lunes, diciembre 19, 2005

Entrevista con Philip Roth




Juana Libedinsky

B uenos Aires, Argentina. 17 diciembre de 2005. (LA NACION) En su novela más reciente, La conjura contra América (Mondadori, 2005), el escritor estadounidense Philip Roth se pregunta qué habría ocurrido si en vez de Roosevelt, el presidente de EU durante la II Guerra Mundial hubiera sido el célebre piloto pro-nazi Charles Lindbergh. En las siguientes líneas, el autor de novelas como Pastoral americana o La mancha humana habla de sus intenciones al poner sobre la mesa esta ficción y analiza lo que él llama “la ignorancia histórica” que priva entre ciertos críticos del imperio yankee.

Poco después de la entrega del Nobel de Literatura 2005 —para el cual el novelista norteamericano Philip Roth había sido, una vez más, considerado favorito, aunque luego perdió frente a Harold Pinter— unos 80 fans se reunieron en la puerta de la casa donde el escritor pasó su niñez. Visitaron también su escuela, el parque donde jugaba y cada uno de los rincones de Newark inmortalizados en la obra de Roth, mientras leían los párrafos donde éstos eran mencionados. Finalmente, encabezados por el alcalde de esta ciudad de Nueva Jersey, contaron hasta diez para que Roth corriese el velo que tapaba una flamante placa de bronce. Una placa que rebautizaba a la calle donde nació el escritor como “Philip Roth Plaza”.

“Fue emocionante. Me dieron una reproducción del bronce y les dije que la voy a llevar conmigo donde quiera que vaya. Porque, ese día, Newark fue mi Estocolmo, y la placa fue mi premio”, confesó, divertido. Roth tiene motivos para estar contento. Obtuvo el National Book Critics Circle Award, el PEN/Faulkner Award, el National Book Award y el Pulitzer de narrativa. Este año su obra fue publicada por la Library of America.

Autor de El teatro de Sabbath, Pastoral americana y La mancha humana, escribe a un ritmo desenfrenado. Acaba de salir en castellano su último trabajo, La conjura contra América (Mondadori), un escalofriante relato sobre qué habría pasado si el famoso aviador filonazi Charles Lindbergh hubiese sido presidente de los Estados Unidos y firmado un pacto de no agresión con Hitler. Sobre éste, y el papel del escritor en Estados Unidos dialogó desde su casa de campo en Connecticut.

Su libro fue interpretado por la izquierda como una crítica al gobierno de Bush, como un paralelismo velado a su gobierno. ¿Fue ésa su intención?
Le voy a contar un cuento: había un carpintero que hacía unas sillas muy lindas. Un día, al volver del trabajo, ve por la ventana que un vecino le está partiendo una de sus sillas a la mujer por la cabeza. Sigue caminando y ve que otro está cortando la silla en trozos pequeñitos y tirándola a la chimenea para calentarse. Obviamente, él construyó las sillas para que la gente se sentara, pero sabe que, una vez que fueron compradas, cada dueño las va a usar según su necesidad. Bueno, yo no escribí mi libro para pegarle a Bush en la cabeza, pero cada uno puede usarlo para lo que le plazca. No es un tema mío, y de cualquier manera el 90 por ciento de las interpretaciones siempre son erradas. Cuando a un libro se le saca de contexto y se le usa para una agenda política, ¿qué se le va a hacer? Es algo que viene de siempre, en Praga el régimen prohibió a Kafka, por ejemplo, ¿y qué tenía que ver Kafka con la invasión soviética de Checoslovaquia? Yo empecé mi libro antes de que Bush fuese a la Casa Blanca, antes del 11 de septiembre [de 2001]. Quería escribir sobre 1942, recrear ese momento y explorar las posibilidades que afortunadamente nunca se materializaron.

