jueves, abril 03, 2014

Cine / España: Recordando a Andrei Tarkovski

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El cineasta, en un momento del rodaje de Sacrificio; la que sería su última película. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de abril de 2014. (RanchoNEWS).- Andrei Tarkovski se resiste a ser olvidado. Su filmografía, reivindicada por creadores como Haneke o Lars von Trier, es una indagación sobre el sentido. Nadie como él ha llevado tan lejos las posibilidades del cine para reflexionar sobre lo humano. Una nota de Luis Martínez para El Mundo:

Cuenta Michael Haneke que cada nuevo año recibe a sus alumnos de la escuela de cine de Viena con la proyección de El espejo. «El 90% de los estudiantes no ha visto jamás una película así. Son incapaces de descifrarla. No sólo se sorprenden, sino que llegan a enfadarse», comentaba con gesto divertido poco antes de recibir el Premio Príncipe de Asturias el pasado mes de octubre. Disfrutaba sin duda con la anécdota. Justo después reconocía él mismo que le costaba recordar el número exacto de veces que ha visto la cinta de Andrei Tarkovski (1932-1986). «No puedo evitar llorar ante tanta emoción, tanta belleza». Para cuando llegaba a esta última frase ya no quedaba ni rastro del gesto divertido del principio.

¿Qué tiene Tarkovski que obsesiona tanto? ¿Por qué volver a él precisamente ahora, casi 30 años después de su desaparición? ¿Por qué cada una de sus películas (editadas al completo en DVD por Track Media) es citada con devoción por gente tan dispar como el propio Haneke, Lars von Trier (que le dedica dos de sus últimos trabajos), Tsai Ming-liang o Richard Linklater? Geoff Dyer en su libro Zona (Mondadori) ensaya un género literario hasta cierto punto, y sin exagerar, nuevo. Su idea es narrar o, mejor, explicarse a sí mismo la obsesión que le ha perseguido toda la vida por Stalker, el otro monumento cinematográfico del director ruso. Entre la autobiografía, el ensayo, la corriente de conciencia, el exhibicionismo y la confesión, el autor inglés se esfuerza por capturar lo más fielmente posible una experiencia tan radicalmente diferente que coloca al cine en otro lugar.

«Hacer visible lo que sin ti quizá nunca se hubiera visto», escribió Bresson sobre el arte de capturar imágenes en movimiento y ahí lo dejó, quizá como el lejano manifiesto de un programa cada día más olvidado. No es tanto nostalgia como cansancio.

En poco menos de un instante (eso es básicamente lo que significan las últimas décadas en la historia completa del arte), buena parte del cine ha pasado de mostrar acontecimientos complejos o simples que se suceden en el tiempo a exhibir objetos o superpersonas que vuelan a través del espacio. No hay más. Quizá, como apunta algún teórico avezado (Douglas Rushkoff, por ejemplo), todo ello no es más que una consecuencia de la reciente devoción por el instante en el que vivimos instalados: nosotros y nuestras redes sociales. El «shock del presente» hace que el tiempo haya dejado de ser una estructura compleja forjada de dudas, olvidos, resentimientos y fracasos (todo en uno) para convertirse en un twitline donde todo importa lo mismo en una distribución lineal de la euforia por la nada. Pero eso, quizá, es ir demasiado lejos.

Tarkovski, volvemos a él, simplemente ensayó algo tan aparentemente poco arrogante como filmar «un fenómeno a través del tiempo». Y precisó: «La auténtica imagen cinematográfica (entre otras cosas) no sólo vive con el tiempo, sino que el tiempo también vive gracias a ella». Esto último, sin embargo, merecía más de una explicación. Y para que no quedaran dudas dedicó su vida entera a aclararlo. Más allá de las crípticas, brillantes y magnéticas reflexiones de 'Esculpir el tiempo' (Rialp), su testamento literario, dejó siete (no más) precisas e irrefutables explicaciones: una por cada una de sus películas.

Si se mira su filmografía entera, toda ella goza de una coherencia apabullante. Y circular. «El primer plano de su primera película mostraba a un niño de pie junto a un árbol joven. En el último plano de su última película, a un niño tumbado a los pies de un árbol muerto», apuntaba con precisión Chris Marker en el documental Un día en la vida de Andrei Arsenievich. Y, en efecto, así es. Y lo es de tal manera que si se pretendiera trazar una línea que resumiera lo menos torpemente posible el argumento de su trabajo este podría ser el propio cine como herramienta de conocimiento. Reflexionar sobre el hombre, sobre los límites de su conciencia, sobre la libertad y el miedo, sobre el significado profundo del arte y de la vida (de todo eso va su cine), obligó a Tarkovski a trazar consciente o inconscientemente un plan a vueltas con el sentido mismo de la creación artística, del cine.

