miércoles, febrero 01, 2017

Literatura / Entrevista a Luis Landero

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El escritor publica La vida negociable (Tusquets), un relato picaresco con brillantes escenas de humor que plantea una reflexión moral sobre las decisiones y las consecuencias del trato a los demás. (Foto: Iván Giménez)

C iudad Juárez, Chihuahua. 31 de enero de 2017. (RanchoNEWS).-«Señores, amigos, cierren sus periódicos y sus revistas ilustradas, apaguen sus móviles, póngase cómodos y escuchen con atención lo que voy a contarles. Cuando yo era adolescente». Así, como si de un moderno cantar de juglaría se tratara, comienza La vida negociable (Tusquets), última novela de Luis Landero (Alburquerque, 1948). Un relato sobre un adolescente llamado Hugo capaz de todo, incluso de chantajear a sus padres, por lograr sus sueños, aunque el destino le convierta, una y otra vez, y a su pesar, en peluquero. Nuria Azancot lo entrevista para El Cultural.

Cuando publicó El balcón en invierno confesó que había abandonado la ficción por cansancio, pero que volvería a la novela, «entre otras razones porque no tengo otro lugar adonde ir». ¿La vida negociable supone que se ha rendido al desamparo y le ha vuelto a ganar la literatura?

Todos los oficios cansan a veces. Hay días que hasta te cansas de vivir. Pero son crisis pasajeras. Luego vuelves vivir con más pasión que nunca. Yo abandoné la ficción para escribir un relato autobiográfico, y ahora he regresado a la novela con el mismo ímpetu de siempre. Llevo escribiendo desde la adolescencia, sin pausa, y seguiré escribiendo hasta el fin de mis días. No sabría vivir sin la escritura.

De todas formas, y a pesar del tono general pesimista de la novela, parece haberse divertido mucho con las desventuras de su antihéroe... ¿con la escritura de qué parte del relato ha disfrutado más, con las tropelías del aprendiz de pícaro, con el ridículo enamorado, con el fetichista, el ladrón, el aventurero, el Quijote estudioso enloquecido con la lectura...?

No creo que mi novela sea pesimista, y menos aún triste. Otra cosa es que tenga pasajes sombríos, o que presente descarnadamente la perversión de una conciencia atormentada. Pero eso se puede contar en tono de humor, o más bien de farsa. Si hay algo que detesto en la literatura es la solemnidad. Por lo demás, claro que me he divertido mucho escribiendo la novela, y claro que también lo he pasado mal cuando las cosas no salían como yo pretendía. Pero el placer de escribirla ha sido impagable.

Que nadie busque en este divertimento rastro biográfico alguno. Jamás, dice el escritor, ha escrito nada que tuviera tan poco, tan nada que ver con él mismo como esta novela. «Desde luego, es lo más ajeno que he escrito a mis vivencias personales. Aunque nunca se sabe, porque en la trastienda de nuestra alma hay monstruos que ni siquiera conocemos». Pero no, insiste, «no me parezco en nada a Hugo, que tiene mucho de canalla, y a veces es un perfecto canalla. Por qué un adolescente puede iniciarse tan pronto en el mal, convertirse en ladrón e incluso en asesino, pervertir los valores, es un misterio aún por resolver. Naturalmente influye mucho el ambiente en el que se crece, pero hay algo más que se escapa, que no se alcanza a explicar».

¿Qué va a descubrir del Landero narrador su lector en este libro, qué es lo que más puede sorprender a alguien que ha disfrutado toda su obra?

Pues por decir algo, quizá la rapidez del ritmo narrativo. Desde las primeras líneas me di cuenta de que la historia adquiría enseguida una alta velocidad de crucero, con apenas remansos, y que así tenía que seguir hastal el final. Quizá por eso me lo he pasado especialmente bien escribiendo esta novela, porque me encanta inventar episodios, y pasar de uno a otro casi sin transición, como en las novelas picarescas o de aventuras.