¿Cree que habría sido posible un Lindbergh presidente en Estados Unidos?
No, ¡porque no pasó! Pero fue una suerte que los republicanos no hayan tenido la viveza política de nombrar a un Lindbergh, porque definitivamente le habría ganado a Roosevelt en las elecciones. En cambio nombraron a un moderado, un intervencionista e internacionalista al igual que Roosevelt, y así no había verdadera competencia. No supieron capitalizar el hecho de que la mitad del país no quería ir a la guerra y con buenas razones, no por antisemitismo: el país ya había estado veinte años antes en una guerra terrible en Europa. Alguien con el carisma de Lindbergh los habría seducido y habría ganado porque, además, era el tercer mandato para Roosevelt y a muchos eso les molestaba. Washington había sentado el precedente cuando declinó correr una tercera elección, diciendo que lo que el país necesitaba era un presidente, no un rey. Después de Roosevelt los republicanos hicieron una enmienda en la Constitución para que un presidente sólo pueda estar durante dos términos. ¡Y eso fue muy bueno porque eliminó el riesgo de tener a Reagan o a Bush tres veces!

¿Siempre sintió que entendía cómo funcionaba la sociedad norteamericana, que tan contundentemente plasma en sus novelas?
Durante unos años, no. Yo viví en el exterior por un tiempo, hasta 1989, en París, Praga, Londres y Jerusalén. Cuando volví para ocuparme de mi padre, que estaba enfermo, me di cuenta de que me había vuelto un europeo. Hablaba con mis amigos y sentía que había perdido contacto directo no sólo con la política, sino con la inmigración, la tecnología, con quién era aceptado en Harvard. Iba a clase y veía caras de todos los colores, ¡y los mejores alumnos ya no eran judíos sino asiáticos!, todo ese cambio me lo había perdido. Así que decidí sumergirme en la nueva realidad americana y acepté el puesto de profesor de inglés en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), en el campus más urbano que conseguí, pegado a una estación del metro, y tomé el turno nocturno para estar con la gente que no era de un entorno privilegiado, que trabajaba durante el día y que no tenía tiempo de andar pensando demasiado. Tendría que haberles pagado yo a ellos por todo lo que me enseñaron, porque entonces me di cuenta de que tenía un nuevo tema para explorar: justamente la sociedad norteamericana, pero vista con renovados ojos.

¿Cómo explica el antiamericanismo imperante?
Entiendo perfectamente que haya antiamericanismo porque la gente no sabe nada de historia y no sabe separar lo que no le gusta de un gobierno del país en sí. Y esto lo dice una persona que detesta total y apasionadamente al gobierno actual. Por ejemplo, tomemos la guerra de Vietnam, sobre la cual escribí una novela: yo estaba en contra e hice todo lo posible para frenarla, pero los críticos olvidan que el contexto era la Guerra Fría y un conflicto con la Unión Soviética, que no era un país inocente, era un Estado asesino. No los habitantes de la Unión Soviética, pero sí su gobierno, que era casi tan malo como el de Hitler en Alemania. Cualquiera que sienta nostalgia por el comunismo, como fue puesto en práctica en la Unión Soviética, es un gran idiota. Entonces se puede entender que algunos —si bien no yo— hayan sentido que era una guerra justificada en el contexto global. Pero lo más importante es que los ciudadanos norteamericanos fueron los que la acabaron, gente común, complaciente, conservadora. Tomó siete años, pero es algo extraordinario. La gente común de Estados Unidos paró una guerra y eso es un gran triunfo de la democracia estadounidense. Todo el mundo se vuelve loco porque en Ucrania hace poco la ciudadanía salió a la calle y se impuso, ¡pero miren lo que pasó en Estados Unidos! Vietnam fue un fracaso del gobierno de Estados Unidos, pero un triunfo para la democracia estadounidense. No entenderlo es ser un antiamericano cabeza dura. Otro tema, el famoso senador McCarthy: que haya tenido poder fue un triunfo de la derecha, hizo mucho daño, pero sólo duró tres años. Cuando viajo al exterior y me toca el típico obtuso que empieza con el tema del senador McCarthy —porque yo escribí también un libro sobre su caza de brujas—, le digo que venga a Estados Unidos y vea cuántas estatuas o estampillas lo recuerdan: ninguna, porque el pueblo norteamericano acabó con él.