Sostenida por el tiempo

Dicho así suena desproporcionado. Y en efecto, lo es. Se quejaba Tarkovski de que el cine había vivido demasiado tiempo pendiente de la literatura, por ejemplo. Griffith, el fundador de todo, se imaginó a sí mismo como un Dickens de las imágenes. Y el ruso se empeñó en lo contrario. Como recuerda Dyer, el propósito del director de alguna manera poco difiere del que el propio Flaubert se impuso para él mismo. El francés pretendía escribir «un libro sobre nada, un libro que no dependiera de nada externo, que se sostuviera por la fuerza interna del estilo, igual que la Tierra... un libro que casi no tuviera tema, o al menos en el que el tema resultara casi invisible». Pues bien, Tarkovski, en la más extrema de sus propuestas, lo consiguió. El espejo no es una película sobre la nada (al revés, se acerca más al todo que a su contrario), pero no se deja arrastrar por las normas más o menos rústicas de la narración. Se trata de una cinta únicamente sostenida por el tiempo, puesto que el tiempo y su elaboración por medio del recuerdo es su único aunque lejano argumento. Toda ella, como el conjunto de su cine, se ocupa de sí misma; su trama no es otra que la propia construcción de su sentido. Hablamos del sentido mismo de la creación y del propio arte. De nuevo, del cine.

«En el cine», dejó escrito el cineasta estepario, «lo que me atrae es la lógica de lo poético. Esto me resulta más cercano que la dramaturgia tradicional que une las imágenes por la evolución lineal, lógica y consecuente del tema. Una interconexión de los acontecimientos así [...] resulta una banalización de la realidad vital, en sí mucho más compleja». El tono místico de sus reflexiones tal vez asusta, pero ofrece cuanto menos una clave para acercarse ya sin miedo a la rotundidad de lo filmado. Y eso ya no asusta, simplemente hipnotiza.

Si empezamos por el principio, por La infancia de Iván (1962), la película con la que se forjó como director tras varios y apasionantes ensayos (El violín y la apisonadora, por ejemplo), ya ahí, en la historia de una infancia fracturada por la guerra, no es difícil encontrar el rastro de lo que vendrá después. ¿Acaso no son las orillas del Dnieper el primer espacio vacío, reminiscencia de La Zona de Stalker, y único escenario posible de la vida y la muerte? Tarkovski heredaba en ésta, su ópera prima, un proyecto ajeno y para su ejecución recurría al expresionismo «hueco» (la expresión es suya) de los maestros rusos. Pero ya avanzaba los principios de un cine que se busca a sí mismo en la vida en blanco de un crío; un chaval obligado a construir su existencia en una paz imposible desde las ruinas de la guerra, cualquiera de ellas.

Andrei Rublev, su primera obra maestra, es ya él. «Los artistas existen porque el mundo no es perfecto... la búsqueda de la armonía, de una relación armónica entre los hombres, y entre el arte y la vida, entre el tiempo y la historia. De eso trata la película», dice por no confesar lo evidente: la historia del pintor de iconos que da título a la cinta no es más que, a poco que se mire de cerca, la historia del propio Tarkovski: la de un cineasta forzado a repensar su vida en cada segundo de su filmografía.

En Solaris (1972), quizá su trabajo más accesible, utilizaba la novela de Stanislaw Lem para construir una reflexión esquinada y desequilibrada sobre la conciencia. La herencia de la ciencia ficción no era más que una excusa para que Tarkovski demostrara de nuevo su aversión a los géneros en general y a las etiquetas en particular. El astronauta Kelvin, forzado a diferenciar entre su vida y lo que el océano extraño y extraterrestre crea con sus recuerdos, se convierte así en un absorbente estudio de la memoria, el tiempo y la realidad. Y todo ello, desde la postura de un cineasta que se investiga y analiza la propia capacidad del cine para crear realidades ex nihilo.

Cuando, y tras una larguísima preparación, Tarkovski presente El espejo en 1975, la historia del cine se las tendrá que ver con uno de sus episodios fundacionales. Visto desde la distancia, y desde el cada vez más evidente fracaso del cine como instrumento de conocimiento (no sólo de entretenimiento como se empeña la gramática del cine corriente), la película se antoja ahora más necesaria que nunca. De ahí su actualidad al lado de toda una filmografía que se ofrece como alternativa a la tristeza pueril de lo evidente.

La cinta quiere ser una autobiografía. Pero sin aclarar en ningún momento de quién. No es del autor o no lo es de forma necesaria. Por allí desfilan los episodios de una vida cualquiera transformados en paradigmas de percepción pura. Cada fotograma mutante de El espejo quiere ser y se propone como verdad: bello por verdadero. La película se sostiene sola como la novela que imaginara Flaubert empeñada en convertir el tiempo y la memoria en materia cinematográfica.

Todo lo que me atormenta

Tarkovski reproduce en su libro, no sin una punta de vanidad, una carta de un espectador que bien pudiera ser el mismo Haneke: «Todo lo que me atormenta, lo que me falta, lo que ansío, lo que me enfada y lo que me repugna: todo esto lo vi en su película, como un espejo». Y él mismo añadía como verdadero destino de su viaje: «La película es más de lo que en realidad parece ser (siempre que se trate de una película en el verdadero sentido de la palabra). Del mismo modo, las ideas que expresa constituyen algo más que lo que el autor de la película ha incluido conscientemente en ella». Y así llegamos donde queríamos: El espejo es la pantalla en la que se refleja la propia mirada, el tiempo de cada espectador. Partir de la vida vivida del artista para alcanzar la verdad. Y en ella, ya no caben personalismos. La verdad incumbe a todos.

