sábado, julio 14, 2018

Cine / «Ingmar Bergman: el fulgor existencial de una linterna mágica» por Jorge Carrión Castro

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Reconocido unánimemente como maestro absoluto del cine. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de julio de 2018. (RanchoNEWS).- A cien años de su nacimiento, el legado del cineasta sueco Ingmar Bergman —fallecido hace ya más de una década, el 30 de julio de 2007— constituye sin duda uno de los más valiosos e influyentes en la historia del séptimo arte. Reconocido como gran maestro por buena parte de los más prestigiosos directores —desde Andrei Tarkovsky hasta Lars von Trier, pasando por Jean-Luc Godard, Krzystof Kieslowski, Francis Ford Coppola, Martin Scorsese o Woody Allen, entre muchos otros—, el autor de títulos tan emblemáticos como El séptimo sello, Persona o Gritos y susurros abordó en su vastísima filmografía algunos de los temas más esenciales de la condición humana, como el miedo a la muerte, el sentido de la existencia, el origen del mal o las tensiones entre la fe y la razón, cuestiones detonadoras de un desasosiego cuya superación se atisba acaso en la posibilidad del amor, un camino a menudo importunado por las arenas movedizas de la incomunicación y el siempre acechante fantasma de la soledad. Marcado por un estilo personalísimo e inconfundible pese a su evolución y sus constantes búsquedas creativas, el universo bergmaniano es y seguirá siendo fuente de inagotables reflexiones tanto para aquellos espectadores que ya lo han recorrido como para las nuevas generaciones que aún tienen por delante el estimulante reto de explorarlo.

Ernst Igmar Bergman nació el 14 de julio de 1918 en Uppsala, Suecia. Hijo de Erik Bergman, un estricto pastor luterano, y de Karin Åkerblom, enfermera, recibió al igual que su hermano mayor, Dag, y su hermana menor, Margareta, una educación severa basada en conceptos como el pecado, la culpa y el castigo, siendo con frecuencia objeto de duras reprimendas que, según contaría años más tarde en sus memorias, incluían desde azotes y bofetadas hasta encierros en un oscuro y asfixiante armario donde lo atormentaban con la amenaza de que una pequeña creatura se aparecería para comerle los dedos de los pies, experiencias evocadas posteriormente en filmes como La hora del lobo (Vargtimmen, 1968) o Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982). Como vía de escape a dicho ambiente restrictivo, el pequeño Ingmar desarrolló una temprana afición por la lectura, el cine y el teatro. Entre sus juguetes más queridos estaba un teatrillo de papel en el que representaba historias con títeres y marionetas, y cuando una tía le regaló a su hermano Dag una linterna mágica, no dudó en ofrecerle su colección de soldados de plomo a cambio de ese artefacto que él tanto anhelaba. Acordado el trueque, Ingmar pudo proyectar en los muros de su habitación el ansiado milagro de las imágenes en movimiento, ese medio de expresión que a la postre se convertiría en el arte que lo haría pasar a la historia.

El texto de Jorge Carrión Castro es publicado por Nexos



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