Confiesa Landero que La vida negociable le planteó importantes retos. El primero, explica, «encontrar la voz del narrador, el tono y el ritmo en que va a contar la historia. En las novelas escritas en primera persona, las primeras líneas son decisivas. Piensa en El extranjero, de Camus, por ejemplo. En las cuatro o cinco primeras frases está contenido el germen y el espíritu de la novela. Y luego, los problemas y los afanes de siempre, escribir bonito y eficaz, es decir, que cada página resplandezca sin llamar apenas la atención pero que en todo momento esté al servicio del relato».

¿Cómo imagina a Hugo si fuese un muchacho del 2017? ¿No le parece que los chicos de hoy, a pesar o quizá por culpa de las redes, están más expuestos que nunca y son más vulnerables?

Pues no lo sé. No creo que haya mucha diferencia entre un jovencito de 2017 y otro de 1990. La pérdida de la inocencia y el descubrimiento, a veces tentador, del mal, es una experiencia ineludible desde el principio de los tiempos. Más que las redes, lo que de verdad influye en la construcción de los valores morales de un joven es el ambiente del barrio, del colegio, de la familia, y en general de la sociedad. A menudo, lo que la escuela enseña, la televisión lo rebate, lo niega, lo destruye. La televisión es un puro veneno.

Volviendo a la novela, el protagonista no renuncia a soñar un nuevo futuro pero su destino, las tijeras de peluquero, parecen imponerse: ¿al final de eso trata todo, de jugar y de soñar, y soñarse, pese a toda evidencia y toda certeza?

Sí, el protagonista intenta forjarse un buen futuro, y purificarse de sus culpas, pero el destino, siempre tan irónico, lo devuelve en cada intento de fuga al punto de partida. Quizá de ahí surja el pesimismo del que hablabas antes. El hombre aspira a transcender su propia condición, se atreve incluso a soñar con la inmortalidad, forja utopías, urde quimeras, y ya sabemos cómo acaba esa historia. El viaje a Ítaca o a El Dorado acaba casi siempre en el bar de la esquina.

Hugo llega a comprender lo que su padre le explicaba sobre la vida, que todo es negociable, que hay que pactar con uno mismo y con el mundo y aceptar el fracaso y aceptarse para ser feliz... Pero ¿no es muy alto el precio a pagar?

Depende de lo que se negocie. Todos negociamos con nuestra conciencia. Votamos a partidos corruptos, nos duele la situación de los refugiados e inmigrantes pero aprendemos a convivir con ese dolor, a hacerlo llevadero, negociamos también en el amor cuando aceptamos que la pasión vaya muriendo y sea reemplazada por la costumbre de vivir juntos, negociamos con nosotros mismos cuando el joven que fuimos, tan romántico y tan rebelde y soñador, se ha convertido en un señor más o menos gris y acomodaticio... Pero es que, si no negociáramos todo esto, estaríamos condenados a la infelicidad. Otra cosa es, claro está, cuando se negocia en los bajos fondos del alma, sin límites ni escrúpulos.

La vida negociable no ofrece una visión precisamente feliz. Leemos: «la vida casi siempre es una mojiganga, un esperpento, una enorme idiotez». ¿Peca de realismo o de pesimismo?

Bueno, esa es la opinión de un personaje en un momento dado, nada más. ¿Quién no ha pensado eso alguna vez? Pero no, la vida es maravillosa y a la vez es trágica. Está llena de belleza pero también de horror. Su sabor es agridulce, y ningún sentimiento la define mejor que la melancolía.

Hace dos años, cuando conversamos sobre El balcón en invierno, reconoció que comenzaba a comprender aquello del «me duele España» de Unamuno, que siempre le había parecido de un tremendismo trasnochado. ¿El país le sigue inspirando por igual «furia, dolor y aburrimiento»?

Está la España de la aristocracia, la clerigaya y los espadones, que tanto nos han hecho sufrir, y la España de Cervantes, de los sufridos artesanos y labradores, de Jovellanos, de Machado, de Azaña... Está nuestra gente, la de ahora y la de ayer, están nuestros paisajes, nuestros antepasados, nuestra tortilla de patatas, nuestra lengua castellana... Por mi parte, y a pesar de nuestra historia descarriada, en cuanto a España, conmigo va, mi corazón la lleva.


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