viernes, abril 14, 2017

Literatura / Fernando Aramburu y Fernando Savater conversan

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Fernando Savater
Fernando Savater fotografiado en su casa por (Foto: Sergio Enríquez-Nistal)

C iudad Juárez, Chihuahua. 7 de abril de 2017. (RanchoNEWS).-Ni la política, ni el País Vasco ni el nacionalismo, tan obvios, tan recurrentes. La conversación de Fernando Aramburu con su tocayo Savater se ha mantenido siempre arriba, en las alturas, voluntariamente. Los niños que fueron, los escritores que soñaron ser, y una declaración de principios literarios de Savater: «Prefiero ser espectador y admirador de Shakespeare que ser Shakespeare». El texto de la conversación lo publica El Cultural

Dicen que es inevitable preguntarse por el sentido de la existencia. Quizá yo me lo he puesto demasiado fácil al dedicar mi vida entera a cumplirle el sueño a un chaval que, a los catorce o quince años, concibió el capricho de ser escritor. Algo me dice que me vas a comprender, amigo Fernando, si te cuento que aquel niño, aquel adolescente, lo llevo dentro envuelto como el centro de una cebolla en las sucesivas capas de la edad. Me vigila, me pide atención y cuidados. Te diré que aún leo libros de su gusto, para tenerlo complacido. Así y todo, creo que debería guardarle gratitud. Primero, porque me asegura un alto grado de vitalismo, similar al que veo encarnado en congéneres que admiro y, si no me equivoco, también en ti y en no pocos de tus escritos. Después, porque a su modo me sirve de antidepresivo y me libra de la solemnidad, que es una de las actitudes sociales que más me cuesta aceptar.

Yo creo que a ti, a menudo, también se te ve el niño que fuiste; ahora quizá menos, porque la vida te ha dado un palo feroz. Tengo entendido que coleccionas o coleccionabas objetos y pequeñas figuras, supongo que sucedáneos de juguetes. La última vez que nos vimos me regalaste las memorias de Salgari, por ti prologadas. No se te olvidó recordarme el final que tuvo este escritor, como agregando el desenlace que el protagonista no había podido relatar. Hace poco murió en mi viejo barrio de San Sebastián la última vecina que, siendo yo niño, me llamaba Fernandito. Sentí con pena que se llevaba a la tumba algo de mí. Tú que estás avezado a racionalizar, confírmame por favor, aunque discrepes, que el fin de la existencia humana es retener la mayor cantidad posible de la propia infancia.

Fernando Savater.- En alguna parte dice Borges: «Antes de haber escrito una línea supe que mi destino sería literario». Ese fue también mi caso, como veo que fue el tuyo. Desde muy pequeño, con ocho o nueve años, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor nunca contestaba «quiero ser escritor». Yo decía con total seguridad: «Voy a ser escritor». De modo que cuando por fin lo fui de modo digamos oficial, no me sentí nada sorprendido. En cambio, nunca me tomé en serio como profesor o como periodista, tareas con las que siempre me he ganado la vida y que he tratado de desempeñar lo mejor que he podido. Pero sabiéndome siempre, ante todo y como fundamento de todo, escritor. Mejor dicho: lector.

Lo que pasa es que yo creía (y en buena medida no he dejado de creerlo) que los lectores se vuelven antes o después escritores necesariamente, como las orugas se transforman en crisálidas y luego en mariposas. Si a uno de verdad le gusta leer, ¿cómo no va a intentar escribir? Es el deber de ser fiel a lo que nos causa placer. Fernando, ¿tú crees que habrá ahora niños así? Supongo que sí, aunque hoy lean y escriban en soportes diferentes, portátiles, tabletas, lo que sea. Como yo siempre he tenido mala letra y todo lo que lleva tinta incorporada chorrea en mis manos (desde el palillero con plumín que mojábamos en el tintero incorporado al pupitre, pasando por la pluma Parker o Inoxcrom, hasta los bolígrafos que misteriosamente revientan entre mis dedos pringados), el gran salto adelante de mi vida profesional fue la máquina de escribir portátil que me regalaron mis padres a los diez años. Era una Remington preciosa, color gris plomo, bastante pequeña pero enquistada en una caja de tamaño algo menor que un catafalco. Creo que es el objeto que más me ha gustado en toda mi vida: la acariciaba con dedos cautelosos y excitados, como mucho después repasé con lúbrica veneración el sexo de las mujeres.

