lunes, abril 11, 2005

El legado de Bellow


Saul Bellow Posted by Hello

Por J. M. Coetzee

1.
Entre los novelistas norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, Saul Bellow sobresale como uno de los gigantes, quizás el gigante. Su mediodía se extiende de principios de los cincuenta (Las aventuras de Augie March) a mediados de los setenta (El legado de Humboldt), aunque a finales del 2000 seguía publicando notables obras de ficción (Ravelstein). Library of America ha editado ahora tres obras tempranas de Bellow en un solo volumen de mil páginas: Dangling Man (1944), La víctima (1947) y Las aventuras de Augie March (1953). Con esto Bellow se convierte en el primer escritor de ficción que recibe, en vida, esta distinción.

Dangling Man es una novela corta escrita en forma de diario personal. El dueño del diario es un joven de Chicago, Joseph, historiador graduado, sin empleo, al que mantiene su esposa. El año es 1942, Estados Unidos está en guerra y Joseph está en suspenso mientras espera una respuesta de su junta de reclutamiento. Usa su diario para explorar la manera en que se convirtió en lo que ahora es y, en especial, para entender por qué, hace aproximadamente un año, abandonó los ensayos filosóficos que estaba escribiendo y comenzó a estar en suspenso en otro sentido también.

Tan grande parece ser el abismo entre el que es ahora y ese sujeto impetuoso e inocente que era en el pasado, que piensa que él es el doble del Joseph de antes, vistiendo sus harapos. A pesar de que el Joseph de antes estaba habilitado para funcionar en sociedad, para lograr un equilibrio razonable entre su trabajo en una agencia de viajes y sus obligaciones académicas, lo inquietaba un sentimiento de alienación con el mundo. Desde su ventana podía ver el panorama urbano —chimeneas, bodegas, anuncios espectaculares, autos estacionados. ¿Esta clase de ambiente no deforma el alma? “¿Dónde encontrar una partícula de lo que, en otra parte, o en el pasado, habló en favor del hombre? [...] ¿Qué habría dicho Goethe de lo que se ve a través de esta ventana?”.
Parece cómico que en el Chicago de los cuarenta alguien se ocupe en esas grandiosas disertaciones, dice Joseph, el dueño del diario, pero en cada uno de nosotros existe un elemento de lo cómico o lo fantástico. Sin embargo, reconoce que burlándose de los racionamientos filosóficos del Joseph de antes está negando lo mejor de sí mismo.

Aunque en abstracto el Joseph de antes está dispuesto a aceptar que el hombre es agresivo por naturaleza, no puede detectar en su propio corazón nada que no sea docilidad. Una de sus remotas ambiciones es fundar una colonia utópica donde el rencor y la crueldad sean abolidos. Por lo tanto le consterna encontrarse sobrecogido por un arranque de imprevisible violencia. Pierde la paciencia con su sobrina adolescente y le da una tunda, escandalizando a los padres de la chica. Maltrata a su casero. Le grita a un empleado de banco. Parece que fuera “una especie de granada humana a la que le hubieran extraído el pasador”. ¿Qué le está pasando?
Un amigo artista le dice que la monstruosa ciudad que hay a su alrededor no es el mundo real. El mundo real es el mundo del arte y la reflexión. Joseph respeta este punto de vista: tras compartir con otros los productos de su imaginación, el artista permite que un conjunto de individuos solitarios se convierta en una especie de comunidad.

Desgraciadamente él, Joseph, no es un artista. Su único talento es el de ser un hombre bueno. Pero ¿para qué ser un hombre bueno para uno mismo? “La bondad se lleva a cabo no en el vacío, sino en compañía de otros hombres, de la mano del amor”. Mientras que “yo, en este cuarto, aislado, alienado, desconfiado, encuentro en mi propósito no un mundo abierto, sino uno cerrado, una jaula sin esperanza”.
En un pasaje notable, Joseph, el dueño del diario, asocia su acceso de violencia con la intolerable contradicción de la vida moderna. Lavándonos el cerebro con la creencia de que cada uno de nosotros es individual y de valor inestimable, con un destino particular, de que no hay límite para lo que podemos alcanzar, emprendemos en busca de nuestra propia grandeza individual. Y al no poder encontrarla, comenzamos a:

odiar inmoderadamente y a culparnos a nosotros mismos y a otros inmoderadamente. El miedo de rezagarnos nos persigue y nos enfurece... Se forma un clima interior de oscuridad. Y de vez en cuando hay una tormenta de odio que nos anula.

