un relato oficial a su medida: mientras los rumanos se habían comportado como héroes, la minoría de habla alemana -a la que pertenecía la familia de Müller- estaba plagada de criminales. Treinta años después de la guerra, el padre de Müller, que murió alcoholizado a los cincuenta años, aún cantaba canciones nazis cuando se emborrachaba.

Su madre sólo salió del pueblo cuando la deportaron a la Unión Soviética, apenas finalizada la contienda. «Las mujeres que, como ella, sobrevivieron a la deportación, se diferenciaban claramente de las no deportadas por el peinado y la ropa. Las que habían permanecido siempre en casa (...) llevaban trenzas y faldas plisadas hasta el tobillo. Las deportadas, pelo corto y vestidos cortos (…) Y otra cosa tenían en común las deportadas: en la boca no les quedaron más que restos de dientes podridos. Tuvieron que llevar dentadura postiza el resto de su vida, y se les movía porque la desnutrición también provocó que se les retrajeran las encías». Su madre la golpeaba, «a veces con la mano, otras con el paño de la cocina, con un cucharón o con la escoba». En aquella época, cuenta Müller, sentir una caricia le habría dado miedo: «Creo que la ternura inesperada te puede asustar igual que la violencia inesperada, por no decir que más todavía. El niño al que le dan palizas regularmente pierde todo miedo a que le peguen».

Müller se mudó a la ciudad. Su disidencia se intensificó, y así la persecución por parte de las autoridades. En 1982 se publicó en Bucarest una versión censurada (prácticamente irreconocible) de En tierras bajas, su primer libro; dos años después se publicó en Alemania, aunque la versión definitiva no llegaría hasta 2010. «Habían eliminado textos y pasajes enteros y habían cambiado expresiones; por ejemplo: ‘Rusia' pasó a ser ‘un país extranjero lejano'».

«Burdo, rancio socialismo»

También censuraron su estilo para eliminar cualquier rasgo «decadente» o «pornográfico». Entonces Müller trabajaba en una fábrica. Se dedicaba a traducir del rumano al alemán descripciones técnicas de maquinaria hidráulica. «Empecé a escribir porque murió mi padre, porque el acoso de los servicios secretos cada vez era más insoportable», dice. Empezó a escribir porque estaba sola: «La soledad no es un efecto secundario, sino el objetivo de los servicios secretos. Cuando eres víctima de acoso, el miedo y la soledad van de la mano. La gente te evita, los compañeros te hacen el vacío, no quieren que les vean contigo por miedo a encontrarse ellos también en el punto de mira. Los de arriba te acosan y los de abajo te discriminan».

Müller recuerda que, detrás de la puerta de cada despacho, «había un cero a la izquierda vestido de domingo». Funcionarios con maneras «untuosas y patosas». «Los despreciaba en lo más profundo de mi ser», confía a su interlocutora. «El socialismo, como su última fase post-estalinista, nunca dejó de ser nacionalista, conservador hasta lo rancio, burdo y reprimido. Y hostil hacia las personas, pero no solo por motivos ideológicos, sino por la burricie de sus funcionarios. La mezcla de incompetencia y poder es terrible».

La situación se volvió insostenible para Müller cuando se negó a espiar a sus amigos. «Te vamos a tirar al río», le dijo el agente de los servicios secretos que había intentado captarla. Después de aquella visita, «la fábrica se convirtió en un infierno». Un infierno que terminó en 1987, cuando huyó y se instaló en Berlín para, veintidós años después, ganar el Premio Nobel de Literatura.


REGRESAR A LA REVISTA

Servicio de Suscripción
* requerido
* Email Marketing by VerticalResponse