Si es cierto, como aseguran los sabios, que la materia ni se crea ni se destruye, algo del metal sagrado que formó ese instrumento que me hizo feliz debe aún ser parte del universo que me rodea. Ya sé que es imposible, que no hay moviola en la vida ni vuelta atrás, pero a veces aún sueño con que la encuentro, con que abro temblando el mamotreto de su caja y allí está ella, como la perla dentro de la ostra. Y estoy seguro (en mi sueño, claro, que es lugar para extrañas certezas) de que entonces yo apretaré con suavidad sus teclas cuadradas y blancas, logrando por fin escribir como nunca he escrito, como siempre quise hacerlo.

Fernando Aramburu.- Como tantos jóvenes dispuestos a comerse el mundo, yo empecé cultivando deliberadamente la oscuridad. Hubo un tiempo en que me atrajeron el surrealismo, la escritura automática, los textos herméticos escritos bajo los efectos de una locura fingida, hasta que me di cuenta de que estaba malgastando mis limitadas energías en el dudoso arte de no decir nada mediante palabras: un fraude que tuve que admitir tan pronto como caí en la cuenta de que en realidad escribía para otros, para transmitir algo a posibles lectores cuyo tiempo y atención mis textos reclamaban por la mera circunstancia de ser publicados, aunque luego muy poca gente se tomara la molestia de aburrirse con ellos.

Antes solía citarse con frecuencia una frase de Ortega y Gasset: «La claridad es la cortesía del filósofo.» Ignoro la procedencia del aserto. Yo encontré la cita en un viejo artículo de periódico de José Ferrater Mora, en el cual este advertía de que no hay que confundir la claridad con la trivialidad. De antemano sé que un libro sobre física nuclear o neurociencia se me va a resistir no por culpa del autor, sino porque llego a la lectura con un pesado saco de ignorancia sobre la espalda.

Tú dices que pronto, sin acabar la infancia, tomaste la decisión de convertirte en escritor. Leídos no pocos libros y artículos tuyos, me atrevería a añadir que te propusiste ser de mayor un escritor comprensible. Has practicado con frecuencia la divulgación, eres un promotor incansable de la lectura, has enseñado en la universidad. Se te podrá acusar de lo que sea menos de ser ambiguo y oscuro. Mi impresión es que no pierdes de vista que reflexionas, escribes, disertas, para destinatarios, con independencia de que luego, en casa, te lo puedas pasar estupendamente bien cantando sin público bajo la ducha.

FS.- La verdad es que no he practicado nunca el experimentalismo literario, ni como lector ni como escritor. Todos mis referentes han pertenecido siempre a la «línea clara», como dicen en el cómic (por cierto, también en el cómic me gusta la línea clara...). Nunca he soportado que los arabescos verbales, no digamos las originalidades de puntuación, se interpongan entre el argumento narrativo o los razonamientos filosóficos y yo. Supongo que es porque tengo una mentalidad muy poco estética, que va más a los contenidos que a la forma. Con el transcurso del tiempo, he ido estando cada vez más empeñado en la claridad de estilo, aplicando al mío el método homeopático de las diluciones sucesivas hasta que finalmente ya no queda nada...

Siguiendo el consejo irónico de Mme du Deffand, quiero iluminar, no deslumbrar. Yo creía que eso es una muestra de reconocimiento a los lectores hasta que Chesterton, otro de mis preferidos, me sacó de mi error. En su biografía de Robert Browning y hablando de su estilo enrevesado hasta lo enigmático, dice que escribía así porque estaba convencido de que los lectores eran tan inteligentes como él; en cambio, los que escribimos de la manera más clara posible, como Voltaire, en el fondo estamos convencidos de que son tontos y perezosos, de modo que abandonarán la lectura a la primera dificultad. O sea que ya ves. Esta simplicidad me ha llevado finalmente a escribir para niños y adolescentes. Incluso podría decir evangélicamente a mis lectores adultos que, si quieren acercarse a mí y a mi modesto reino, deben hacerse como niños...

