miércoles, junio 13, 2007

Música / México: Crónica del concierto de Yo-Yo Ma en Bellas Artes

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El maestro chino y la pianista Kathryn Stott, la noche del lunes. (Foto: Carlos Somonte)

M éxico, 13 de junio, 2007. (Pablo Espinosa/La Jornada).- La intensidad cromática de una sonata del compositor francés Cesar Franck iluminó el recital entero del violonchelista de origen chino Yo-Yo Ma, y la pianista Kathryn Stott puso al mismo nivel de estallido pasional el accionar de su teclado para borrar de un plumazo, de una arcada, de un ataque de notas en octavas sucesivas, el resto del programa y convertir a Bellas Artes de un perol de conflictos ideológicos en un nirvana de armonía creadora. Devolvió a ese recinto la pureza que había perdido en mucho, largo tiempo, y lo hizo en una carga emocional alada y encantada con un rendimiento musical de semidios.

Todo esto sucedió la noche del lunes, durante el primero de dos recitales de Yo-Yo Ma en su retorno a Bellas Artes.

Desde el primer instante en que posó la crin sedosa del arco de su violonchelo sobre la nota sol se distinguió, fenómeno que pocas veces ocurre en pocos músicos en la historia, el sonido Ma, el inconfundible sonar del violonchelo del maestro chino. Porque uno podía cerrar los ojos y olvidar el nombre, la publicidad, el glamur, todo referente con nombre y apellido, y saber con certeza de oído bien abierto que quien está sacando notas de ángel de ese violonchelo no es otro que Yo-Yo Ma.

¿Que cómo se distingue ese sonido? ¿Cómo puede saber el escucha que quien está sentado y acaricia un violonchelo es Yo-Yo Ma y no otro violonchelista de entre los muchos grandes en la historia? Sencillo: por el poder de sus arcadas, el fraseo tan nítido, la manera de enaltecer todos y cada uno de sus vibrati, su manera de decir cada nota, cada compás, cada partitura, sus gestos sonoros en ese alargar la coda, estirar el último compás como una caricia, hacer cantar a un instrumento lleno de gracia y de misterio. ¿Quieres ser Yo-Yo Ma?, pues pulsa de esa manera el violonchelo.

Diálogo efusivo con Carlos Prieto

El recital, un acontecimiento inolvidable, se inició con una pieza de trascendencia descomunal y encanto irresistible: la célebre Sonata Arpeggione de Pancho Pedro Schubert, donde la técnica de arcadas luce su mejor sabiduría: la partitura viene de un instrumento originalísimo, una suerte de guitarra antigua con arco, pero pertenece al repertorio moderno del violonchelo con acompañamiento pianístico mesurado y, por tanto, el sonido debe poseer el secreto que devela Ma: una ínclita tristeza restaurada, un encanto de soirée vienesa decantada, una epopeya de dominio técnico evidente en la manera como Ma alarga a placer, elonga con suspense a la Edgar Allan Poe, cada una de las notas, pone a oscilar el arco sobre el encordado de la misma manera que pendula la soga en un cuento del narrador estadunidense mientras la casa Usher se derrumba en un estrépito de alas de un coro de arcángeles.

Un prodigio que se enlaza con la siguiente partitura en el programa: la Suite para dos violonchelos del compositor mexicano Samuel Zyman, que hace entrar a escena al violonchelista mexicano Carlos Prieto con su violonchelo, la señorita Chelo Prieto, para armar una fiesta de los sentidos con una serie de cinco movimientos de los cuales el último es un edificio musical pleno de embrujo, fantasía y matemáticas sonoras. Para todo esto, el maestro Ma luce tremendamente divertido, impele en cada nota, en cada ataque, en cada cambio de dinámicas a su amigo Carlos Prieto y juntos entablan un diálogo efusivo de danzas, rejuegos, pizzicati, rondas de traducción a nuestra era de lo que eran gavotas, bourrés, gigas, allemandes, sarabandes, el gran edificio, la gran piedra de toque que hizo sonar hace cinco siglos Papá Bach con sus Seis Suites para Violonchelo Solo, aquí a dos voces, a dos sonrisas, a dos corazones palpitando y haciendo palpitar a una sala de conciertos que por fuerza y magia de la música cobró estado de gracia por dos horas, lo que duró el concierto.

Sonrisa de arcángel

La segunda parte del programa se inició con una sonrisa de Ma y la fragancia estremecedora de la música de un genio, el maestro brasileño Egberto Gismonti, quien creó con el poeta Geraldo Carneiro unas Bodas de Prata y Quatro Cantos, que sonaron como epidermis puestas a punto de turrón verdeamarela en un lenguaje pleno de encanto y corrección académica semejante a lo que logró Astor Piazzolla, de quien sonó al final una pieza, Grand Tango, en el primero de los tres encores del concierto, y demostró que la música de Brasil no es solamente samba y bossa y lugar común, al igual que su colega Piazzolla demostró al planeta que la música argentina no se limita al tango. No en balde ambos fueron alumnos de la maestrísima francesa doña Nadia Boulanger.

Todo estaba listo entonces para la parte culminante y fulminante del concierto, la Sonata en La mayor, originalmente escrita para violín y piano y trascrita para violonchelo y teclas y alma y corazón y miel y alcíbar y un grito alado que se impregna de un aroma exquisito en los labios que no terminan de pronunciar el grito, el canto, la caricia, que se alarga entonces durante cuatro movimientos, de los cuales el Allegretto poco mosso es un mucho el paraíso entero, el enunciado exacto de la pasión proveniente del romanticismo traducido a los avatares, las maromas, los saltos cuánticos de una música que doblega todo pensamiento negativo, toda ambición, toda maldad, para convertirla en una sonrisa de arcángel, la que lució Yo-Yo Ma todo el concierto y mientras cerraba los ojos y extraía las notas más asombrosamente hermosas de su violonchelo, el universo entero se poblaba de hadas, elfos, ángeles, prodigios.

Yo-Yo Ma nos regresó la gracia, el paraíso perdido, la noche del lunes en Bellas Artes.

Gloria in excelsis.

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