En otras palabras, al poner un trono al Hombre en el centro del universo, la Ilustración, particularmente en su fase romántica, impuso demandas psíquicas imposibles sobre nosotros, demandas que se manifiestan no sólo en forma de insignificantes arranques de violencia como el suyo, o como aberraciones morales como la búsqueda de la grandeza a través del crimen (véase el Raskolnikof de Dostoievski), sino incluso quizá en la guerra que consume al mundo. Es por eso que, en un movimiento paradójico, Joseph, quien escribe el diario, finalmente tira la pluma y se enlista en el ejército. El aislamiento impuesto por la ideología del individualismo, concluye, intensificado por el aislamiento de la introspección, lo ha puesto al borde de la locura. Quizá la guerra podrá enseñarle lo que la filosofía no ha podido. Así que termina su diario al grito de:

¡Hurra por las horas establecidas!
¡Y por la supervisión del espíritu!
¡Larga vida a la reglamentación!

*

Joseph traza una línea entre la mera obsesión en sí mismo, la lucha individual con los propios pensamientos, y el artista, quien a través de una facultad demiúrgica de la imaginación convierte sus pequeños problemas personales en preocupaciones universales. Pero la pretensión de que las luchas privadas de Joseph se reduzcan a meras entradas de un diario que es sólo para sus ojos apenas se sostiene. Entre las entradas del diario hay páginas —interpretaciones de escenas de la ciudad la mayoría, o bocetos de gente que Joseph conoce— cuya elevada dicción e inventiva metafórica las revela como productos de una imaginación poética que no sólo clama por un lector sino que da con él y lo crea. Joseph pretende que pensemos en él como un académico fracasado, pero nosotros sabemos, tal como él mismo sospecha, que es un escritor en ciernes.

Dangling Man es larga en reflexión, corta en acción. Ocupa el incómodo territorio entre la novela corta propiamente dicha y el ensayo personal o confesional. Varios de los personajes suben al escenario e intercambian palabras con el protagonista, pero más allá de Joseph en sus dos manifestaciones incompletas no hay personajes, como tales. Detrás de la figura de Joseph se puede percibir a los solitarios, humillados escribanos de Gogol y Dostoievski rumiando la revancha; al Roquentin de La náusea de Sartre, el académico que tras haberse sometido a una extraña experiencia metafísica se aparta del mundo, y al solitario joven poeta de Los cuadernos de Malta Laurids Brigge de Rilke. En este pequeño primer libro, Bellow no ha desarrollado todavía el vehículo adecuado para la clase de novela que siente venir, una que le ofrezca las satisfacciones novelísticas habituales, incluyendo lo intrincado de lo que se percibe como vida real en un mundo real, para así liberar al autor de desplegar sus lecturas de la literatura y el pensamiento europeos y dejarlo que se dedique a explorar los problemas de la vida contemporánea. Pero para ese peldaño en la evolución de Bellow habrá que esperar a Herzog (1964).

2.
Asa Leventhal, quien puede o no ser La víctima en la novela corta La víctima, es editor de una pequeña revista comercial en Manhattan. En el trabajo tiene que soportar las pullas de un antisemitismo ocasional. Su esposa, a quien ama profundamente, está fuera de la ciudad. Un día, en la calle, Leventhal siente que está siendo observado. Un hombre se le acerca, lo saluda afectuosamente. Con dificultad recuerda su nombre: Allbee. ¿Por qué se le ha hecho tarde?, pregunta Allbee. ¿Acaso no recuerda que tenían que llegar a una reunión? Leventhal no puede recordarlo. ¿Entonces por qué está aquí?, pregunta Allbee. (Una y otra vez Allbee atrapará a Leventhal con esta clase de jiu-jitsu lógico.)