¿Y entonces?
Y entonces empiezan, claro, con el tema de los negros. La esclavitud no sólo es el más odioso crimen contra la humanidad, sino que nada puede ser más destructivo para el alma y la comunidad humanas, al día de hoy los norteamericanos seguimos pagando su precio. Posiblemente lo hagamos por al menos medio siglo más. Pero no entender la esclavitud en un contexto histórico es ser simplemente un antinorteamericano rabioso. Los franceses siempre fueron particularmente altivos en este sentido. Pero hoy todos ven que no pueden manejar gente que llegó al país treinta años, no siglos, atrás y con herencia de esclavitud. Es maravilloso para mí ir a Francia en estos días porque los franceses siempre me torturaban con el tema de cómo no supimos integrar a los negros en Estados Unidos. Y ahora, sin embargo, los encuentro calladitos. Pero no en Estocolmo, ah no, allí que nunca conocieron una catástrofe o crisis, ahí sí quedan vestigios de una nefasta forma de pensar sobre Estados Unidos que casi destruye a tantos países.

La conjura contra América trata sobre un ficticio Philip Roth, que crece en Newark, con un presidente Lindbergh que pone en práctica un plan para desarticular las comunidades judías. ¿Cuán duro fue para los Roth de verdad? ¿Su familia es representativa de los judíos americanos que plasma en sus novelas?
Sí, en el sentido de que yo siempre digo que Estados Unidos fue un país hecho para los judíos y que los judíos fueron hechos para un país como Estados Unidos. Como mis abuelos, los judíos en general duraron media generación en la clase obrera y en seguida ya estaban en la universidad. La mayoría de los italianos que llegaron con ellos nunca dejaron el proletariado; los irlandeses, sí, pero a través de los rubros que monopolizaron, como la policía y los bomberos; los escandinavos fueron absorbidos rápidamente por la América profunda. ¿Por qué a los judíos les fue tan bien? Básicamente por la energía que pudieron liberar al no tener limitaciones institucionalizadas como en Europa. Las que les había impuesto la Iglesia, la Iglesia a través de los Estados, pero también sus propios rabinos. Porque hay toda esta visión sentimental-teológica de lo que era la vida en la comunidad judía de Europa oriental, ¡pero eso era una teocracia, con todo lo que eso implica! Los judíos llegaron masivamente a Estados Unidos, además, cuando el siglo XX estaba por empezar, con todas las nuevas industrias, como el cine, por desarrollarse. Los judíos alemanes, que habían llegado antes, contribuyeron prestándoles fondos a bajo interés. Si a esto se suma la brillante educación pública de entonces, se explica el éxito que en gran medida hoy se mantiene.

Newark no está exactamente en el mapa literario de la mayor parte de la gente. Aun para los extranjeros que hemos vivido en Nueva York, es sólo el nombre de un aeropuerto para vuelos cortos. ¿Realmente tuvo influencia en su ficción?
Yo soy uno de los escritores para quienes el lugar, y su impacto sobre las personas, significa mucho. El regionalismo aquí domina la literatura. A todos nos interesa de dónde somos, que siempre se trata de lugares muy distintos porque Estados Unidos es tan grande... Esto puede no ser evidente para un lector extranjero para quien todo es simplemente parte de Estados Unidos y de la cultura estadounidense, pero mi Newark, un enclave judío en Nueva Jersey, incendiado y destruido en las protestas sociales de la década de los 60 y actualmente muy venido a menos por la droga y la pobreza, no tiene nada que ver con la Pennsylvania de John Updike, por ejemplo. Yo escribí también sobre Londres, Jerusalén y Praga, pero Newark, con su trasfondo de tragedia, de ciudad que casi desaparece como la Atlántida y que luego se mantuvo tanto tiempo en estado de coma, siempre será fascinante para mí. Pero como mi niñez fue en una escuela maravillosa que hoy es de las peores del Estado, la alegría de la placa que recuerda aquellos días vino también con una gran tristeza por el presente.

Los últimos diez años fueron los más productivos de su trayectoria como escritor. ¿Es porque redescubrió Estados Unidos?
Sí, por un lado me incentivó este viejo tema que se había vuelto completamente nuevo para mí. Pero a todo eso se sumó que había cumplido 60 años, y empecé a leer las edades en los obituarios. Si no me ponía a ser productivo entonces, ¿cuándo iba a hacerlo? Además, para un escritor la edad trae la ventaja de la perspectiva, como uno ya no está tan ocupado viviendo las cosas puede reflexionar y poner los hechos en un contexto histórico que, además, conoció. Finalmente, reconozco que me ayudó la determinación. Me fui a vivir solo a Connecticut, y a veces la soledad se vuelve difícil, pero me da mucho tiempo para escribir.

