jueves, abril 06, 2017

Artes Plásticas / México: En el centenario de Leonora Carrington

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Leonora Carrington
Leonora Carrington y el mito de lo onírico. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de abril de 2017. (RanchoNEWS).-Hoy se cumplen cien años de su natalicio y reconstruimos el relato de su convulsa vida a partir de entrevistas con su hijo Gabriel Weisz, el investigador Luis Carlos Emerich y declaraciones de la pintora hechas a Excélsior entre los años 70 y 90. Este es el relato de la mujer contenida en la artista. Escribe Sonia Ávila para Excélsior.

Leonora Carrington pregunta a su hijo Gabriel: «What’s going on the world» (¿Qué pasa en el mundo?). Es curiosa.

Es un día cualquiera que Gabriel Weisz visita a su madre, quien vive sola en la que siempre fue su casa en la calle de Chihuahua. Ya rebasa los 85 años. Es más, casi 90. Ella acostumbra a sentarse en un pequeño banco de madera para mitigar el dolor de espalda. Busca el calor de la cocina. Sortea las cataratas. Sale de vez en vez a caminar. Borda y cocina. Toma té. Escucha noticias.

Es Leonora Carrington. La mujer en libertad. La surrealista en esplendor. La pintora, escultora, escenógrafa, escritora, incluso, actriz. La artista inglesa adoptada por México por 70 años. Leonora envuelta en el mito por hacer de lo onírico un modo de vida. Sabe, sin temerle, de la muerte. Y se prepara para ella con dignidad, asegura su hijo menor. Envejece bien, dice.

Y lo hace en su cocina. En esa mesa larga de madera donde recibe más a familiares y menos a admiradores. La misma donde limpia frijoles al tiempo que mira las transparencias de sus pinturas que el investigador Luis Carlos Emerich le muestra para preparar una retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey. Era 1994. Pocos, escasos amigos, tuvieron la fortuna de cruzar esa muralla que fue la cocina.

Desde ahí, con un humor rancio, que no hace más que ocultar sensibilidad humana, Leonora se pregunta, y se preocupa, por el mundo. Por México. «Le escribiré una carta al subcomandante Marcos para preguntarle por qué», le adelanta a Emerich cuando se entera del movimiento zapatista en Chiapas. Era su angustia por el país convulso. Y ya, desde entonces, prevé un mal augurio para el que fue su segundo hogar.

No acostumbra dar explicaciones de su pintura. Tampoco está segura de que ésta se explique por sí sola, pero no es su interés: «Hay cosas que yo no puedo decir con palabras, pero quizá sí con cierta combinación de personajes y colores. Y mi persona, como personaje anecdótico, no siento que tenga alguna diferencia de la vida de cualquier otra mujer o de cualquier otro ser humano».

Se sabe reconocida por otros, pero no se siente más importante: «No me considero una anécdota, creo que esta ha sido la vida que me tocó vivir y ahí está para vivirla como venga, como debe vivir su vida cada persona, a vivir como se pueda con todos los ideales, con todos los temores, los problemas, los amores y las saturaciones».

Quizá esperaba la vejez desde joven. La muerte desde la niñez. Cerca de sus 60 años años escribe la Trompeta acústica, relato sobre la búsqueda del Santo Grial emprendida por la feminista inglesa de 92 años Marian Leatherby, que estaba en cautiverio en un castillo medieval español convertido en hospicio para ancianas. Y la mujer se pregunta: qué aprendí en tantos años.

Gabriel responde la pregunta de su madre con un resumen de noticias. Sabe que está retirada del mundo social, pero no de su mundo interno. Es reflexiva, más retraída, pensativa. Centrada su atención, en la última década de su vida, en la producción de esculturas con Isaac Masri. Años en los que encuentra otros significados a su vida en una suerte de preparación a la muerte. La que llegó el 25 de mayo de 2011.

Niña a galope

Leonora escucha atenta a su abuela narrar historias fantasiosas. Las imagina. Las recrea. Reconstruye en su mente esos relatos de los dioses irlandeses que la mitología celta considera creadores de la tierra. Hombres que viven dentro de montañas. Montañas que convidan mundos de libertad.