Allbee ahora se embarca en una historia tediosa del pasado en la que él mismo había arreglado para Leventhal una cita con su jefe (el de Allbee), durante la cual Leventhal se había (Allbee dice que a propósito) comportado de modo insultante, como consecuencia de lo cual Allbee había perdido su trabajo. Leventhal recuerda vagamente lo sucedido pero rechaza la insinuación de que esa entrevista fuera parte de un complot contra Allbee. Si él se había puesto furioso en la entrevista, dice, fue porque el jefe de Allbee no tenía ningún interés en él. Sin embargo, indica Allbee, ahora él está sin trabajo y sin casa. Tiene que dormir en posadas de mala muerte. ¿Qué es lo que Leventhal piensa hacer al respecto?

De este modo comienza la persecución de Allbee sobre Leventhal —o al menos eso es lo que siente Leventhal. Leventhal resiste con firmeza el reclamo de Allbee de que como le ha causado un perjuicio ahora está en deuda con él. Esta resistencia es planteada por completo desde dentro: ninguna palabra del autor nos indica qué partido tomar, cuál de los dos es La víctima, cuál el perseguidor. Tampoco recibimos ninguna guía con respecto a la responsabilidad moral. ¿Leventhal resiste prudentemente haber sido embaucado, o se rehúsa a aceptar que cada quien es guardián de su prójimo? ¿Por qué yo?, es su único lamento. ¿Por qué este extraño me reprocha, me odia, busca que yo lo compense?
Leventhal afirma que sus manos están limpias, pero sus amigos no están tan seguros. ¿Por qué se involucró con un personaje tan desagradable como Allbee?, se preguntan. ¿Está seguro de sus motivos? Leventhal evoca su primer encuentro con Allbee, en una fiesta. Una niña judía cantaba una balada, y Allbee le había dicho que en vez de eso cantara un salmo. “Si no naciste con ellas [las baladas norteamericanas] no tiene caso que lo intentes”. ¿Acaso él, inconscientemente, decidió hacer pagar a Allbee por su antisemitismo?

Con el corazón oprimido, Leventhal le ofrece albergue a Allbee. Los hábitos personales de Allbee resultan ser sucios. Además fisgonea entre los papeles privados de Leventhal. (Allbee: ¿Si no confías en mí, por qué dejas tu escritorio sin llave?) Leventhal pierde la paciencia y ataca a Allbee, pero él recupera la fuerza y responde.

Allbee da un sermón que (según él) Levental, a pesar de ser judío, debería estar dispuesto a comprender. Dice que deberíamos arrepentirnos y convertirnos en hombres nuevos. Leventhal duda de la sinceridad de Allbee y lo dice. Dudas de mí porque eres judío, replica Allbee. Pero ¿por qué yo? reclama Leventhal de nuevo. “¿Por qué? —responde Allbee—. Por buenas razones; ¡la mejor del mundo! ... Te estoy dando la oportunidad de ser justo, Leventhal, y de hacer lo correcto”.
Una tarde al llegar a su casa, Leventhal se topa con la puerta cerrada con llave y a Allbee en su cama (la de Leventhal) con una prostituta. La indignación de Leventhal divierte a Allbee. “¿Dónde más si no en la cama? ... Quizá tú tienes otra manera, más refinada, diferente. ¿No decía tu gente que era tal y como cualquier otra persona?”.

*

¿Quién es Allbee? ¿Un loco? ¿Un profeta encubierto? ¿Un sádico que elige sus víctimas al azar? Allbee tiene su propia historia. Es como un indio de las praderas, dice, que con la llegada del tren ve el fin de su antiguo modo de vida. Ha decidido unirse al nuevo modelo de distribución. Leventhal, el judío, miembro de la nueva raza de amos, debe encontrarle trabajo en el ferrocarril del futuro. “Quiero dejar a un lado [mi] pony para ser conductor de ese tren”.

Como su esposa está a punto de regresar, Leventhal ordena a Allbee buscar otro lugar donde vivir. En mitad de la noche despierta para encontrar el departamento lleno de gas. Su primer pensamiento es que Allbee intenta matarlo. Pero resulta que Allbee ha estado tratando, sin éxito, de suicidarse en la cocina.
Allbee desaparece de la vida de Leventhal. Pasan los años. Gradualmente Leventhal se despoja del sentimiento de culpa, del cual “ha salido triunfante”. No hay razón, reflexiona, de que Allbee le envidiara su buen empleo y su matrimonio feliz. Esa clase de envidia descansa en una falsa premisa: que para cada uno de nosotros se ha realizado una promesa. Ninguna clase de promesa se ha realizado, ni con Dios ni con el Estado.

