lunes, junio 18, 2018

Literatura / Entrevista a Diego Meret

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Además de El Podrido, este año Meret publicará dos libros más: Los montes (Mansalva) y El niño bobo (Peces de Ciudad). (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 19 de febrero de 2018. (RanchoNEWS).-El lirismo de la prosa de Diego Meret es de una belleza inaudita. Como si el narrador no pudiera evitar rendirse a los pies del poeta que quisiera ser. «Un amanecer rojo. Como de otro planeta o de otro tiempo. Siete, ocho vacas como manchas negras o marrones, separadas por un trazo azulado de bordes plateados. A esa hora incluso los árboles parecían dormidos. Hasta que lo perdió de vista, se entretuvo mirando a un hombre flaco que iba en bicicleta por el campo. Veía al hombre, pero no distinguía el caminito: daba la impresión de que se dirigía a un fuego, a una nubecilla verdosa que se adivinaba bien a lo lejos.» En el principio de El Podrido, la última novela de Meret –que inaugura la colección de narrativa argentina de Indómita Luz, una editorial que forma parte de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular–, Abel, «un poeta familiar» que escapa de la vida que tenía en Buenos Aires, regresa a Ituzaingó, a la ciudad correntina donde viven su hermano Josué y su padre ciego, «observado por las arañas que habían ido habitando los rincones», los dos soldadores y torneros que tiene un taller metalúrgico.

En El Podrido, Meret despliega una novela en la que hay muchos crotos, un circo delirante, una inundación que no deja casi nada en pie, excepto la propiedad de los Ojeda, la familia que encarna el mal en esa ciudad correntina; una embarcación que parece una banda de piratas y un poeta peruano llamado Borges. «En la novela anterior, los personajes también viajan a Ituzaingó. Conozco esa zona bastante, pasé parte de mi infancia ahí, mi viejo vivió y murió ahí. Es un lugar que conozco y que me sigue atrapando –reconoce el escritor en la entrevista con Página/12–. La cuestión de los crotos, que también aparece en La ira del Curupí, es parte de un recuerdo de cuando era chiquito. Con unos amigos nos juntábamos cerca de un polideportivo, donde había una especie de barcito para tomar alcohol. Pasábamos mucho tiempo ahí, y veíamos a los hombres que volvían a la tarde caminando y se la pasaban escabiando; era gente muy apagada, son esas personas que me quedaron como un recuerdo fuerte. Esa región tiene un componente afectivo y me resulta más sencillo marcar los límites de un relato en un espacio chico en el que puedo ver todo lo que pasa, más que en una ciudad».

Silvina Friera lo entrevista para Página/12



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