viernes, febrero 14, 2014

Artes Plásticas / Entrevista a Ernesto Neto

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El artista brasileño.  (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de febrero de 2014. (RanchoNEWS).- El brasileño Ernesto Neto cambia vehemencia por seguridad a punto de cumplir el medio siglo. Hoy se inaugura en el Guggenheim de Bilbao El cuerpo que me lleva, una exposición que arranca en su atrio con una espectacular pieza que se entrelaza con la estructura del edificio ideado por Frank Ghery. El crítico Miguel Fernández-Cid habla con el artista para El Cultural:

Ernesto Neto (Río de Janeiro, 1964) es un artista al que resulta fácil seguir desde que, a finales de los años 90, define una obra ágil, atractiva y personal que suscita el interés de comisarios e instituciones. Entonces era un joven brasileño que defendía una escultura vitalista y sensual, con el cuerpo, la piel, el tiempo, la energía o el paisaje como argumentos de reflexión; hoy, a punto de cumplir el medio siglo, ha cambiado vehemencia por seguridad pero se mantiene fiel a unos principios a los que no renuncia, empezando por el compromiso de acercar arte y vida. Le comento que llama la atención la sintonía que tiene con los museos y centros de arte, y lo razona: «No estamos en el tiempo en el que el destino de una obra era un mecenas o un coleccionista, hoy el arte se mide ante un público que marca un territorio y pide un acontecimiento que sucede en la exposición. Ahora, la manifestación artística acontece en el museo y artista e institución trabajamos para el público, que es el receptor de la obra. Mi relación con las instituciones es muy fuerte, porque mi obra tiene una relación intensa con el público, y los responsables de las instituciones lo perciben. Que me inviten a colaborar resulta muy estimulante para el desarrollo de mi trabajo porque me enfrenta a públicos distintos, de diferentes países».

Un cambio de presión

Desde su arranque, los proyectos se suceden hasta suscitar el interés de instituciones cada vez más complejas, como el Museo Guggenheim de Bilbao, que le propuso realizar una amplia retrospectiva en cuya definición participa el artista de forma activa. Lo comenta mientras pasea por las salas: «Hay un cambio de presión cuando llegas a una institución como ésta: un peso mayor, una responsabilidad adicional, una cobranza que no percibía cuando tomaba decisiones en instituciones como el CGAC, el ICA de Londres o el Dundee Contemporart Art. Cuando trabajas para una institución como el MoMA de Nueva York o el Guggenheim, eres consciente de que ellos están acostumbrados a fijar una relación más distante, más fría, entre el público y las obras, visible en el modo de disponer sus exposiciones, y que, por lo tanto, arriesgan al incorporar otros planteamientos, una relación muy cercana y activa entre público y obra, que es lo que yo propongo».

Quizá lo que suena a novedad en su discurso es la introducción de referencias a obras y épocas anteriores para definir su postura estética: «Me gusta enfrentarme al reto que supone trabajar en una institución, y sé que con frecuencia pongo en cuestión algunos de sus postulados. Cuando realizaba las naves, a finales de los años 90, planteaba una tensión sobre la idea de la galería, del cubo blanco, que era una imposición que detestaba por su rigidez, por su falsedad. Yo quería crear un espacio artístico ideal, soñado, para dentro de él mostrar las obras. Las naves eran una crítica a la supuesta neutralidad de los espacios blancos, del cubo blanco con su falsa idea de neutralidad: no son espacios neutros, actúan contra las obras y, especialmente, contra la relación entre las obras y la vida, que es un aspecto que a mí me interesa mucho. Siempre quise cuestionar la necesidad de los espacios supuestamente asépticos. Me gusta que la vida entre en el arte, en la institución, que se contaminen, que al acceder al museo se perciban vivencias, el murmullo de que la vida está ahí. Yo quiero traer el arte de vuelta a la vida, no pueden ser campos distantes».

Defensor de una escultura orgánica, en sus exposiciones las obras dialogan con el espacio y entre sí, habitándose. La de Bilbao, El cuerpo que me lleva, arranca en el atrio, con una espectacular pieza que se entrelaza con las estructuras ideadas por Frank Gehry, y prosigue por las salas de la segunda planta. Nueve espacios transformados, apropiados, convertidos en escenarios en los que suceden cosas, en los que obras de épocas distintas se hacen cómplices, se integran, encuentran su lugar, en una escenografía sencilla, colectiva, nada retórica. Cualquier detalle tiene su razón de ser, su sentido, su simbología, y Ernesto Neto se empeña en dar entrada a la vida, a la naturaleza, a lo ritual. Con los años, el sistema se hace más complejo y abierto, participativo, dando entrada a nuevos materiales, pero con un minucioso trabajo previo y una idea de orden que evita que se sienta como un recurso acumulativo. En planta, sus intervenciones dibujan una suerte de colibrí; al recorrerlas, el público alterna lugares de disfrute con otros de cierta inquietud, mientras percibe valores como la levedad, la delgadez, la evocación, el rumor, la intensidad, la pausa, el disfrute, el tacto, la respiración...