Recientemente, el festival de Berlín proyectaba Boyhood. En ella, Linklater extremaba la disección del tiempo que le ha ocupado buena parte de su filmografía. Ante el espectador discurren 12 años de la vida de un grupo de actores. Es el tiempo que el director ha tardado en componer la propia película, toda ella, como soñaba Tarkovski, tiempo puro. Si hacemos caso a la taxonomía ideada por el francés Gilles Deleuze, el tiempo fue en un principio una consecuencia derivada de la propia narración cinematográfica, del montaje. Sólo posteriormente, de la mano de gente como Rossellini o Antonioni, el cine se empeña en ofrecer una imagen directa del propio tiempo. Pues es aquí precisamente, en este debate que define y crea el cine moderno, donde se coloca la película de Linklater como heredera de la radical formulación tarkovskiana. Y como él, Lars von Trier que reproduce en su Anticristo un periplo similar a la de los tres contrahéroes de Stalker o que toma como modelo El espejo para estructurar su mastodóntica Nymphomaniac.

La actualidad del cine de Tarkovski reside precisamente en su total inactualidad en su carácter de pura anomalía. Y precisamente por ello se antoja imprescindible. Los tres personajes protagonistas de Stalker (1979) buscan una habitación extraña en la que, dicen, todos los deseos son cumplidos. La Zona, así se llama ese espacio extraño, primigenio y lleno de sentido, no conoce de clichés ni gestos repetidos. Todo lo que allí sucede, ocurre por primera vez. A su manera, todo el esfuerzo de Tarkovski consiste en hacer coincidir el carácter salvífico y único de ese lugar o no lugar (tanto da) que buscan el escritor, el científico y el rastreador en la materia de su propio cine.

Un año de trabajo perdido

Stalker, la propia película (una adaptación muy particular de Picnic al borde del camino, de Arkadi y Boris Strugatski), sufrió todo tipo de calamidades en sus propias carnes. Tras un año de rodaje, todo el material rodado se perdió por culpa de un error fatal en el positivado. Hubo que volver a empezar. Se dice que fue el contacto con las aguas residuales que componen el escenario de la cinta lo que desencadenó el cáncer de bronquios que acabó con la vida de tres de los integrantes del equipo en 1986. Incluido la del propio Tarkovski. Además, la cinta terminó por ser la última en ser rodada en Rusia. A partir de ella empezaría un exilio personal interminable.

Pues bien, todas estas calamidades, llamémoslas así, se incorporan al propio sentido de una película que vive en el límite de la destrucción como metáfora del propio ejercicio de crear. La Zona, como en el propio cine de Tarkovski, nos permite ver las cosas de nuevo como nunca antes; 'La Zona' no es más que el espacio imposible en el que la realidad se muestra a la altura de cada deseo. Geoff Dyer, no por casualidad, hace coincidir el proyecto del cineasta ruso con el esfuerzo del poeta Rilke. «En El espejo la madre lee un poema del padre de Tarkovski: Todo en la tierra fue transfigurado, incluso / las cosas sencillas: el tazón, la jarra...», recuerda Dyer para a continuación citar la novena elegía de Duino donde Rilke se pregunta: «¿Quizá estamos aquí para decir: casa, / puente, manantial, puerta, cántaro, frutal, ventana... / decir así, como las mismas cosas nunca creyeron / ser tan entrañablemente?». Y concluye: «El poeta dice las cosas; Tarkovski las muestra, nos permite verlas más intensamente que a simple vista, que con el ojo no cinematográfico». Es lo que se podría llamar la poética de La Zona perfectamente explicitada en 140 escenas del fuego de Stalker.

Y La Zona, en efecto, siempre estará ahí. En sus dos últimas películas, ya fuera de Rusia y muy cerca de cualquier lugar del mundo, la insistencia adquiere el tacto del milagro. En Nostalgia, la Zona son las ruinas que recorre el poeta con una vela encendida a través del estanque de Bagno Vignoni. Y en Sacrificio, La Zona es la casa donde el protagonista se acostará con la bruja para exorcizar la amenaza nuclear. La idea es dar con el sentido, el sentido del propio cine. «Hay que dejar claro que las normas ordinarias del cine comercial y las producciones televisivas corrompen al público de forma imperdonable, porque le roban cualquier posibilidad de contacto con el arte», escribió el Tarkovski más vehemente, el menos sutil.

Decía Schopenhauer que es triste lo poco que valoramos el tiempo cuando llevamos a gala el placer que producen las cosas que hacen que nos olvidemos de él. El tiempo pasa rápido en el placer. El filósofo hacía pie en esta sencilla observación para reivindicar la superioridad moral y estética del aburrimiento. Sólo en él, el tiempo se hace visible. Tarkovski, menos frívolo quizás, se esfuerza en capturar el tiempo, sólo en él se hace visible la vida. Y a ello dedicó una filmografía que acaba exactamente donde empieza: un niño y un árbol. Su obra, como la vida empieza, donde termina.



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