sábado, junio 06, 2009

Textos / Maite Martín Duarte: «La otra conquista - Alonso de Ercilla y su canto Araucano», primera entrega

.

Grabado del poeta español. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 7 de enero de 2009. (RanchoNEWS).- A partir de esta edición publicaremos el trabajo que la joven Maite Martín Duarte –residente de El Paso, Texas– ha escrito para participar en el concurso Ruta Quetzal BBVA, con el tema de la vida de Alonso de Ercilla y Zúniga y su «Araucana», trabajo que ha dedicado a sus padres Ana Laura y Alfonso y está fechado el 12 de enero de 2009:

Presentación

«El espíritu de los muertos sobrevive en la memoria de los vivos». Así termina la película «La Misión», de Roland Joffé, que ví precisamente para ambientarme sobre el tema que estaba por decidir. Esta frase fué como un mensaje que definió el tema sobre el que basaría mi trabajo sobre Alonso de Ercilla y su canto Araucano, que he vertido en el título LA OTRA CONQUISTA.

Su pensamiento, su espíritu, me han guiado por su vida y su obra. Me he dejado llevar y he seguido su estela por la Mar Océana; he levantado, a su paso, el polvo de los caminos australes por el confín Chileno, reencarnando en este recuerdo el alma aventurera y soñadora de este intrépido soldado-poeta, para revivir su historia y recuperar sus héroes indígenas y españoles que yacen, unos entre los versos de su Araucana y los otros en el olvido de las Crónicas de Indias. Siento su aliento que me llega desde las altas cumbres de los Andes y desde su historia que fluye desde hace más de 420 años.

Ojalá que a través de esta oportunidad que la Ruta Quetzal BBVA me ofrece, pueda recrear físicamente lo que ahora presento en este trabajo literario y así tener ese reencuentro con la historia de este personaje carismático que fué Ercilla y poder sentir la vibración de esos mismos lugares por donde pasó y vivió, tanto en Chile como en España.

Éste es un trabajo en el que mezclo ficción e historia y una enamorada admiración por el protagonista principal de esta historia: Alonso de Ercilla y Zúñiga.

Capítulo I
De Paje a Soldado
(1548-1555)


Aquella noche fría de enero de 1548, víspera de la Epifanía Católica, fiesta muy celebrada en Palacio, tenía para el joven Alonso de Ercilla un significado especial, mas allá de la festividad religiosa e incluso de lo que esa fiesta de los Reyes Magos significaba en el ambiente exlusivo de la Corte del Alcázar de Madrid, residencia del Príncipe Felipe, futuro rey de España.

El joven Ercilla no podía dormir y no era por la dureza del camastro de paja y tablas al que ya se había acostumbrado, ni por el frío que se empezaba a notar en el dormitorio de los «pipiolos» –así les apodaban a los reclutas que optaban a ser pajes en la Corte–, ni tan siquiera por los estrepitosos ronquidos de alguno de los nueve compañeros que dormían junto a él. El motivo de su insomnio era la duda que tenía, de si él sería uno de los seis seleccionados para ocupar el puesto de paje en la selecta Corte del Príncipe. De diez candidatos iban a seleccionar a seis en la ceremonia festiva de aquel seis de enero, tan temido y a la vez tan esperado.

Desde que su madre, Leonor de Zúñiga, llegó aquel día de finales de septiembre del año anterior y le dijo, «Hijo, me he enterado en Palacio que van a requerir seis pajes en una nueva elección. Quieren jóvenes de tu edad, de buena familia y reconocida nobleza y ascendencia», Alonso no tuvo duda de que aquella era una gran oportunidad para él, de comenzar a sus quince años un oficio que se adaptase plenamente a su temperamento imaginativo y caballeresco. Además, ya había llegado el momento de buscar nuevas oportunidades de medrar y de ayudar a su madre económicamente, ya que desde que él, aún no había cumplido los dos años de edad, Doña Leonor había quedado viuda con seis hijos (tres varones y tres hembras) y casi sin rentas. Sólo unas pocas tierras y una casa en el pueblo de Bobadilla, conseguidos por su esposo don Fortunio García de Ercilla, con su honrado trabajo como miembro del Real Consejo de la Administración del Emperador Carlos V, no habían sido suficiente fortuna, como para mantener y dar la educación que requería su linaje, por lo que gracias al reconocimiento de sus servicios y trabajos prestados a don Carlos por su esposo, doña Leonor entró como guardadamas de la Infanta de España, doña María, hermana del Emperador Carlos V, que en éste mismo año de 1548 casaría con Maximiliano, Rey de Hungría y de Bohemia, y que la obligaría a ser parte del séquito por varios países Europeos –Flandes, Hungría, Bohemia– durante algunos años.