Entonces, una tarde se topa con Allbee en el teatro. Es el acompañante de una actriz venida a menos; huele a alcohol. He encontrado mi lugar en el tren, le informa, pero no como el conductor, simplemente como un pasajero. He llegado a un acuerdo con “el que está a cargo”. “¿Qué idea tienes acerca de quien está a cargo?”, pregunta Leventhal. Pero Allbee ha desaparecido entre la multitud.
El Kirby Allbee de Bellow es una creación inspirada: cómico, patético, repulsivo y amenazador. A veces su antisemitismo parece afable, como una especie de fanfarronería; en ocasiones habla como si hubiera sido poseído por su propia caricatura de lo judío, y fuera ella quien viviera dentro de él y hablara a través de sus labios. Ustedes, los judíos, se han apoderado del mundo, gimotea. No hay nada que nosotros, pobres norteamericanos, podamos hacer sino buscar una humilde esquina por nuestra cuenta. ¿Por qué nos victimizan de esa manera? ¿Qué daño les hemos hecho?
Hay incluso un doblez de la dignidad norteamericana en el antisemitismo de Allbee. “Sabes, uno de mis antepasados era el gobernador Winthrop —dice—. ¿No es absurdo? Es tal como si los hijos de Calibán [ese personaje grotesco de La Tempestad] manejaran las cosas”. Ante todo Allbee es un sinvergüenza, haragán, inmundo. Incluso cuando quiere congraciarse es ofensivo. Déjame tocar tu cabello, le suplica a Leventhal: “Es como el pelo de un animal”.

Leventhal es un buen esposo, un buen tío, un buen hermano, un buen empleado en circunstancias extremas. Es instruido, no causa problemas. Quiere ser parte del mainstream de la sociedad norteamericana. A su padre no le importó lo que los no judíos pensaran de él mientras pagaran lo que le debían. “Esa era la opinión de su padre. Pero no la suya. Él la rechazó y la apartó”. Tiene conciencia social. Está enterado de lo fácil que uno, en Estados Unidos en particular, puede caer entre “lo perdido, el desperdicio, lo derrotado, lo destruido, lo arruinado”. Es incluso un buen vecino —después de todo, ninguno de los amigos no judíos de Allbee se aprestó a darle asilo. Así que, ¿qué más se le puede pedir?
La respuesta es: todo. La víctima es el libro más dostoievskiano de Bellow. El argumento es una adaptación de El eterno marido de Dostoievski, la historia de un hombre acosado inesperadamente por el esposo de una mujer con la que él tuvo un romance años atrás, alguien cuyas insinuaciones y demandas se vuelven cada vez más insufriblemente íntimas. Pero no sólo es la anécdota lo que Bellow debe a Dostoievski, ni el motivo de este doble detestable. El verdadero espíritu de La víctima es dostoievskiano. Los cimientos de nuestra vida pulcra y ordenada pueden derrumbarse en cualquier momento; exigencias inhumanas pueden llegar de improviso y desde los rincones más extraños; sería completamente natural resistirse (¿Por qué yo?); pero si queremos salvarnos no tenemos opción. Aunque este mensaje, esencialmente religioso, sea puesto en boca de un repulsivo antisemita. ¿Es raro que Leventhal sea reticente?
El corazón de Leventhal no está cerrado; su resistencia no es total. Hay algo en cada uno de nosotros, reconoce, que lucha contra el sueño de lo cotidiano. Al lado de Albee, en ciertos momentos raros, se siente a sí mismo fuera de los confines de su vieja identidad y miraba el mundo a través de ojos nuevos. Algo parece estar sucediendo en la zona de su corazón, una especie de premonición —imposible saber si se trata de un infarto o de exaltación. En un instante ve a Allbee mirarlo y ambos podrían ser la misma persona. En otro —en una prosa magistralmente sobria— nos hallamos de alguna manera convencidos de que Leventhal está a punto de la revelación. Pero entonces una gran fatiga lo asalta. Todo esto resulta excesivo.

