domingo, junio 23, 2013

Obituario / James Gandolfini

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El actor como Tony Soprano en un momento de la serie Los Soprano.  (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 21 de junio de 2013. (RanchoNEWS).- Al morir James Gandolfini solo tenía 51 años, pero ninguno de los cautivados espectadores de su arte debería ser calificado de irracional o exagerado por deducir ante la apariencia de ese hombre gordo que su edad oscilaría entre los sesenta y los setenta o que a los diez años tenía el mismo careto y gestualidad que a los cuarenta, o simplemente, que no tenía edad, que siempre fue, es y será el Tony Soprano que guardamos en nuestra retina y en nuestro oído. Y constatando su apabullante personalidad, la vuelta de tantas vueltas por todas la esquinas de la vida, la sabiduría callejera y emocional que reflejaba su rostro, podías pensar que había exprimido hasta la saciedad el tiempo que le fue concedido en la tierra. Pero Gandolfini aún no había cumplido los 37 años cuando apareció en una extraordinaria serie de televisión, en un icono justificado, en el aroma del gran cine invadiendo la pantalla, para quedarse eternamente en la memoria colectiva. Una nota de Carlos Boyero para El País:

No recuerdo si ese día llevaba una camisa o camiseta de punto de seda, o si se había puesto un traje. Lo segundo lo hacía cuando iba a cenar a un nuevo restaurante en compañía de su muy compleja esposa Carmela, de esas amantes fijas y alarmantemente parecidas aunque Tony no sea selectivo cuando anda cachondo y sea capaz de montárselo con una dama rusa a la que le falta una pierna, de los sinuosos jefes de la competencia, de sus reverenciales y a veces nada fiables centuriones y legionarios.

Está sentado frente a una mujer sofisticada, atractiva, cultivada y sensual que cruza con elegancia sus contundentes piernas, que le aguanta la mirada y el farfulleo, que maneja con maestría los silencios, que consigue sacar de quicio, gimotear, blasfemar, amenazar, rugir, fingir, contar lo que no se cuenta a nadie, seducir, al paciente más peligroso y turbio que pasará jamás por su consulta. Es la doctora Melfi. Tony le está contando que un aciago día los patos que le visitaban en su piscina decidieron emigrar a otro paisaje y desde entonces su corazón sangra, no quiere levantarse de la cama, todo es desolación, no tiene ganas de comer, ni de beber, ni de hablar, ni de follar. Y el no puede permitirse ese lujo sentimental. Su papel en la jungla humana es el del rey león, el gorila más devastador, el zorro más astuto, la hiena cuando se declara la guerra.

Puede ser feroz pero también pragmático, ladino e incluso tierno. Su poder y su ambición son tan grandes que debería dormir con un ojo abierto. Es el monarca de la mafia de New Jersey. Y está seriamente deprimido porque volaron las infieles aves palmípedas que apaciguaban su alma. ¡Ay, los traumas de los emperadores, sus épicos esfuerzos para mantener el poder, los recuerdos de infancia, las madres y hermanas vampiras, el tío maquiavélico y sentencioso, el hijo atontado, la hija inteligente y preguntona, la esposa que se entera de todo aunque no quiera enterarse de nada, las traiciones de los más cercanos, la necesidad de sacrificar lo que amas para mantener el orden más siniestro!

Pero David Chase, creador de la serie, es tan listo y tan honesto que jamás permite que nos olvidemos de la naturaleza de Tony Soprano. Tampoco de las fechorías que puede cometer su a ratos entrañable tribu. Cuando estás a punto de colgarte, cuando todos te parecen tan entendibles y humanos, cuando se acerca tu identificación emocional con sus problemas, nos sueltan un puñetazo en el hígado, nos recuerdan que estamos ante gente que puede ser despiadada y monstruosa, que puedes encariñarte con su anverso pero que su reverso es tenebroso.

Tony flota permanentemente por Los Soprano aunque no salga en plano. En The Wire podría desaparecer cualquier personaje sin que disminuyera su potencia coral. Pero Los Soprano es James Gandolfini y otras admirables cosas. Pasamos siete inolvidables años en su adictiva compañía. Me parecieron pocos. Viéndole comer sin prisas y sin pausas, echando complacidas volutas de humo, bebiendo con estilo, pasando las mañanas tomando expresos en un cafe inequívocamente mafioso y las noches haciendo planes, pactos, futuras guerras, negociaciones, rodeado de strippers siliconadas en el Bada Bing! Observamos sus rituales comidas familiares, sus resacas mañaneras, sus cabreos progresivamente volcánicos, su seguridad de que puede vencer al más chulo, sus incertidumbres, sus miedos, sus trampas, sus venganzas, sus sueños, su brutal sentido de la realidad. Me hubiera gustado despedirme de él cuando esa realidad se distorsiona, despues de haber tomado peyote, viendo amanecer en el desierto de Las Vegas. Nunca con ese fundido en negro, tan facilón, impotente o absurdo con el que Chase clausuró su obra de arte.

En el cine, Gandolfini fue un secundario inquietante y modélico. La última vez que le vimos su presencia era breve, aunque poderosa. La templada autoridad y la sorna que desprendía el jefe de la CIA en La noche más oscura afectaba a la agente Maya y al espectador. Todo suena a anécdota ante alguien tan imperdurable como Tony Soprano. Gandolfini la ha palmado en Roma, camino a Sicilia. Tiene su lógica en el caso de Tony. Pero imagino que él querría ser enterrado en su reino, ese que atraviesa en coche en los títulos de crédito. Y que Van Morrison fuera la banda sonora. Para cualquier persona que ame el gran cine (ya sé que es televisión) siempre estará vivo. Gracias por todo, señor Gandolfini.


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