Una y otra vez estas fábulas se insertan en el pensamiento ya inquieto de una niña curiosa, ávida de palpar la vida fuera de los muros de la mansión victoriana con reminiscencias del gótico inglés donde nació y creció. Si no, su abuela, su nana o su madre alimentan esas visiones internas. Y en ellas germinan la naturaleza, los animales y las deidades que Leonora, sujeta al corsé social de la aristocracia inglesa, dibuja en papel antes de aprender a leer y escribir.

Cuentos infantiles que le abren de un mundo mágico. La alquimia de su pensamiento. Y la hija de una familia adinerada de tradición inglesa, nacida en Clayton Green, en Lancashire, gusta de andar en el campo y platicar con los animales, y no cursar clases de refinamiento social para convertirse en una buena esposa. Las detesta.

Pero le es imposible escapar de esas ataduras. Y su primer encierro es en un convento en Florencia.

Se trata de una escuela donde educan a los hijos de familias aristócratas para actividades inútiles: buen comportamiento social, equitación, esgrima y más. La preparan para presentarla en la corte de George V. Poco tiempo permanece ahí. Su rebeldía infantil, tal vez, vence a las monjas. Entonces su padre la lleva a otro en París. Era, dice la propia Leonora, «prepararse para estar en venta al mejor postor».

Una noche de 1935 lleva un vestido de gala. Tiene recién cumplidos 18 años y la alegría de sus padres por presentarla ante el rey es su desesperación por huir. Galopar libre como los caballos en sus dibujos de niña. En el baile porta, tal vez imaginaria, una cabeza de hiena. Una que, dice, ella misma mató para ocultarse de ese ambiente acartonado. De ataduras femeninas.

De camino a casa, Leonora se envalentona y confiesa a su padre: «Quiero dedicarme a la pintura». Él responde: «La pintura es para homosexuales y drogadictos». «No me importa», arguye ella. Y así con la escueta conversación concluyen sus años de infancia. Las comodidades de un cuasi castillo, los mimos de la abuela, madre y nana. Y también, el encierro creativo.

Huye a la capital inglesa. Vive en un pequeño cuarto en un subterráneo. Cuando puede, come. Cuando puede, duerme. Pero todos los días dibuja en el taller de Jean de Botton, luego en el de Amadeo Ozenfant. Así, un año. Un año antes de conocer a Max Ernst. El hombre que en ese momento toda mujer esperaba. El hombre, al menos, que Leonora siempre había imaginado, y ahí estaba. Ella de 19 años y él de 46.

Madurez surreal

La madurez de Leonora vino en un pestañeo. De golpe. Poco antes de los 20 años ya vive en París con Max Ernst, surrealista alemán que le da la libertad añorada. Le compra una pequeña casa de campo al sur de Francia. En el pequeño poblado Saint Martin L´Ardeche. Además de dibujar, pintar y escribir al gusto, Leonora se dedica a sus huertos. A los animales. Sorprende a vecinos con su vitalidad.

Max la introduce no al surrealismo como corriente estética, sino a la vida onírica. Al pensamiento mágico. Y ahí, en la Francia vanguardista, conoce a Pablo Picasso, Salvador Dalí, Marcel Duchamp, Luis Buñuel. No colegas, amigos. Y con ellos llega la madurez creativa. Escribe la obra de teatro Penélope, el libro de cuentos La casa del miedo, la novela corta La dama oval, crea la pintura La comida de Lord Candlestick y el retrato de Max Ernst.

Poco dura la ensoñación con Max. En 1939, el pintor fue encarcelado tras la invasión de Francia por los alemanes durante la II Guerra Mundial. Y Leonora entra en crisis nerviosa. Ataques de paranoia. Soledad. Tristeza. Huir, huir otra vez. Su libertad es fugarse.

Leonora recuerda: «Al quedarme sola, sin que nadie me ayudase, lloré durante horas enteras en el pueblo mismo, más tarde subí a casa donde por espacio de 24 horas me provoqué fuertes vómitos con desperdicios de vino, esperando que con esto, mi tristeza sería menor ante estos espasmos tan violentos que me desgarraban el estómago, quería ante todo limpiarme».

Y otra vez el encierro, ahora en una clínica siquiátrica en Bilbao. Muros blancos, voces extrañas y pesadillas tangibles se disparan con las inyecciones de calmantes que recibe como alimento de una locura que no es más que desesperación. Angustia por las muertes de la guerra, el abandono de Max. Huye con su amiga Chaterine hacia Barcelona, luego Madrid, y de ahí a México.