Si echamos un vistazo a su trayectoria, notaremos que Bellow ha tendido a menospreciar La víctima. Si con Dangling Man se graduó como escritor, como él dice, La víctima fue su posgrado. “Seguía aprendiendo, estableciendo mis cartas credenciales, probando que un joven de Chicago tenía del derecho de pedir la atención del mundo”. Es muy modesto. La víctima está a centímetros de reunirse con Billy Budd en la primera fila de las novelas cortas norteamericanas. Si es que tiene algún punto débil, no está en la ejecución, sino en la ambición. No ha hecho a Leventhal lo suficientemente profundo para discutir adecuadamente con Albee (y con Dostoievski detrás) acerca de la universalidad del modelo cristiano del llamado al arrepentimiento.

3.
Augie March, héroe de la tercera novela de este volumen, nació alrededor de 1915, un año antes que el propio Bellow, en una familia judía de un barrio polaco de Chicago. El padre de Augie casi no hace acto de presencia, y su ausencia apenas se comenta. Su madre, una figura triste y sombría, está casi ciega. Tiene dos hermanos, uno de ellos con discapacidad mental. La familia subsiste, de alguna manera fraudulentamente, del seguro de desempleo y de las contribuciones de una vecina: la abuela Laush (que no es de la familia), nacida en Rusia, una mujer con pretensiones cultas. El joven Augie pide prestados libros de la biblioteca para ella. “¿Cuántas veces tengo que decirte que si no dice novela no lo quiero?... ¡Bozhe Moy!”.

Es la abuela Lausch quien en realidad educa a los niños de la familia March. Cuando se vienen abajo sus esperanzas —de que uno de ellos llegue a ser un genio cuya carrera ella pueda administrar— se aboca a convertirlos en buenos oficinistas. Se desalienta cuando al crecer resultan ser “comunes y corrientes”.
Como la mayoría de los niños del vecindario, Augie comete delitos menores. Pero su primer robo organizado lo hace sentir tan miserable que abandona a su pandilla. Al recordar su infancia, desde la perspectiva de los treinta, que es cuando vierte su historia en el papel, Augie se pregunta el efecto que tuvo sobre él el hecho de haber nacido, no en “los campos de pastoreo sicilianos”, sino en la “profunda vejación citadina”. No tenía nada de qué preocuparse. Las partes más sólidas del libro de su vida proceden de la evocación intensa de su infancia, una infancia rica en espectáculo y experiencia social, del tipo que pocos niños norteamericanos disfrutan hoy día.

Como todo joven durante los años de la Depresión, Augie sigue coqueteando con el crimen. De un experto aprende el arte de robar libros, los cuales después vende a los alumnos de la Universidad de Chicago. Pero su corazón se mantiene más o menos puro. Como muchos estudiantes, es capaz de racionalizar el robo de libros, considerándolo una variedad benigna de latrocinio.

Hay también buenas influencias en Augie, entre ellas la de los Einhorn, que lo emplean para realizar “trabajos no especificados de carácter diverso”. El paternal William Einhorn le regala una colección ligeramente estropeada de Clásicos de Harvard, que él mantiene en una caja de madera debajo de la cama y que lee por encima. Posteriormente trabajará como ayudante de investigación de un rico académico aficionado. Con ello, aunque no asiste a la universidad, de una u otra manera sus aventuras con la lectura continúan. Y las lecturas que él hace son serias, incluso desde el punto de vista de la Universidad de Chicago: Hegel, Nietzsche, Marx, Weber, Tocqueville, Ranke, Burckhardt, por no hablar de los griegos, los romanos y los padres de la Iglesia. Ni un solo romancier (narrador) en la lista.

Simon, el hermano mayor de Augie, es un hombre de apetito que desborda la realidad. Aunque no es un ignorante, considera que las lecturas de Augie son el principal obstáculo en su plan de que se case con una muchacha rica, vaya a la facultad de Derecho por la noche, y se convierta en socio suyo en el negocio del carbón. Obedeciendo a Simon, Augie lleva durante un tiempo una doble vida, trabajando en la carbonería durante el día, y después vistiéndose elegantemente y aventurándose a codearse con los ricos. En el tiempo que permanece bajo la protección de Simon, Augie tiene la oportunidad de disfrutar de la buena vida, y en particular del calor sedoso de los hoteles caros. “No quería que la grandeza del lugar me aplastara”, escribe.

