jueves, mayo 16, 2013

Cine / Francia: «El gran Gatsby» de Luhrmann y «Heli» Escalante

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Leonardo DiCaprio, Carey Mulligan y Joel Edgerton en El gran Gatsby, de Baz Luhrmann. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de mayo de 2013. (RanchoNEWS).- Histeria. Es la palabra que empleó Scott Fitzgerald para definir el estado mental del Nueva York años 20. La que abre paso en boca del narrador Nick Carroway (Tobey Maguire) al desfile de excesos y pasiones de El gran Gatsby. Histeria es también la palabra que se apropia de los primeros minutos, casi del metraje íntegro y excesivo (142 minutos), de la adaptación de Baz Luhrmann con que el 66 Festival de Cannes ha dado su pistoletazo de salida. Sobre el papel, la película tenía todos los ingredientes necesarios –glamour, estrellas, espectáculo, raíces culturales y un director de prestigio para inaugurar el aquelarre cinéfilo más importante del año. Ingredientes, lamentablemente, desaprovechados, destinados a extinguirse bajo la trituradora del tedio y el deslumbramiento de fanfarria, pasajero, bombástico, redundante. Y lo cierto es que, tratándose del autor de Moulin Rouge, en su dimensión cinemática podría haber sucumbido a mayores ataques de histerismo. El desenfreno pop era imaginable, pero no el aburrimiento. Una nota de Carlos Reviriego para El Cultural:

El problema que esta vez no ha resuelto el director de Romeo + Julieta es que no se ha despegado de la novela todo lo que una versión cinematográfica hubiera requerido. A pesar de manejar un material literario perfectamente congruente con su obra (romance + tragedia + épica + barroquismo), o quizá precisamente por ello, Luhrmann peca de fidelidad literaria. Es decir, una clase de fidelidad que se vuelve en contra de la película. Sobre todo allí donde la imagen no alcanza a expresar lo que la voz en off de Carroway –tan pegada al texto de Scott Fitzgerald– nos indica que debemos sentir. Las citas directas a Casablanca, El crepúsculo de los dioses y Ciudadano Kane tampoco logran disfrazar el dispositivo. Ni los aires de jazz y los acordes de Gershwin. Sólo son parches evocadores. Los fuegos artificiales en la mansión disneyana de Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio hace lo que puede y lo hace muy bien), en una fiesta que debería haber dejado en paños menores a los desenfrenos discoqueteros de Moulin Rouge (y no lo hace), concentran el espíritu kitsch, cartoonesco, colorido y extasiado del film.

«Mi vida tiene que ser como esto», dice Gatsby. Y el primer plano de DiCaprio corta a un cometa fulgurante surcando veloz la noche estrellada. Momentos así son los que provocan tanta fascinación como rechazo en el cine de Luhrmann. Sus arrebatos de ingenio invaden la película, se apropian de ella. Pero no son más que gags visuales. Meras travesuras. No penetran en el corazón del drama. Cuando alcanzamos su momento climático, éste se ha cobrado la factura de unos personajes incapaces de llevar y sostener la acción –son tan superficiales todos ellos–, porque la acción está en los fuegos artificiales y las copas de champán. Y en las cámaras flotantes. Y en el vestuario. Y en la música. Y en un diseño de producción concebido como espectáculo y verdadero tema de la película. Eso es el cine de Luhrmann, expuesto aquí con todos sus atractivos y fragilidades. La traición al texto no pasaba entonces por la mente del director australiano –las palabras desfilan garabateadas por la pantalla, impresas en 3D, en un recurso tan viejo como ineficaz–, pero en el proceso traiciona el espíritu. Del frenesí vital a la penumbra melancólica, la tragedia de Gatsby, Daisy (Carey Mulligan) y Tom Buchanam (Joel Edgerton), a la que asiste como un guardián de secretos el narrador Calloway, se precipita hacia un vacío emocional que no provoca ni frío ni calor, si acaso impaciencia.

Pudo verse después Heli, del mexicano Amat Escalante, la primera película a concurso por la Palma de Oro, pues Luhrmann inauguraba el cotarro fuera de competición. El contraste fue profundo. Estrellas del firmamento Hollywood frente a actores no profesionales de Guanajato. Epidermis ambiental frente a una atmósfera narrativa en creciente tensión. De las riquezas del glamour neoyorquino a la violencia y sordidez del narcotráfico en la frontera mexicana. Esa clase de violencia que surge de forma tan inesperada y traumática y devastadora como debe hacerlo en los (sub)mundos que retrata Escalante, con sobriedad, hiperrealismo estilizado y profundidad psicológica. El tercer largometraje de Escalante parece concluir una trilogía en torno a las pulsiones bárbaras de la sociedad mexicana, concentradas esta vez en el hombre honesto que da título al film, pero cuya honestidad se verá inevitablemente corrompida, como si fuera una metástasis social, por un entorno de sadismo y tensión del que nadie parece poder escapar. El espectador tampoco.

Escalante ya había demostrado con Los bastardos que era capaz de hacer equilibrios entre el cine de género y la radicalidad autoral. En Heli lleva su discurso sobre el terror cotidiano más lejos, lo depura con rigor, su ética encuentra su estética. La tragedia de una familia contada desde cierta neutralidad afectiva, casi como si fuera uno de esos informes de la infamia que pueblan la novelas de Bolaño –sin variar el gesto, un niño pasa de jugar a la wii a apalear a un rehén–, se convierte en una corrosiva metáfora sobre la devastadora penetración de la violencia en todas las capas de la sociedad, especialmente en la de aquellos que han decidido mantenerse al margen. Escalante no concibe esa violencia desde el espectáculo, sino desde la certeza de su grotesca brutalidad, ordinaria y cotidiana, desde el estado de terror que va tejiendo la sofocante atmósfera de la película. El mérito es de un guión bien trazado (cuyo conclusivo final quizá no hacía falta), pero sobre todo de un cineasta que narra desde los márgenes de la acción, con pulso y dedicación al detalle, sondeando el alma del drama a partir de sus personajes, arrastrándonos sabiamente hacia algo parecido al espanto. Una gran película.

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