viernes, octubre 09, 2020

Poesía / Tres poemas de Louise Glück

 


Puesta de sol


En el mismo instante en que se pone el sol,

un granjero quema hojas secas.

No es nada, este fuego.

Es cosa pequeña, controlada,

como una familia gobernada por un dictador.


Aun así, cuando arde, el granjero desaparece;

es invisible desde el camino.


Comparados con el sol, aquí todos los fuegos

son breves, cosa de aficionados;

se acaban cuando se consumen las hojas.

Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.


Pero la muerte es real.


Como si el sol hubiera terminado lo que vino a hacer,

hubiera hecho crecer el campo y entonces

hubiera inspirado la quema de la tierra.


Así que ahora puede ponerse.


(del libro ‘Una vida de pueblo’)


El iris salvaje


Al final del sufrimiento

me esperaba una puerta.


Escúchame bien: lo que llamas muerte

lo recuerdo.


Allá arriba, ruidos, ramas de un pino vacilante.

Y luego nada. El débil sol

temblando sobre la seca superficie.


Terrible sobrevivir

como conciencia,

sepultada en tierra oscura.


Luego todo se acaba: aquello que temías,

ser un alma y no poder hablar,

termina abruptamente. La tierra rígida

se inclina un poco, y lo que tomé por aves

se hunde como flechas en bajos arbustos.


Tú que no recuerdas

el paso de otro mundo, te digo

podría volver a hablar: lo que vuelve

del olvido vuelve

para encontrar una voz:


del centro de mi vida brotó

un fresco manantial, sombras azules

y profundas en celeste aguamarina.


(Del libro ‘El iris salvaje’)


Amante de las flores


En nuestra familia, todos aman las flores.

Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas:

sin flores, sólo herméticas fincas de hierba

con placas de granito en el centro:

las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras

llena de mugre algunas veces…

Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo.


Pero en mi hermana, la cosa es distinta:

una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi madre

a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los escalones de ladrillo.

Cada primavera, espera las flores.

Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende

que es mi madre quien paga; después de todo,

es su jardín y cada flor

es para mi padre. Ambas ven

la casa como su auténtica tumba.


No todo prospera en Long Island.

El verano es, a veces, muy caluroso,

y a veces, un aguacero echa por tierra las flores.

Así murieron las amapolas, en un día tan sólo,

eran tan frágiles…


(del libro ‘Ararat’)