jueves, abril 04, 2019

Obituario / Rafael Sánchez Ferlosio

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Sánchez Ferlosio retratado por Ricardo. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1° de abril de 2019. (RanchoNEWS).- La muerte siempre es intempestiva, insidiosa, lacerante. Nacido en Roma en 1927, Rafael Sánchez Ferlosio había alcanzado una edad provecta, pero el aliento de su prosa, con el fulgor y la profundidad de los clásicos, nos había hecho creer que viviría eternamente. Esa impresión se ha desvanecido esta mañana, cuando los medios de comunicación han anunciado que se había marchado de este mundo. Es difícil escoger uno de sus textos para explicar su vocación impenitente de escritor. Quizás ninguno le retrate mejor que el breve apunte autobiográfico titulado La forja de un plumífero. En ese elocuente panfleto relata sus penalidades como estudiante de bachillerato. Su feroz antipatía al espíritu académico y su proverbial inadaptación al mundo real le condenaron a cosechar una abundancia de suspensos que -sin la intervención de su padre, el escritor falangista y efímero ministro franquista Rafael Sánchez Mazas- le habría arrojado a la orilla del fracaso escolar. Quizás no haya mejor lugar para un incipiente plumífero. Su desdén por la enseñanza reglada debería hacer reflexionar a los profesores -y políticos- que reducen la literatura a un triste rosario de nombres y fechas. La manía de escribir procedía sin duda de su padre. Su proverbial molicie, también. Dicen que Franco le invitó a marcharse del Consejo de Ministros, retirando la silla que le correspondía. «No hace falta que vuelva más», le comentó con una sonrisa, harto de su informalidad. Mi memoria sostenía que el indisciplinado, apasionado, disparatado Sánchez Ferlosio, no había finalizado sus estudios universitarios. Ahora leo que había obtenido un doctorado. No sé si es cierto, pero sí sé que es decepcionante. Al menos para mí, que también fui un mal alumno.

Leí Industrias y andanzas de Alfanhuí en la Rosaleda del Parque del Oeste. Cursaba COU en un colegio de padres reparadores y no soportaba las clases. Sólo me interesaba la asignatura de filosofía, impartida por José María González Estefani, un sabio algo tronado que mantenía una cordial amistad con el mítico padre Llanos. Subversivo y clarividente, González Estefani me prestó un ejemplar de Alfanhuí que nunca le devolví. Sentado bajos los parterres de la Rosaleda y con la ebriedad que producen los placeres prohibidos, me zambullí en una prosa que le daba la vuelta a las cosas, mostrando que la verdad sólo es un malentendido. Para comprender algo, siempre hay que buscar la perspectiva desechada, marginal y maldita. «Pródigo en diminutivos», por utilizar una feliz expresión de Juan Benet, Alfanhuí enseña que lo verdaderamente grande suele anidar en lo pequeño, insignificante y grotesco. Lo trascendente no es algo solemne e inefable, sino una metáfora que combina aspectos de la realidad aparentemente incompatibles, como un castaño afligido por un hastío incurable o un estanque con chisteras de plata. Alfanhuí es un prodigio de la imaginación. Puro despilfarro que injerta las piruetas del modernismo en el delirio surrealista. Poesía autobiográfica que elude cualquier dato biográfico. Alucinación templada por la razón que divaga por las áridas tierras de Guadalajara. Fantasía en «color sepia» (Benet de nuevo) que se complace en las estampas orientales (jardines, brisas, lunas, pájaros exóticos), formulando paradojas arrebatadoras, como esa flauta que extrae su melodía del silencio. El paso por el Madrid castizo sólo acentúa la exaltación de lo ilógico y lo aberrante.

Rafael Narbona escribe para El Cultural



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