En su duermevela, Alonso recordaba cómo en la fecha y hora indicada de aquel prometedor mes de septiembre del año de gracia que nos ocupa, se presentó en el salón del maestro de pajes, el licenciado don Juan Cristóbal Calvete de Estrella, con toda la información que pedían al candidato –que no era poca– más alguna carta de recomendación para hacer resaltar su demanda. Una rápida ojeada al legajo, le sirvió a don Cristóbal para comentarle con cierto tono familiar:

–Así que eres hijo del doctor Ercilla, ¿no es eso?

–Sí, vueseñoría, y mi madre es Leonor de Zúniga.

Don Cristóbal siguió mirando la documentación mientras a intervalos levantaba la vista y observaba fíjamente al postulante, que tímidamente tenía la mirada dirigida al suelo buscando un punto de apoyo.

–Está bien. Parece que tienes los requisitos mínimos que pedimos. Además, vienes bien recomendado por el duque de Nájera, don Antoño Manrique de Lara, de nos, conocido y apreciado.

–Gracias, vueseñoría. El señor duque fué muy amigo de nuestro padre, que en paz descanse, y nos honra con sus atenciones – dijo, levantando la vista y recobrando la confianza en sí mismo.

El licenciado cerró el cartapacio y lo dejó en el lado derecho de su sólida mesa de nogal, sobre otros cuatro o cinco como el suyo, mientras que en el lado izquierdo vió amontonados unos diez, por lo menos. Imaginó que el hecho de dejar sus papeles a la derecha era buena señal. Y no se equivocó en valorar este detalle.

–Estás aceptado para el curso de aprendizaje, que será desde el primero de Octubre hasta el día de los Santos Reyes, seis de enero del próximo año. En dicho día, se darán a conocer quiénes han sido los seis seleccionados. Espero que tú seas uno de los elegidos. Ya sabrás el dicho evangélico, «muchos son los llamados, pero pocos los escogidos». Puedes retirarte, Ercilla.

El mozo rindió una marcada reverencia y fué andando hacia atrás, hasta que se vió en el patio, sin poder reprimir apretar los puños para disimular un poco la excitación y alegría que le hervía por dentro, mientras tropezaba con la espalda de un joven que charlaba animadamente con otros tres de su misma edad, en mitad de los soportales.

–Disculpe –dijo Ercilla.

–Sí que sale usted contento, ¡pardiéz! –le replicó el otro.

–¡Más que un serafín! Y no es para menos. ¡He sido elegído para el curso de paje! –respondió Ercilla entusiasta.

–Pues con usted, ya somos cinco. Me llamo Francisco de Andía e Irarrázal y soy guipuzcano –respondió un mocetón, dándole la mano.

–¡Estupendo! Yo soy Alonso de Ercilla y Zúñiga. Soy de Madrid pero mis ancestros también fueron vascos, de Bermeo.

–¡Nos llevaremos bien pués !–le contestó el tal Andía, ahora sí, con un inconfundible acento, mientras lo metía en el grupo poniéndole amigablemente la mano en el hombro.

* * *

Apagó una breve risa de conformidad entre las cobijas, mientras se acurrucaba intentando dormirse; sus recuerdos de esos tres meses en palacio iban pasando lentamente, confundiéndose alguno ya, en la madrugada, con el sueño. Recordaba aquel uno de octubre plenamente. Eran diez mozos los seleccionados con los que iba a compartir un extricto aprendizaje, tanto en el campo de las humanidades –latín, literatura clásica y moderna, filosofía escolástica, historia, haciendo hincapié en la de España– como en el de las artes marciales, propias del oficio de las armas.

Aquel mismo día, el maestro de pajes, en su gran despacho, les presentó el plan de estudios, y que correspondía a la fama que ya estaban comentando sus futuros alumnos, de ser un estudioso procedente de la Universidad de Alcalá de Henares, persona muy extricta pero también muy justa. Para aquellos candidatos, que justamente sabían leer y escribir y algo de las cuatro reglas matemáticas, aquella iba a ser una difícil prueba de superar. La competencia, pues, les iba a espolear a conseguir un alto nivel de responsabilidad. El maestro ya les había dicho que estaban delante de él, porque consideraba que todos podrían ser uno de los seis finalistas, y que apartir de aquel momento, todos tenían las mismas oportunidades y todos partían con las mismas preferencias. Además, desde entonces ya no valdrían las recomendaciones de ninguno de sus protectores, así fuera el mismísimo rey. Él, Don Cristóbal, era quien valoraría en cada uno de ellos estas tres cualidades: el tesón, la atención, y la disciplina. Además del estudio, tendrían que aprender otras materias, como el manejo de las armas –espada, daga, ballesta– equitación, urbanidad, trato cortesano, todo ello resumido en un pequeño y práctico manual, que regaló a cada mancebo, titulado Consejos para un Paje, cuyo autor, ddn Cristóbal Calvete, había publicado, basado en su experiencia, ya que, además de hombre de letras, ejercía en la Corte, desde hacía varios años, como formador de pajes, oficio muy solicitado y de mucho porvenir en aquella España cortesana del siglo XVI.