El pasaporte para México se lo dio el matrimonio con el escritor Renato Leduc. Un arreglo para escapar de la guerra. En 1942 arriba al país surrealista por antonomasia, dice André Breton. Su refugio. Y convierte su ansia en arte; plástica de un mundo mitológico de los cuentos celtas de su abuela. Su pintura tan característica de seres fantasiosos, escenas sugerentes, animales irreales. Producción que desarrolla, principalmente, entre la década de los 40 y los 70. Más de un centenar de obra. Su madurez estética.

En esa plástica hay ecos de Egipto y Mesopotamia, de alquimia, agnosticismo, escrituras y tarot, y experiencias de las prácticas tibetanas budistas de la literatura romántica y otras enseñanzas secretas. Leonora descubre su propio universo. Crea un lenguaje que habla de ella. De su interior. Del mundo paralelo en el que transita. Es un ir y venir de la magia de su pensamiento hacia su labor de madre de dos hijos y esposa del fotógrafo Emerico Chiqui Weisz, con quien se casó en 1946.

Bruja, le dicen. Maga, la señalan. Cierto, con medida. Es una alquimista curiosa siempre por experimentar. Lo hace con el color, con los materiales, con las formas. Y obtiene ensoñaciones pictóricas, máscaras de cemento y varilla, esculturas de metal, escenografías, telones de teatro, vestuario, cartas, cuentos y novelas. Incluso un mural sobre la cosmogonía del mundo maya hecho para el Museo Nacional de Antropología, su única obra con referentes mexicanos.

Bruja, un poco también, en la cocina. Ese rincón de su casa de la calle Chihuahua donde se refugió. Donde jugó con Remedios Varo a inventar un recetario aún inédito, donde ideó los ingredientes para crear un mole surrealista, donde bordaba y tejía, donde criticó y luchó por el sometimiento de la mujer. Una feminista recia, y a la vez madre devota y esposa hogareña.

La cocina, el rincón donde prepara su libertad. La del pensamiento. Donde recibe, pocas veces y no de tan buena gana, a reporteros e investigadores. Donde platica con sus amigos Kati y José Horna, y otras veces a las hermanas y galeristas Pecanins. Donde alimenta a sus hijos Pablo y Gabriel de cuentos oníricos. Donde lee novelas policiacas, y escribe relatos. Donde envejece. Muere.

Pintora... y actriz

«Fue maravilloso estar en cine, un de por sí milagro al tener a tanta gente importante ahí», lanza sin titubear María Luisa La China Mendoza al recordar su participación en la película En este pueblo no hay ladrones, basada en un cuento de Gabriel García Márquez en el que interpretó a una prostituta junto con Leonora Carrington. Dos mujeres joviales que entretienen a los hombres de un pueblo a falta de billar.

Fue una producción de Isaac Alberto en 1965 que en sí misma resulta surrealista. En su reparto tuvo a Luis Buñuel, José Luis Cuevas y Carlos Monsiváis; además de Ernesto García Cabral, Gabriel García Márquez, Abel Quezada, Arturo Ripstein, Juan Rulfo y otros más.

«Hacíamos de mujeres que estaban en un café y, como se supone que llovía, a mí una joven me rociaba toda de agua antes de entrar a escena. Luego yo llegaba a casa toda empapada y muy enferma. A Leonora le tocó el llamado después, a mí fue al inicio. No nos encontramos mucho en el escenario», contó La China entonces de 35 años; Carrington, de 45.

La colaboradora de Excélsior cuenta que a la pintora la conoció mucho antes de la película. En entrevistas periodísticas que le hacía, como pocos, en su casa. «Me recibía haciendo el arroz, porque era la cocinera de su casa, y daba de comer al mismo tiempo que bordaba y escribía y pintaba. Era una mujer maravillosa, de las pocas que no tenía un espejo enfrente».

En la cinta, aparece Carrington con velo negro. Firme siempre en su andar: «Era muy buena. Recuerdo esta película como una experiencia hermosa, alegre», apuntó la periodista sobre la película que se produjo al ganar un concurso del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica Mexicana.

Se filmó en tres semanas en Cuautla y en la Ciudad de México, y con un presupuesto modesto. En su estreno, no tuvo éxito, pero luego se convirtió en una joya del cine mexicano.


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