FA.- Llegados a este punto, compruebo que nuestro camino se bifurca y que tú tiraste para un lado y yo para otro. El ingrediente estético de la escritura supone para mí mucho más que un aditivo o un envoltorio. Para empezar, lo considero territorio conquistado. Lo es para todo el mundo, supongo; pero vamos a decir que los que venimos de la parte más desprotegida de la sociedad hemos tenido que subir un tramo suplementario de cuesta para alcanzar el dominio de la lengua culta, frente a quienes dispusieron en sus años de formación de mayores posibilidades, empezando por una biblioteca paterna, el piano donde tocaba la madre y esas cosas.

Esto carecería de importancia, al menos con vistas a los resultados últimos, si no fuera por las consecuencias directas que tiene sobre la escritura. Una de ellas está, en mi opinión, vinculada a la voluntad de estilo, dentro del movimiento que me aleja del habla precaria usada en el medio social en que me crié. Procuro, eso sí, no pasarme de frenada para no dar en los arabescos que justamente repruebas. El sendero que en la mencionada bifurcación no seguí fue el de la intervención social mediante el ejercicio público de la palabra, que es donde yo te sitúo a ti y donde te he buscado a lo largo de los años, ya sea en los libros de análisis y reflexión, ya en los artículos de prensa, con frecuencia para saber qué pensar acerca de algunas cuestiones de actualidad sobre las que me faltaban conocimientos y criterio. Juraría que te has dejado el alma en ello; por cierto, no sin riesgo de tu salud y de tu vida.

FS.- Mérito tuyo y regalo para los lectores, Fernando, es tu aplicación estética al texto. Logras la famosa «calidad de página» de la que tanto se habló en su día, pero sin transmitir a quien te lee el esfuerzo que te ha costado conseguirla. No hay preciosismos, que son los que suelen pasar factura al que se supone que debe disfrutarlos. Parece a cada párrafo que el autor rezonga: «Vaya, no creerás que todo esto viene gratis, ¿verdad? Si supieras lo que he sudado... Venga, aplaude. A ver dónde tienes esa corona de laurel...».

Reconozco que la mayoría de los autores españoles que leo, algunos de ellos sin duda excelentes, me dan siempre la impresión de que escriben demasiado lo que escriben, se ensañan y apelmazan escribiendo... Echo de menos a Pío Baroja, qué quieres. O a Bécquer. Uno lee las Rimas y nada parece tan sencillo, tan obvio, casi tan infantil...

Pero una vez que visité el Museo Romántico de Madrid (te confieso que buscando la pistola con la que se suicidó Larra) vi algunos manuscritos de Bécquer. Estaban llenos de tachaduras, rectificaciones, arrepentimientos, añadidos... ¡Cuánto esfuerzo le había costado llegar a la definitiva sencillez! Y, sobre todo, cuánto le costó que el distraído lector nunca notase olor a sudor, a gimnasio, en sus páginas. De modo que cuando alguno de mis usuarios me elogia, pero quizá con un punto remoto de displicencia, diciendo: «No, si tú siempre escribes clarito, no te complicas la vida», yo respiro aliviado. También cuando daba clase me pasaba lo mismo.

Los alumnos me decían: «A ti se te entiende todo», pero con un poco de reproche. Admiraban a los que entendían sólo a medias, porque les resultaban más profundos. Y quizá tenían razón. Cuando traduje Le mauvais demiurgue, no sabía qué hacer con el título. En español, el «malvado» demiurgo o el demiurgo «maligno» me sonaban a novela de ciencia ficción. De modo que me decidí por El aciago demiurgo. Cioran receló del adjetivo, que no conocía (él se preciaba de entender bastante el castellano). De modo que me dijo que esperase un poco hasta darme el visto bueno. Y le preguntó por «aciago» a una criada española que trabajaba con unos vecinos. La mujer le dijo: «¡Sí, como cuando se dice ‘un día aciago'!». Tuve suerte con la mucama y Cioran me dio ya tranquilo su placet...

