martes, noviembre 03, 2009

Textos / Maite Martín Duarte: «La otra conquista - Alonso de Ercilla y su canto Araucano», sexta entrega

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Grabado del poeta español. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de noviembre de 2009. (RanchoNEWS).- Continuamos con la publicación del trabajo que la joven Maite Martín Duarte –residente de El Paso, Texas– ha escrito para participar en el concurso Ruta Quetzal BBVA, con el tema de la vida de Alonso de Ercilla y Zúniga y su «Araucana», texto que ha dedicado a sus padres Ana Laura y Alfonso, fechado el 12 de enero de 2009:


Capítulo II
Por la Espada y por la Pluma
(1555 – 1563)


Se cumplieron casi con exactitud las previsiones del capitán, ya que llegaron a tiempo de celebrar la Navidad y el Año Nuevo. Aquellas fueron unas Navidades muy diferentes a las de España. Allí, el calor era húmedo y el ambiente desagradable; todo el día sudando, aquello parecía un horno, donde poco a poco se iban cociendo. ¡Ah! y los mosquitos, que no les daban tregua ni de día ni de noche. Parecía que les gustase la sangre nueva. Los tres amigos se quedaron en una casa hecha de adobe y techo de paja, donde consiguieron descansar dos días seguidos. Salieron para conocer aquel poblado fundado a orillas del mar en 1510 por aquel explorador de Baeza, don Diego de Micuesa, que luego supieron que se perdió en el mar, sin que nadie lo viese ni por aquellas costas, ni en España. El recorrido los llevó hasta el Río Chagres que desembocaba cerca de allí. Consiguieron bañarse en él y mitigar el cansancio, el sudor y el malestar que les causaban aquellos malditos mosquitos que salían como nubes de unas ciénagas cercanas. Poco a poco se fueron adaptando. Conocieron por primera vez a los indígenas nativos, hombres bajos de estatura, con ojos oblicuos y negros y aquella piel de badana con la que no se atrevían los zancudos. También vieron muchos negros, y se enteraron que los habían traído de África para realizar los trabajos más pesados. ¡Pobres gentes! Los patrones españoles los trataban como a siervos.

Desde luego que estaban en otro mundo. No sabían si mejor o peor, pero nuevo para ellos sí que lo era.

Alderete ya estaba preparando la expedición de los que le iban a acompañar al otro lado del istmo. Tenían que atravesar la selva, subir a los lagos y después seguir la orilla de un río que los llevaría por la ruta que trazó en el año 1513, el extremeño, Vasco Núñez de Balboa. Sería una travesía corta, de apenas veinte leguas, pero muy penosa, había dicho Alderete. A mediados del mes de marzo empezó la marcha. Los hombres a pie, las mujeres en mulas, que para entonces, las Flotas de Indias, que llegaban a este puerto, ya las habían traído desde España. El único alivio que tuvieron –en perjuicio de los siervos– fue que no tuvieron que cargar con sus hatos. Efectivamente la marcha fue penosa; tuvieron que desbrozar mucha parte del camino, vadear una amplia zona pantanosa y luego seguir una abrupta rivera del río que los llevaría hasta un poblado que llamaban Balboa, en honor a su fundador, Vasco Núñez. Antes de comenzar el descenso de esa vertiente, tuvieron la satisfacción –una entre mil penalidades– de contemplar la impresionante vista del océano, que el caballero Balboa –oriundo de Jeréz de los Caballeros– había nombrado del «Sur» y del que había tomado posesión para el rey Fernando, un mes de septiembre de 1513.

Llegaron pues a Balboa y allí repusieron fuerzas. Ercilla imitando al que le dio nombre, se metió en aquel Mar del Sur, que ya figuraba en las cartas de navegación como tal.

Comenzaba el mes de abril de aquel 1556. Se estaba disponiendo ya la nave que los llevaría definitivamente hasta el Perú. Sólo era una, porque la mitad por lo menos, de los que habían llegado a Nombre de Dios, se habían quedado allí, para tomar otro rumbo en aquella febril expansión y colonización de España.

Ercilla se había enterado de que don Gerónimo estaba enfermo. Lo visitó en la casa de un español ya afincado allí, y realmente lo encontró mal. Lo vió demacrado, los ojos vidriosos, la color pajiza. Le dio mala espina, sobre todo, cuando al quererse incorporar para despedirse de Alonso, le dio un acceso de tos y vomitó sangre. A pesar de todo, la expedición siguió. Subieron a Alderete al barco en unas andas y lo acostaron en la cama del capitán. Zarpó la nave con rumbo al Callao en la madrugada del día 7 de abril. La mar en calma y esa luz deslumbradora de aquella costa tropical llena de vida y de muerte, que invisible se expandía por el aire.

Al pasar por delante de la isla Taboga –que también incorporó a la Corona el Adelantado Balboa – sonó con estrépito la campana de abordo. El bueno de Don Gerónimo de Alderete acababa de morir. Allá en Olmedo, de su Castilla, donde nació, sin embargo despertaba la primavera. Lo despidieron en la humilde iglesia de adobe que dominaba la isla, y a un costado de ella, lo enterraron mirando al sur, hacia ese Chile, donde su espíritu llegaría antes que los honores. Luego supieron por el galeno del virrey, que los síntomas apuntaban que murió del «vómito negro» o fiebre amarilla. La culpa, uno de aquellos voraces mosquitos que los aguijonearon durante todo el tiempo que estuviéron en el istmo. Ercilla y sus amigos se libraron porque tenían la suerte de cara.

Dejaron con pena en la pequeña isla al que iba a ser su gobernador, y la incertidumbre y preocupación les acompañó durante todo el viaje por el Mar del Sur. Ercilla grabó aquel momento en su corazón y lo plasmó en su epopeya años después en un dolido verso que diría: «Fue su llorada muerte asaz sentida».

Atracaron en el Puerto del Callao de la Ciudad de los Reyes, y al pisar tierra firme los tres amigos se abrazaron. Nadie de sus familiares los hubiesen reconocido. Ojerosos, flacos, desaliñados y con barba de un mes. ¿Dónde quedaba algo de la gallardía y el donaire de aquellos tres caballeros de S.M.?

El puerto era grande y el trajín lo llenaba todo. Personas, carruajes, perros, caballos y un ensordecedor griterío que contrastaba con un permanente cuchicheo en una lengua desconocida, acabó por aturdirles. Llevaban en sus miembros el vaivén del mar y aun pisando tierra firme –¡por fín!– sentían que se tambaleaban. Abrazados y riéndose de su aspecto y de su situación, se sentaron sobre unas redes de pesca, hasta sentirse conscientes de que ya habían llegado a su destino. Así estaban, cuando acertó a pasar junto a ellos, un carruaje con cochero de uniforme con muchos dorados. El caballo paró nervioso y resoplando y por la ventana del coche una voz conocida les dijo:

–Caballeros, tienen dónde quedarse? –el virrey, en tono más amable que en el barco, les dejó caer esta pregunta.

–No, Excelencia –respondió Andía por todos.

–Quédense aquí, hasta que lleguen por mi equipaje. No tardarán. Se quedarán en mi casa por ahora –les dijo Don Hurtado, mientras indicaba al cochero que continuase.



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