Pero finalmente son ellos [los accesorios del hotel] los que se vuelven grandes: la multitud de baños con agua caliente que nunca falta, las enormes unidades de aire acondicionado y la elaborada maquinaria. Ninguna otra grandeza está permitida, y la persona que molesta es la que no los sirve mediante su uso, o los niega al no desear disfrutarlos.

“Ninguna otra grandeza está permitida”. Augie es suficientemente observador como para darse cuenta de que quien niega el poder del gran hotel norteamericano simplemente se margina, sin importar la autoridad de los Clásicos de Harvard que pueda citar en su auxilio. Las aventuras de Augie March no es el resumen de una vida, sino un informe intermedio. Al final del informe, Augie no está todavía seguro de si está en favor o en contra del hotel, en favor o en contra del sueño americano. “Pero, entonces, ¿cómo hace uno para tomar una decisión en contra, y seguir en contra? ¿Cuándo elige,
y cuándo es, por el contrario, elegido?”.

*

La filosofía grandilocuente y el lenguaje vaporoso señalan la presencia cercana a Augie de Theodore Dreiser, el gran predecesor de Bellow como testigo de la vida de Chicago, y la mayor influencia presente en Las aventuras de Augie March. En personajes como Carrie Meeber (Nuestra hermana Carrie) y Clyde Griffiths (Una tragedia americana), Dreiser nos ofreció almas sencillas y anhelantes del Oeste, ni buenas ni malas por naturaleza, atraídas hacia la órbita del lujo de la gran ciudad —para acceder a la cual no hacen falta credenciales, ni sangre de abolengo, ni relaciones, ni educación, ni contraseña; sólo dinero— y, en el caso de Clyde, dispuestas a matar para aferrarse a ella.

Clyde es un vago al estilo dreiseriano: no escoge su destino, se dirige sin rumbo hacia él. Augie también corre el peligro de convertirse en un vago: un joven guapo con muchas mujeres ricas dispuestas a mantenerlo. Si los cimientos de las novelas rusas de la abuela Lausch y los Clásicos de Harvard de William Einhorn no sirven de nada contra el poder del gran hotel, ¿qué distingue a Augie de cualquier otro acomodaticio consumidor de lujo?

A esta pregunta, Las aventuras de Augie March sólo ofrece una respuesta proustiana: el joven que empieza su relato con las palabras “Soy norteamericano, nací en Chicago... y hago las cosas como yo mismo he aprendido a hacerlas, al estilo libre, y haré el relato a mi manera”, y termina recordando cómo escribió esas palabras y comparándose con Colón —“También Colón pensó que era un fracasado... Lo cual no descartó el hecho de que América no estuviera ahí”. Augie no es un fracasado, a pesar de que no se le ocurra ninguna fuerza que contrarreste a la del hotel. ¿Por qué? Porque la propia memoria adquirida constituye dicha fuerza. La literatura, cree Bellow, interpreta el caos de la vida, le da significado. En su disposición, primero a ser barrido por las fuerzas de la vida moderna y después a aliarse nuevamente con ellas por medio de su arte “libre”, se nos da a entender que Augie está mejor equipado de lo que sabe para oponerse a las seducciones del hotel, ciertamente mejor que el pensador enclaustrado en su estudio. En este sentido, Augie y el Joseph de Dangling Man son el mismo.

Un elemento de Dreiser que Bellow no asume es la maquinaria determinista del destino. El destino de Clyde es sombrío, el de Augie no. Uno o dos resbalones, y Clyde acaba en la silla eléctrica; mientras que sean cuales sean los peligros a los que se enfrenta, Augie sale de ellos sano y salvo.

En cuanto queda claro que su protagonista va a llevar una vida encantada, Las aventuras de Augie March empieza a pagar su falta de estructura dramática e incluso de organización intelectual. El libro se hace cada vez menos interesante a medida que avanza. El método de composición utilizado, basado en la secuencia de escenas que comienzan con una hazaña de elocuente descripción verbal, empieza a tornarse mecánico. Las muchas páginas dedicadas a las aventuras de Augie en México, ocupado en un plan absurdo de entrenar a un águila en la cacería de iguanas, acaban convertidos en muy poco, a pesar de los recursos de escritura que se les dedican. Y la principal escapada de Augie en tiempos de guerra, torpedeado, atrapado con un científico loco en un bote salvavidas frente a la costa africana, es simplemente material propio de un libro de viñetas cómicas.

