miércoles, diciembre 02, 2009

Textos / Maite Martín Duarte: «La otra conquista - Alonso de Ercilla y su canto Araucano», séptima entrega

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Grabado del poeta español. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de noviembre de 2009. (RanchoNEWS).- Continuamos con la publicación del trabajo que la joven Maite Martín Duarte –residente de El Paso, Texas– ha escrito para participar en el concurso Ruta Quetzal BBVA, con el tema de la vida de Alonso de Ercilla y Zúniga y su «Araucana», texto que ha dedicado a sus padres Ana Laura y Alfonso, fechado el 12 de enero de 2009:


Capítulo II
Por la Espada y por la Pluma
(1555 – 1563)

Ercilla empezó a entender lo que era la conquista allí en el lugar de los hechos. Conoció esa verdad que tardaba en llegar a España y que ni el rey conocía. Estaba en la ciudad que Francisco Pizarro, el de Trujillo, había fundado el 18 de Enero de 1535 con el nombre de Los Reyes. Le contaron de la terrible guerra civil entre los hermanos Pizarro –Hernando y Gonzalo– y Diego de Almagro, en aquella batalla de Salinas y la consecuente ejecución de éste, en la plaza pública de Cuzco el 8 de Julio de 1538. Y todo por la inconformidad en la repartición de un territorio que era mayor que varias provincias españolas juntas, y que el rey había otorgado en 1534 –Nueva Toledo– con el nombre de Capitulaciones, al Adelantado Diego de Almagro.

La codicia de los hermanos Pizarro, instigados por Francisco, que a la sazón ostentaba el título de virrey del Perú, fue la que los llevó a la guerra entre compatriotas. Sin embargo, Francisco Pizarro y Almagro habían sido buenos amigos y hasta socios, ya que después de haberse conocido en Castilla del Oro (Panamá), iniciaron juntos la conquista del Perú allá por el 1532, desde la población de Cajamarca. Tanto fue su afecto que en homenaje a su amigo, Almagro –que era natural de ésta población, de Ciudad Real– funda una ciudad en la tierra del Inca y la llama Trujillo, justamente como la ciudad extremeña donde nació Pizarro. ¡Incomprensible! Y luego vino lo que vino.

A la muerte de Almagro, la venganza del hijo de éste. Almagro «El Mozo», dio muerte a Francisco Pizarro, en su palacio de Los Reyes (Lima), el 26 de Junio de 1541. En tres años se engendró aquel odio. Todas esas noticias que parlaba el pueblo en la calle, las fue analizando Ercilla, así como otras referidas a las posesiones que se extendían tanto por el norte como por el sur, de aquella tierra inmensa. Veía al fondo las sierras nevadas e imponentes de los Andes, dominadas solamente por el vuelo vigilante del cóndor. Le decían que allá arriba los indios Quechuas –pueblo guerrero que había dominado todo aquel territorio hasta que llegó Pizarro, que lo conquistó –, habían fundado ciudades fabulosas hacía cientos de años, en los que reinaba su soberano que llamaban Inca. Una de aquellas ciudades era Cuzco, que en su idioma significaba «halcón satisfecho». Quería conocerla, para definir si todo aquello que le contaban, eran puras fantasías o no. Se enteró de historias, de los que se aventuraron explorar hacia el sur y hasta dónde habían llegado. De Diego de Almagro supo, que lo pasó muy mal en la expedición que realizó en 1533 y que le llevó hasta el Valle del Aconcagua y que desanimado y derrotado por el desierto inclemente del Atacama, regresó al Perú en 153. Ercilla seguía tomando apuntes durante su tiempo libre, allí en casa del Gobernador. Para entonces el Virrey Hurtado de Mendoza había nombrado Gobernador de Chile a su hijo don García que contaba ventiún años de edad, quién ya ansioso, estaba preparando una expedición para someter a una tribu muy belicosa, que llamaban Mapuche.

Don García enroló en aquella expedición a los tres amigos que ya deseaban poder ser útiles a la causa de su rey. Antes de partir, Ercilla quiso saber a dónde iba y quienes eran aquellos Mapuche. Ya se había enterado en España de la muerte de Pedro de Valdivia ocurrida en 1553. Pero supo en Lima cómo fue esa muerte y se quedó impresionado. Se lo contaron soldados que habían estado con él en aquella batalla del fuerte Tucapel. Fue un guerrero Mapuche llamado Lautaro quien venció al ejército de Valdivia y acabó con su vida. Pero lo más increíble había sido la historia de Lautaro. Valdivia y su compañera Inés Suárez habían recogido a un niño indígena que creían perdido y huérfano. Lo llamaron Felipe. Lo criaron, le enseñaron el castellano y todo lo relativo a las armas y a los caballos. Llegó a ser su caballerizo. Y un buen día después de seis años desapareció. Luego supieron que una de las tribus Mapuche había nombrado Toqui –que en su lengua Mapudunga significaba jefe militar–, a uno llamado Lautaro, que era el mismo que mató a Valdivia. La historia que le contaron de Valdivia le pareció fantástica.

