martes, junio 30, 2020

Textos / «Rogelio Cuéllar o la revelación del silencio» por José Angel Leyva

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Portada de La Jornada Semanal. (Foto: La Jornada)

C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de junio de 2020. (RanchoNEWS).- La luz de la calle ilumina el interior de mi casa, frente al Parque México, en la Condesa, tan castigada por los sismos de 1985 y de 2017. Observo el desorden de la sala, cientos de objetos artísticos, cuadros, marcos, lámparas, carpetas, libreros y muebles destinados a contener miles de negativos fotográficos, papeles. Enciendo un cigarrillo y me sirvo una copa de vino para someter el impulso de continuar trabajando. Es de noche. He pasado horas en el cuarto oscuro, revelando negativos, imprimiendo en papeles de distinto formato. Por los grandes ventanales veo danzar la sombra de los árboles. Estoy a punto de cumplir setenta años de edad y cincuenta y tres de fotógrafo. Me pregunto ¿quién soy, qué soy? Con certeza un enamorado de su oficio que aún vive la impaciencia de revelar e imprimir las fotos que captura. En este caos aparente hay un orden, una sintaxis no sólo de trabajo, también de existencia; mi hogar es mi estudio, mi centro de operaciones. Tengo una colección de fotoesculturas de madera, las adoro; elijo una en particular: una figura de cedro en la que está sobrepuesta la imagen de un hombre muy bien vestido, elegante, pero carece de rostro, lo cubre una nube de pintura blanca. Cuando la compré supe que era el retrato que buscaba, un personaje marcado por la ausencia.

Soy Rogelio Cuéllar, hijo de Esperanza Ramírez viuda de Cuéllar. Fui doblemente huérfano en la infancia. Nunca supe de mi padre biológico, a quien dejé de ver como a los tres años. Mi madre decretó la muerte de su segundo marido, Ignacio Cuéllar, quien me reconoció como hijo y me dio su apellido, pero doña Esperanza, que era una tapatía de armas tomar, lo puso de patitas en la calle. Desde entonces fue viuda y yo huérfano por segunda ocasión. Ella no era una persona que se quedara en el lamento y de inmediato comenzó a buscarse la vida. Una amiga le enseñó a hacer tamales oaxaqueños y puso de inmediato un puesto. Luego tendría fondas y restaurante. Vivíamos en la colonia Portales. Yo era muy pequeño, siete u ocho años. Me llevó a la parada del tranvía, el que iba de Emiliano Zapata hasta la Basílica de Guadalupe, y me dio instrucciones para llegar a la calle de Guatemala, atrás de Catedral, donde debía comprar hojas de tamal. El Centro se convirtió en un universo de misterios y comencé a recorrerlo con avidez. Fue el inicio de una constante fuga de la escuela hacia distintos lugares de la ciudad. Cuando llegaba a casa con la boleta de calificaciones, mi madre, que era analfabeta, me decía: «Ay, hijito, mejor fírmalas tú.» Me encantaba subirme a los autobuses, trolebuses y tranvías. Llegaba hasta su última parada, exploraba los lugares y volvía por el mismo medio. Me gustaba ver despegar y aterrizar los aviones en el aeropuerto o ver la entrada y salida del ferrocarril en la estación de Buenavista. Xochimilco, los Viveros de Coyoacán, Chapultepec, el lago, el castillo, eran también mis lugares favoritos. Ir-venir, una especie de melodía que sonaba en mi pensamiento. Era un solitario con muchas amistades. Por todos lados sembraba afectos, pero amaba la libertad de estar solo.

El texto de José Angel Leyva es publicado por La Jornada Semanal

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