Esto no quiere decir que el propio Augie sea una nulidad intelectual. Por convicción, es un idealista filosófico, incluso un idealista radical, para quien el mundo constituye un complejo de ideas entremezcladas sobre el mundo, millones de ellas, tantas como mentes humanas hay. Intentamos presentar nuestra propia idea, cada uno de nosotros, reclutando a otros para que interpreten un papel en ella. La norma rectora de Augie, desarrollada en el transcurso de media vida, es resistirse a ser reclutado por las ideas de otros. En cuanto a su propio modelo del mundo, personifica un principio de simplificación. El mundo contemporáneo, en su opinión, nos sobrecarga con su mala infinitud. “Demasiado de todo... demasiada historia y cultura..., demasiados detalles, demasiadas noticias, demasiado ejemplo, demasiada influencia... ¿Quién se supone que ha de interpretarlo? ¿Yo?”.

¿Cuál es la forma de la simplificación, como respuesta al reto de los tiempos, en su propia vida? En primer lugar, “convertirme en lo que soy”; segundo, comprar un terreno, casarme, sentar cabeza, dar clases, hacer carpintería casera, y aprender a componer el coche. Como le comenta un amigo: “Te deseo buena suerte”.

*

Dangling Man y La víctima habían llamado la atención de los círculos literarios sobre Bellow, pero fue Las aventuras de Augie March, ganador del National Book Award de 1953, el libro que lo hizo famoso. Según él mismo cuenta, se la pasó muy bien escribiéndolo, y en los primeros cientos de páginas su entusiasmo creativo es contagioso. El lector disfruta enormemente con la prosa atrevida, rápida y graciosa, la facilidad informal con la que se escribe un mot juste tras otro (“Karas, con un traje cruzado de piel de tiburón y presentando el aspecto de tener dificultades con el afeitado y el peinado sobresalía terriblemente”). Desde Mark Twain, ningún escritor norteamericano había manejado lo popular con tal brío. El libro se ganó a los lectores por su variedad, su incansable energía, su impaciencia con las conveniencias. Sobre todo, parecía decir un gran ¡Sí! a Estados Unidos.
Ahora, visto en retrospectiva, se puede considerar que ese ¡Sí! tuvo un precio. Las aventuras de Augie March se presenta, en cierto sentido, como la historia de la futura madurez de la generación de Bellow. Pero, ¿en qué medida Augie es representante de esa generación? Se relaciona con estudiantes de izquierda, lee a Nietzsche y a Marx, trabaja como organizador sindical, hasta se plantea trabajar de guardaespaldas de Trotski en México, pero la imagen más amplia del mundo apenas se registra en su conciencia. Cuando llega la guerra, se queda estupefacto. “¡Pum! Estalló la guerra... Perdí el piso, odiaba al enemigo, y me faltó tiempo para ir a luchar”. ¿En qué momento su ensimismamiento en el aquí y ahora se ha convertido en estupidez? ¿En qué medida ha tenido Bellow que idiotizarlo para convertirlo en un verdadero héroe?
El compendio publicado por The Library of America incluye quince páginas de notas escritas por James Wood. Estas notas son especialmente útiles en el caso de Las aventuras de Augie March, donde se esparcen nombres y alusiones como confeti. Wood concreta muchas referencias de refilón que hace Augie, pero otras muchas quedan fuera. ¿A quién, por ejemplo, sentaron sus llorosas hermanas en un caballo para que fuera a estudiar griego a Bogotá? ¿Qué embajador de qué país esparció laca en las tuberías de agua de Lima para frenar el óxido?

Coetzee. Recibió el Premio Nobel en 2003. Su obra ha sido editada
por el sello Mondadori.

Traducción de Juan Manuel Gómez

© J. M. Coetzee, 2004
Todos los derechos reservados. Bellow’s Gift apareció originalmente en The New York Review of Books, el 27 de mayo de 2004.