El 12 de Febrero de 1541 fundó un poblado según las normas marcadas por su rey, que llamó Santiago del Nuevo Extremo. A los pocos meses lo atacaron los Mapuche y lo destruyeron casi por completo. Batalla encarnizada donde murieron muchos españoles. Reconstruyeron la ciudad dos años después. Valdivia y sus huestes siguieron internándose en territorio Mapuche –llamado Arauco –, a pesar de la fuerte oposición de este pueblo aguerrido, que lo defendió con uñas y dientes. Llegó hasta el caudaloso río Bío-Bío, donde el 5 de Octubre de 1550 fundó el asentamiento militar llamado Concepción y que con el paso de la conquista sería la segunda ciudad más importante de Chile. Se adentró todavía más en la Araucanía llegando a fundar la Imperial (1551) y la misma Valdivia (1552).

Todo aquel conjunto de noticias, intrigas, ejecuciones y guerras y el mismo carácter aguerrido y orgulloso de aquellos indios que defendían su territorio y su libertad sólamente con sus machetes de pedernal y sus flechas, contra el acero y los cañones de los conquistadores, impactaron fuertemente a Ercilla. Mapuche, en Mapudungun, significaba «gente de la Tierra». Ellos eran Mapuche, pertenecían a aquella tierra y por eso la defendían, aún contra aquellos que venían con el trueno y el caballo y blandían aceros.

Estaba todo dispuesto. El joven gobernador, con armadura y penacho de plumas, hizo retumbar el puerto del Callao, con un estruendo de cañones de aquella flota con ocho naves –un remedo de la Invencible– que ya anunciaba la partida contra los insumisos de Arauco. Además un mes antes, el Gobernador había enviado otra escuadra de a pie y a caballo, que ya andaría por las soledades del desierto de Atacama. En total 500 españoles y 1500 «yanaconas», –indios sometidos–, que los epañoles llamaban con mucho eufemismo «amigos».

Desde aquel 21 de Febrero de 1557, Ercilla sería parte de la historia de la conquista de Chile, y él lo contaría: «en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, porque fuese más cierto y verdadero» (Prólogo de La Araucana).

Aquella sucesión de hechos y personas los fue anotando y guardando como podía, ya que escaseaba el papel y a veces tuvo que escribirlos en cueros y hasta en cortezas de árboles. Al final, aquella crónica se llamaría La Araucana que contendría un extenso relato escrito en octavas reales y que él ordenó en cantos, en total treinta y siete y un apéndice. Está considerada como la mejor obra épica de América, quedando como referente de la conquista de la Araucanía y del valor de su pueblo, sometido a la pujanza y tesón de los soldados españoles. Cervantes en su Quijote, en el capítulo VI en el donoso escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de don Quijote dice que los libros – entonces eran tres tomos– La Araucana «son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos».

Ercilla emprendió aquel viaje con la expedición de don García, haciendo escala en Arica el 5 de Abril de 1557 y un desembarco en Cocimbo, la Serena, el 23 de Abril. Aquella fuerza de hombres y medios de guerra, asustó a los pobladores que iban encontrando en aquel territorio ya conquistado por Almagro y Valdivia, y en los que había destacamentos de españoles con indios yanaconas. Allí mandaba el capitán Francisco de Aguirre, viejo soldado que peleó en la guerra de Pavía en Italia. Siguió la navegación entrado el invierno, y a finales de junio y tras superar un fuerte temporal llegaron al morro de Penco, donde desembarcaron y fundaron un fuerte. Allí fue donde Ercilla tuvo el primer contaco con los «Araucanos» que así los empezó a nombrar. Estando en Penco les llegó la noticia del ataque por sorpresa de Francisco de Villagrá –que estaba entonces de capitán en Santiago– al campamento del jefe araucano Lautaro. En dicho ataque dieron muerte al jefe indio y de esta forma vengó la muerte de Pedro de Valdivia. Lautaro se había crecido como líder y había desafiado a las fuerzas españolas. Le traicionó uno de los suyos y Villagrá pudo cercarlo en Peteroa. El bravo Toqui murió peleando. A pesar de esta sentida baja, el pueblo Araucano no se rindió y ensalzó a otro caudillo imponente que cogió la lanza de guerra. Era Caupolicán. El gran consejo araucano reunido en la sierra de Pilmaiquén nombró a este «pedernal azul» –eso significaba su nombre– como Toqui de todo el pueblo mapuche. En span style="font-style: italic;">La Araucana en el canto XXXIV dice Ercilla de él: «Y quien del araucano señorío tiene el mando absoluto y regimiento».

Ercilla tuvo que empuñar la espada por su honor y el de su rey y para defenderse de los constantes ataques de aquellos indios de corazón valiente. Participó en la batalla de las ciénagas de Lagunillas, el 5 de septiembre de 1557. Lucha feroz, de cuerpo a cuerpo en la que perecieron tantos de los dos ejércitos, que el agua parecía sangre. Siguió la de Millarapue, el 29 de Noviembre de aquel sagriento año. Luego la del Fuerte Cañete, donde el 20 de Enero de 1558 fue hecho prisionero el gran Caupolicán, a quien dieron muerte en la pica, hecho que lo recoge Ercilla en el canto XXXIV y lo cuenta, aunque él no fué testigo de esta horrenda ejecución. Dice: «No estuve yo presente, que a la nueva conquista había partido de la remota y nunca vista gente; que si yo a la sazón allí estuviera, la cruda ejecución se suspendiera».