Usted dijo que la literatura es una de las grandes causas perdidas de la humanidad. ¿Realmente lo siente así?
Sí. La única obligación que tiene el escritor es la de escribir lo mejor que puede. Punto. No necesita ninguna justificación política, no tiene que pretender cambiar el mundo, porque la literatura no sirve para nada, pero es a la vez tremendamente necesaria. Vivir sin ella es vivir aislado, pero muchos igual viven así. La literatura, digamos la ficción literaria, no tiene ninguna importancia, al menos en mi país, y cada vez son menos los que disfrutan de ella. Calculemos que cada año se mueren unos 72 buenos lectores y son reemplazados por dos, y no había más de 25 mil buenos lectores en total para empezar. Esto no es un chiste. Gente joven que lea seriamente ficción, y que luego piense, casi no existe. A muchos les encantaría, lo sé, pero no tienen tiempo. La mayor parte es seducida por la pantalla más que por la hoja impresa, o tienen otras cosas que hacer que les divierten más. En unos años, los buenos lectores van a ser tan pocos que van a ser como un culto: por ejemplo el de las 150 personas en Estados Unidos que leen Anna Karenina.

¿Por qué cree que pasa eso?
Por una cantidad de factores psicoculturales que podríamos sentarnos durante horas a identificar, pero el resultado es que la capacidad de concentración de la gente se destruyó. Pero, bueno, ¿y qué? Durante el Renacimiento se escribía poesía en latín y ya no más; en la antigua Grecia se escribía un tipo de tragedias que ya no existe. ¿Y? Los géneros literarios llegan, florecen y mueren, si bien debo aclarar que en este caso no es la novela la que está muriendo. Hablar de “la muerte de la novela” es un lugar común de cuarta y, además, es mentira. Los que están muriendo en los Estados Unidos son los lectores. Yo podría mencionarle una veintena de mis contemporáneos que son novelistas maravillosos e interesantes. Desde hace unos 60 años la novela realmente está viviendo un momento de esplendor en Estados Unidos, pero la gente no se da cuenta. En América Latina, en los últimos 30 o 40 años ha habido también escritores de primera, espero que los estén disfrutando, es otra cosa.

La lectura de algún latinoamericano, como Jorge Luis Borges, por ejemplo, ¿lo influyó de alguna manera?
Yo leí a Borges como lector, no como escritor. No creo que me haya influido en absoluto, pero uno puede admirar a la gente que hace cosas muy distintas de las propias. En general, diría que es la gente que más admiro. Estuve fascinado con Borges durante muchos años, más que por cualquier otro autor del renacimiento latinoamericano. Ahora estoy con la última novela de García Márquez, la empecé anoche y me quedé dormido, pero porque estaba muy cansado, aclaro. Y claro, está Cortázar también, no va a creer esto, pero en un momento yo hablaba castellano perfectamente, estudié en la secundaria y en la universidad, pero después, en vez de irme a vivir a un país hispanohablante para fijarlo, lo aproveché para mi italiano y me fui a Roma. Hoy trato de hablar con la señora salvadoreña que trabaja en mi casa, pero se ríe de mí cuando lo intento, y que mi castellano sea peor que su inglés ya es decir bastante... Después está mi amigo Carlos Fuentes, que me gusta tanto y, claro, Mario Vargas Llosa, ese escritor maravilloso. Que no le hayan dado el Nobel es estúpido. Prueba una vez más que uno tiene que tener a Karl Marx en el bolsillo y gritar a los cuatro vientos que odia a Estados Unidos para ganar, algo que Vargas Llosa definitivamente no hace. Ni siquiera Carlos Fuentes lo hace; es muy crítico del país, pero es demasiado inteligente como para caer en algo así.

Libedinsky. Corresponsal de El País, de Uruguay, y La Nación,
de Argentina, en Nueva York.

Tomado del diario argentino La Nación (5/12/2005).