Formas, olores, color, murmullos, sonidos o música acompañan y seducen a un espectador al que invitan a disfrutar, a gozar, a vivir. La idea es que el visitante pasee y disfrute pero no como observador sino como parte de la obra. Sensualidad no excedida: no basta la mirada, el tacto es su prolongación. Las esculturas se completan cuando se cierra su experiencia, se huelen y tocan, se hacen realidad, les reconocemos vida. Ernesto Neto se preocupa por añadir elementos que aluden a la sensualidad: nuevos materiales, algunos de tradición indígena y otros extraídos de lo cotidiano, en una continua invitación al viaje, al disfrute, a lo atemporal. «Los materiales -dice- están ahí para que podamos crear, expresar lo que sentimos, y los respeto porque me considero el director y ellos los músicos, y hay que dejar que los músicos toquen. Como decía Santana: Let The Children Play».

Volvemos a la presencia de la arquitectura, porque Neto ha trabajado en espacios ideados por grandes arquitectos: «¡Claro que no es lo mismo trabajar en un espacio intimista de Álvaro Siza o en una estructura como la de Gehry! El Guggenheim de Bilbao si no es el inicio es el ejemplo más emblemático de esa arquitectura espectacular que consigue transformar una ciudad, hacer que un barrio gire en torno suyo. Resulta muy interesante trabajar en una institución que tiene un carácter, una representación histórico-simbólica tan fuerte. Además, la arquitectura de Gehry tiene un punto orgánico, animal, que dialoga bien con mi obra, pero sobre todo al exterior porque el interior, las salas, tienen unas dimensiones fantásticas para mostrar un trabajo como el mío: son amplias, generosas, y permiten que cada artista distribuya sus obras con notable autonomía. Las paredes tienen geometrías clásicas y los espacios una amplitud generosa que me permite ordenar los trabajos, que facilita una forma espontánea de conocer todos los tiempos de mi trabajo, de mi historia, de mostrarlos juntos, como si hubiese una fusión temporal... Al final, la exposición es como una retrospectiva en la que todo sucede, acontece, no necesita un discurso lineal, histórico, rígido, y eso me gusta». ¿Qué le pide al espacio para poder trabajar? «La arquitectura es una parte de la relación, pero no la principal: me interesa mucho la sintonía espiritual que se establece con el equipo del museo, la vivencia de la ciudad, la curadoría, el espíritu del lugar». De nuevo la vida.

Reflexión sobre el peso

Resulta muy atractivo imaginar que el visitante al museo pase de entender que la escultura puede ser una reflexión sobre el peso, paseando junto a La materia del tiempo o la Serpiente de Richard Serra, a sentir que es también levedad, delgadez, límite, piel, formas penetrables, en la exposición de Ernesto Neto. No lo duda: «El descubrimiento de Serra, en 1986 y 1987, fue fundamental para mi trabajo, como el de Anselmo, y resulta fascinante saber su presencia tan cercana. Hay ideas como la gravedad o la membrana sobre las que los dos reflexionamos, pero también hay muchos aspectos en los que nos alejamos».

El artista es consciente de pertenecer a una generación que obtuvo un rápido reconocimiento internacional, y que entra en la madurez: «Realmente, mi generación fue de explosión en el circuito internacional. Teníamos la estructura histórica favorable, con el arte neoconcreto de Hélio Oiticica, Lygia Clark, Lygia Pape; la contemporaneidad de Cildo Meireles, Waltercio Caldas, Artur Barrio, Antonio Manuel: un apoyo grande de la historia del arte brasileño... Creo, sin embargo, que fuimos como empujados a entrar en el circuito y que ninguno esperábamos tener el protagonismo, la presencia internacional que alcanzamos. Ahora, cuando estamos cerca de los 50 años, parece que respiramos un poco más. Lo que no sé es cómo será la continuidad, el paso de las nuevas generaciones, porque hay una fragmentación filosófica y estética muy grande. Tengo mucha curiosidad por ver qué ocurre y cómo abren y ganan su espacio, porque nosotros vivimos como artistas más consolidados que Helio o Lygia, que siempre mantuvieron una vida más experimental, quizá porque el arte no tenía la condición de suceso que tiene hoy».

Se detiene y concluye: «Creo que no existe espacio de mayor libertad que la galería de arte: en el cine, lo complejo de la producción pesa mucho en la creación, pero la libertad de la que disfruta el arte es muy importante, sobre todo si pensamos en el mundo que tenemos hoy».

Ernesto Neto no oculta su preocupación por el presente y su compromiso con el futuro. Lo sintetiza mezclando recuerdo y reflexión: «Si Lygia Clark dijo La casa es el cuerpo, creo que hoy tenemos que defender que La tierra es el cuerpo. Cada vez me siento más próximo a la forma de vida de pueblos indígenas, apegados a la naturaleza. Si vemos la tierra menos como paisaje y más como cuerpo tendremos una relación más fraterna, más completa, más equilibrada... Por encima de todo me interesa la vida».



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