Mientras en Cañete, Alonso de Reinoso, el «veterano», como le llamaba Ercilla, formuló la cruel sentencia de empalar a Caupolicán, y su Alguacil Cristóbal de Arévalo, mandó al verdugo ejecutar la sentencia, Ercilla iba camino del sur, con una expedición de 150 españoles y algunos cientos de yanaconas. Mandaba la expedición don García, quien en la orilla donde confluían dos ríos, trazó las líneas para levantar la villa de Osorno, el 27 de Marzo de 1558, en honor de su abuelo, Conde de Osorno.

Ercilla, con un reducido grupo de «diez amigos compañeros, gente gallarda, breve y arriscada», siguió por la ruta del sur abriendo camino. Pasaron el canal de Chacao llevados en una piragua por unos indios amigos, gentes que «no conocían ni la maldad, el robo, la injusticia, ni la ley natural inficionado», y llegaron a la isla de Chiloé.

Penetró él sólo en la selva y allí, en un acto de romanticismo grabó con su daga en la corteza de un árbol el lugar «donde otro no ha llegado, a las dos de la tarde del postrer día de Febrero de 1558». De allí regresaron a la ciudad La Imperial. El reclamo de aquel cielo profundo, en contraste con el azul helado de las cumbres, hacía resaltar la Cruz del Sur, que les marcaba el rumbo hacia el estrecho que Fernando de Magallanes había descubierto en 1520, pero a Ercilla se le acababa su tiempo en aquella tierra que tanto quiso.

Estaban descansando de tanto viaje y tanta batalla en una tregua de invierno, allí en La Imperial. La ciudad había crecido desde que se fundó en 1551. La habían poblado comerciantes, artesanos, marineros, frailes fundadores de misiones y escuelas y viejos soldados que en pago a sus servicios, habían recibido tierras y «encomiendas». Éstas, consistían en un documento por el que el Cabildo otorgaba un número indeterminado de indios –a mayor cargo, mayor número de indios–, de los que se hacían cargo, y los adoctrinaban por ley en «las cosas de nuestra santa fe», mientras se servían de ellos como criados y a veces hasta como siervos.

Se había llegado muy lejos en la conquista de Chile y aquellos últimos años habían sido muy duros. Se requería un descanso. El joven y apasionado Gobernador, preparó una fiesta aquel último día de junio. Hubo misa, música, juego de bolos, competiciones a caballo, pelea de gallos y enfrentamiento incruento en un torneo simulado. Bastante sangre habían tenido en las guerras. Ercilla se acercó al protero a ver los caballos. Ahora que iba a permanecer una temporada sin batallar y sin explorar, le apeteció comprarse un caballo para salir del fuerte y recorrer los alrededores.

Y allí lo vió. Se vieron. Vestía todo de negro y seguía teniendo la misma mirada de cuervo, pero no sabía su nombre. Él si se acordaba de Ercilla y del mote con que él, en la Taberna del Cuervo, allá en Sevilla, lo bautizó. Se le acercó, insultando ya desde lejos con su cínica sonrisa, y remató descubriéndose de su chambergo emplumado, mientras le hacía una burlona reverencia.

–¡Vaya, a quién tenemos por estos barros! ¡El señor ardilla de cuerpo entero! Le hacía a vuacé por Sevilla, ¡vive Dios!– le dijo el flaco y desgarbado parroquiano.

Ercilla no le contestó. Lo que no sabía aquel rufián, era que él ya no tragaba aquellos sapos. Se le plantó delante, las piernas abiertas y despejada la espada en la mano. Le lanzó una estocada que el otro pudo parar. Chocaron los aceros y se juntaron en la misma cruz de la empuñadura, acero contra acero, mirada contra mirada, a un palmo de los ojos.

–Los que agravian como vos, estimulan mi espada –dijo Ercilla con aplomo.

A tiempo los separaron y la cosa no pasó a mayores. Pero a don García, aquella falta de diciplina lo irritó tanto, que los mando encarcelar. Al día siguiente, incomprensiblemente, dictó una condena de muerte para los dos presos. Tanto su secretario como sus consejeros, tardaron en convencer al arrogante Gobernador de aquella desproporcionada decisión. Cuando ya estaban los dos reos en la Plaza Mayor, camino del patíbulo, llegó Pedro de Portugal corriendo desde la residencia de don García, para parar la ejecución. Todo el pueblo allí reunido estalló de alegría y lanzó vítores al «bueno» de don García. Entonces, Ercilla supo su nombre. Se llamaba Juan Pineda, a quien él recordaría como El Cuervo.

Aquel incidente cambió el rumbo de su vida. Había caído en desgracia de don García, quien lo condenó a tres meses de cárcel y después lo desterró a Lima. Arrastando la ingratitud de aquel engreído Gobernador, Ercilla partió para el Callao a finales de febrero de 1559.



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