sábado, agosto 15, 2009

Textos / Maite Martín Duarte: «La otra conquista - Alonso de Ercilla y su canto Araucano», quinta entrega

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Grabado del poeta español. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de agosto de 2009. (RanchoNEWS).- Continuamos con la publicación del trabajo que la joven Maite Martín Duarte –residente de El Paso, Texas– ha escrito para participar en el concurso Ruta Quetzal BBVA, con el tema de la vida de Alonso de Ercilla y Zúniga y su «Araucana», texto que ha dedicado a sus padres Ana Laura y Alfonso, fechado el 12 de enero de 2009:


Capítulo II
Por la Espada y por la Pluma
(1555 – 1563)


S iete días antes de la fecha indicada para embarcarse, Ercilla ya andaba por Sevilla. Por aquella Sevilla bulliciosa y alegre, con sus torerillos y cantaoras, sus gitanos de rostro atezado, sus iglesias y su imponente catedral, cuya torre almohade que llamaban La Giralda, se divisaba desde cualquier punto de la ciudad. Al pie de otra preciosa torre, en forma de castillo almenado que llamaban Torre del Oro, estaba el muelle de madera, donde ya esperaban atracados los dos galeones que el día 15 de Octubre de aquel 1555 bajarían por el río Guadalquivir, hasta el puerto de San Lúcar de Barrameda de la Mar Océana.

Aquella misma mañana había pasado por la casa de contratación de Indias para apuntarse en la expedición de Gerónimo de Alderete, y quedar enrolado antes de que se llenase el cupo. Entre el trajín de señores, soldados, marineros, frailes, que gestionaban allí sus contrataciones, encontró a su amigo el guipuzcuano, Francisco de Andía, a quien no había visto desde la recepción en Inglaterra. Se informaron bien del viaje y se enteraron que viajarían nada menos que con el nuevo Virrey del Perú, Andrés Hurtado de Mendoza, Marqués de Cañete. Con el Virrey viajarían sus hijos, don García y don Felipe. Vieron que un grupo de mujeres jóvenes y de mediana edad se enrolaban en la misma expedición que la de ellos. Luego se enteraron de que eran esposas e hijas de adelantados y capitanes con los que se iban a encontrar en cualquiera de las tierras conquistadas en el Nuevo Mundo y que se empezaban a llamar con nombres como Nueva España, Nueva Granada, Nueva Extremadura y Nueva Toledo. Eran mujeres como aquella extremeña, Inéz Suárez, que en 1537 se embarcó también en Sevilla y se enroló en la conquista de aquellos territorios con el ejército de Pedro de Valdivia, del que ya les había hablado Gerónimo de Alderete, en sus pláticas allá en Londres, Inglaterra el año pasado.

Ercilla había tenido tiempo de encontrar en la orilla opuesta del río, en un animado barrio llamado Triana, una casa de huéspedes. Allí llevó a su amigo con quien compartiría su cuarto, durante los días que tenían de espera hasta su embarque. Alderete ya les había informado de lo duro de la travesía por el océano, por eso decidieron aprovechar los días en Sevilla para ver la ciudad y disfrutar de ella y de todo lo que les ofrecía. Eran jóvenes, tenían dinero, y además les sonreía el futuro. Aquel día, 12 de octubre, salieron a visitar la ciudad. Al reclamo de las campanas, fueron a visitar la Catedral. Quedaron sorprendidos por su magnificencia. Rezaron ante el sepulcro de Cristóbal Colón, que descubrió para ellos el Nuevo Mundo, y que dentro de pocos meses ellos pisarían. Subieron hasta el campanario del que fuera alminar árabe y desde allí contemplaron toda la ciudad y el dibujo terroso del Guadalquivir que con su gran curva ceñía parte de la ciudad y después se alejaba atravesando toda la llanura hasta el mar, allá en San Lúcar.

Comieron en una taberna de la calle Las Sierpes, luego visitaron una biblioteca que llamaban Archivo de Indias, donde verían antiguos pergaminos y mapas y una serie de registros con muchos nombres. El encargado les dijo que allí conservaban toda la historia actualizada de los personajes más relevantes de la conquista del Nuevo Mundo. La encabezaba el almirante Cristóbal Colón, que precisamente un día como aquel, pero de 1492, lo descubrió.

–Allí nos dirigimos en tres días. Espero que pronto mi nombre figure en uno de esos libros –le dijo al bibliotecario sorprendido–. Mi nombre es Alonso de Ercilla y Zúñiga. Téngalo en cuenta.

Ya habían disfrutado del día y habían decidido irse a descansar, cuando al acercarse a su hospedería les asaltó las ganas de tomarse la última jarra de vino en aquella taberna con nombre de mal agüero, que se encontraba cerca. Se llamaba la Taberna del Cuervo. El nombre, al menos, se correspondía con aquella cueva pintada de negro en la que, para confirmar su nombre, habían puesto colgado sobre el mostrador, una gran jaula de hierro, con un gran ejemplar de esta especie dentro. Pasaron al interior y al intentar acercarse a una mesa vacía, Ercilla tropezó con los pies de un parroquiano que sentado en un taburete, permanecía con las piernas completamente estiradas y una sobre otra, ocupando el paso.

–Disculpe, vuestra merced. Yo me he tropezado. Me llamo Alonso de Ercilla y me gustaría invitarle un trago– dijo, y extendió su mano en señal de saludo.

El parroquiano permaneció medio tumbado apoyada la espalda contra la pared, mientras le dirijía una mirada parecida a la del cuervo del mostrador.

–Yo estoy servido, y además no bebo con lindos pisaverdes. Por otro lado, las ardillas saltan los obstásculos y no tropiezan con ellos.

Esto lo decía sin quitarle la vista a Ercilla que permanecía de pie a su lado, mientras se ajustaba el cinto cargado de hierros.

–¡A fé de quien soy, que vos caballero sois muy impertinente y lenguaraz! Me apellido Ercilla, soy hidalgo y mi solar es conocido, cosa que dudo de quien no acepta una disculpa y se comporta como un rufián.

Ercilla se había desabrochado el jubón verde, que en aquella semi-penumbra parecía negro y había puesto la mano derecha sobre la empuñadura de la daga, su defensa preferida en las distancias cortas.

El parroquiano se levantó de un salto y se encaró con Ercilla.

–¡Cuerpo de Cristo! –dijo–. Que no sabéis con quien os jugáis los cuartos. Vuestras disculpas os las guardáis para los afeminados que vos tratáis. Espero…

No pudo terminar la frase. Francisco de Andía se interpuso entre los dos y de un empujón dejó sentado al parroquiano en el taburete del que no quiso levantarse antes para dejarles pasar. Luego agarró a Ercilla, que porfiaba por acercarse a su oponente, y lo empujó hacia la puerta de salida. Ya en la calle, con noche entrada, Ercilla se fue calmando. Nunca supo su nombre, pero su memoria grabó como a fuego aquella cara y aquella mirada de cuervo.

PRIMERA ENTREGA

SEGUNDA ENTREGA

TERCERA ENTREGA

CUARTA ENTREGA

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