martes, junio 25, 2019

Textos / «La odisea del Nautilus: Veinte mil lenguas de viaje submarino con Julio Verne» por Rafael Narbona

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James Mason interpretó a Nemo en la adaptación de Richard Fleischer en 1954. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 25 de junio de 2019. (RanchoNEWS).- Hay clásicos que son inseparables de nuestra niñez, como Veinte mil leguas de viaje submarino, que ha dejado una profunda huella en las generaciones anteriores a la explosión de las nuevas tecnologías. Miro hacia atrás y no puedo concebir mi infancia sin la odisea del Nautilus, circundando el globo terráqueo bajo las aguas. Mientras hacía los deberes, abrumado por ecuaciones capciosas y tediosas declinaciones en latín, solía realizar pequeñas incursiones en las páginas de la fantasía submarina de Jules Verne, fascinado por los prodigios escondidos en el fondo del mar. El capitán Nemo me parecía la perfecta encarnación del héroe romántico: trágico, valiente, imprevisible, misterioso. La adaptación cinematográfica que realizó Richard Fleischer en 1954 puso rostro a los personajes de la inolvidable aventura. Después de disfrutar de su generoso metraje en un pequeño televisor en blanco y negro, no podía pensar en el capitán Nemo sin asignarle los rasgos de James Mason, el magnífico actor británico que –felizmente- dejó la arquitectura para dedicarse a la interpretación. Tampoco podía imaginar al arponero Ned Land sin la expresión burlona de Kirk Douglas. O a Conseil, secretario y hombre de confianza del profesor Pierre Aronnax, sin los ojos saltones de Peter Lorre, uno de los secundarios más inquietantes de la historia del cine. En cambio, la cara de Paul Lukas no se quedó grabada en mi memoria, quizás porque el naturalista nunca me impresionó demasiado. Juicioso, inteligente, templado y pacífico, Aronnax representa el punto de vista de Jules Verne, un escritor con una biografía sin grandes acontecimientos, pero con una pluma fecunda y precisa. Con doce años, casi nadie sueña con ser un sabio o un escritor laureado. La perspectiva de usurpar el mando del Nautilus resultaba mucho más atractiva. ¿Qué mérito tenía clasificar las especies submarinas o escribir un libro, cuando existía la posibilidad –al menos sobre el papel- de conquistar el Polo Sur, clavando una bandera negra de resonancias corsarias en el pico de un montículo helado?

Durante mucho tiempo, Jules Verne sufrió el purgatorio reservado a los clásicos infantiles y juveniles, pero a estas alturas pocos dudan de su enorme talento como creador. La Biblioteca de la Pléiade ya ha incluido en su catálogo sus obras, reconociendo su condición de clásicos indiscutibles. Sin embargo, hace pocos años Michel Foucault afirmaba que el orbe narrativo de Verne carecía de la profundidad y el dinamismo de la buena literatura. En Stendhal o Balzac, los personajes experimentan grandes transformaciones: maduran, envejecen, crecen moralmente o se degradan, triunfan o declinan. El mundo tampoco permanece inalterable tras su peripecia. Puede decirse lo mismo del lector. Nada es igual cuando desembocamos en la última página. En cambio, los personajes de Verne y su entorno no sufren cambios. El punto final apenas difiere del punto de partida. La clave de bóveda es la intriga y no el tránsito hacia un estadio cualitativamente distinto. En La infancia recuperada (1976), Fernando Savater impugna esta interpretación: «¿Hace falta decir que Julio Verne es el paradigma mismo de la fantasía dura, que su obra admirable no sólo pretende lograr el efímero triunfo de la perplejidad, sino también las magias perdurables y hondas de la profecía, el ritual iniciático y la liberación utópica?». La obra de Verne no es mero entretenimiento, sino una apoteosis de las emociones humanas en los escenarios más insólitos, como la Luna o la mítica Atlántida. Sus personajes encaran el futuro, abriéndose a todas las posibilidades y sin renunciar a la perspectiva de superar definitivamente el odio, la violencia y el miedo. Verne es un maestro en el arte de narrar, que sabe cegar las grietas por las que se filtran el hastío y el escepticismo. Sus libros cautivan a todo el «que no haya perdido la capacidad de gozar leyendo», como apunta Savater. No hace falta hacerse niño, bajar un tramo en la escala de la exigencia intelectual, sino mantener viva la pasión de la lectura como una experiencia que nos revela territorios ignotos, regiones del mundo físico y del alma que hasta entonces permanecían desconocidas.

El texto de Rafael Narbona lo publica El Cultural



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