También tendrían que dedicar cierto tiempo a las cosas de Dios y la religión, fundamental en aquel reinado bajo el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Don Carlos V. El régimen de convivencia entre ellos sería de mutuo respeto, poniendo en práctica desde aquel mismo momento el buen trato y la educación. Y una advertencia final: estarían el tiempo que durase el curso, recluidos en el espacio de sus dependencias –capilla, cuadras, patio de armas, salón de esgrima, etc – sin posibilidad de ausentarse del Alcázar, y sólo tendrían derecho a una visita de sus familias por Navidad y en la ceremonia de entrega de las credenciales de los seleccionados.

Al terminar esta larga disertación, los aspirantes quedaron totalmente en silencio, y en el gran salón, sólo se oía el tic-tac del gran péndulo de un reloj de pared que molía impasible el tiempo, que ya corría para todos aquellos «pipiolos».

El monótono latido del reloj que arrullaba el sueño tranquilo de Ercilla, se interumpió con un estrépito de campanas y sobresaltado quedó mirando el techo del dormitorio. Aquel día, seis de enero de 1548, por fín había llegado y podría significar una fecha señalada en el calendario de su vida. Aquel día de los Santos Reyes, él tenía la posibilidad de ser nombrado oficialmente paje al servicio de un gran Príncipe de Europa que no tardaría en coronarse Rey de las Españas.

Los candidatos asistieron a la misa pontifical y ocuparon el banco primero cerca del presbiterio. La capilla pronto se llenó con los familiares de los aspirantes y de algunos cortesanos, que curiosos querían presenciar aquella vistosa ceremonia. El Príncipe Felipe, acompañado de dos nobles y del maestro don Cristóbal, aparecieron en un palco lateral de la capilla, a la altura del altar mayor. Comenzó la ceremonia litúrgica entre acordes del órgano, olor a cera derretida, y volutas de incienso.

Al terminar la misa, y después de la bendición, el oficiante explicó el significado del acto que a continuación se efectuaría allí mismo. Con la autorización de S.M. el Príncipe, señalada con un leve asentimiento con la cabeza, tomó la palabra el maestro de pajes.

–Con su venia, Majestad – comenzó, refiriéndose al Príncipe y después a los asistentes–. A continuación, vamos a dar lectura protocolaria a la lista de los seis admitidos para el puesto de paje al servicio del Príncipe don Felipe.

A un gesto del maestro, todos los asistentes se sentaron con un murmullo de ropas y siseos, quedando sólo en pie los diez de la primera fila y el ceremoniante.

–Después de una estudiada selección entre nos y mis asistentes de cargo, hemos tomado ya una decisión, y por la autoridad que el cargo me otorga, declaramos admitidos como pajes de S.M. a…

Pausa, expectación, nervios, gargantas secas, y toses contagiosas. Leyó los tres primeros nombres, que los familiares recibieron con abrazos y aplausos. El cuarto nombre resonó vibrante:

–¡Don Alonso de Ercilla y Zúñiga!

Allí, en la cuarta fila de bancos, doña Leonor y sus tres hijas se abrazaron emocionadas, mientras los que las rodeaban les saludaban y felicitaban. Todo había acabado felizmente! Alonso escuchó su nombre con sobresalto y dibujó una leve reverencia dirigida al Príncipe que le miraba complacido. Después, casi imperceptiblemente, giró la cabeza a la derecha y pudo ver las lágrimas de alegría de su madre que le mandaba un beso de cariño, de orgullo, y agradecimiento.

Entre los admitidos estaba su amigo, en las penas y alegrías, Francisco de Andía y también Simón Pereíra, con el que también compartió momentos de compañerismo durante los más de tres meses del programa de estudios.

A una señal del maestro, los seis se acercaron hasta el pie del altar, y a cada uno le fue dando los distintivos de su nuevo oficio: un cinturón ancho de cuero negro con hebilla de plata, bien herrado con una daga toledana, una gorra de terciopelo escarlata, y un pergamino con el escudo, firma, y sello del Príncipe, acreditando el nombramiento. Terminó la ceremonia con una amplia bendición del obispo y con el deseo de que los Santos Reyes fuesen ejemplo para los nuevos pajes.

Después de felicitar a sus compañeros y despedirse de los no afortunados en la elección, Ercilla fué rápidamente al patio de armas donde le esperaban su madre y sus hermanas, ataviado con los símbolos y llevando en la mano el valioso pergamino enrollado y atado con un lazo carmesí. La emoción reprimida se transformó en un efusivo abrazo y en alegres chanzas. Doña Leonor sólo tenía ojos para su hijo, que ahora más que nunca se le figuraba a su difunto esposo.

–Gracias hijo por esta alegría que nos has dado. Tu padre se sentiría orgulloso de tí. Sé digno de tu nuevo cargo y honra tu apellido.

–Así lo haré, madre.

Y abrazados se fueron los cinco, envueltos en una nube de felicidad, mientras se mezclaban con los asistentes, que como ellos repartían saludos y recibian felicitaciones.



REGRESAR A LA REVISTA