FA.- Como bien se sabe, tú has tocado en tu carrera de escritor diversos palos. Acabas de mencionar la traducción. Tu escritura ha pasado asimismo por la filosofía, el ensayo, la novela, la literatura confesional, el articulismo, y te has metido, aunque a mí me parece que eres un hombre más propenso a pensar por cuenta propia que a discurrir a partir de las cláusulas consignadas en un programa electoral, en ese fango infestado de caimanes que llaman política española.

Más difícil me resulta vincularte con la poesía. La idea se me ha ocurrido a raíz de tu alusión a Bécquer. Al punto me ha venido al recuerdo un detalle relativo a tu libro Mira por dónde, que subtitulaste «Autobiografía razonada». Abundan en él, entre las numerosas citas, algunas tomadas de poetas célebres. Este o el otro capítulo aparece encabezado con versos de William Blake, Miguel Hernández, Antonio Machado, Jorge Guillén y alguno más. No me sorprendería averiguar que guardas en un cajón un viejo cuaderno con treinta y cinco sonetos. Dudo que un ladrón de libros de poemas que entrara a desvalijar tu biblioteca se tuviera que marchar de vacío. Como diría un entrevistador mexicano: a ver, maestro, platíqueme esto. No se avergüence de reconocer el pecado poético.

FS.- ¿Te has fijado en que todos los escritores queremos ser poetas? Si a un autor que ha escrito diez novelas de éxito, ocho dramas premiados, varios ensayos recomendados en la bibliografía universitaria y tres sonetos dedicados a su primera novia, la del pueblo, le preguntas qué se siente ante todo, te contestará bajando púdicamente los ojos: «Yo soy poeta».

Creo que esa preferencia viene de que la poesía es lo más puramente literario de todo, lo que menos se parece a una clase (ensayo), a la crónica que hacemos de lo que pasa (novela), a un cruce de opiniones (teatro)... La poesía realmente no se parece a nada utilitario, todo lo más a los balbuceos obscenos durante el coito o a los delirios enfebrecidos de un moribundo. De modo que su prestigio es enorme... Tranquilo, no es mi caso. Escribí bastante poesía entre los quince y los dieciocho años, y hasta publiqué dos dizque sonetos en uno de mis primeros libros, Apología del sofista (habrás notado que los títulos de mis libros suelen ser mejores que el libro mismo...). Pero descuida, que nunca te diré: «Ante todo, me considero poeta». En todo caso, me hubiera gustado serlo, nada más. Mis poesías en verso son muy malas. En cambio Criaturas del aire, uno de los libros del que estoy menos descontento, puede considerarse, siendo generoso, una especie de poesía en prosa... En fin, no basta. Las únicas poesías de las que no me arrepiento, pero totalmente privadas, son el poema que cada primero de año escribía a mi mujer. Only for her eyes... Porque lo poético en mi vida fue ella, mi amor por ella, aunque haya sido incapaz artísticamente de ser digno de ese sentimiento.

Pues ya ves. Pasamos y, con suerte, nos será dado dejar unos signos en el borde del camino para el que venga detrás y quiera posar su mirada un instante en ellos. Es curioso lo asentada que está en la tradición española la desconfianza ante dichos signos cuando adoptan la forma del lenguaje articulado. San Juan de la Cruz no creía posible expresar mediante palabras la experiencia mística. Bécquer protestaba del «rebelde, mezquino idioma». «La palabra, esa lana marchita», se lee en un poema de Vicente Aleixandre.

Góngora fue uno de los pocos que proclamó sin tapujos la perfección. El complejo de inferioridad de quien junta con escasa convicción las palabras no lo veo tan extendido en la tradición alemana. Sin cuestionarse la eficacia del procedimiento, Lutero y Goethe levantaron enormes montañas de escritura. No faltaron pensadores convencidos de poder encerrar el universo en vastos sistemas de teoría filosófica. Thomas Mann tallaba como un orfebre la lengua escrita. E incluso Kafka era un fervoroso cultivador de la precisión y no se habría atrevido a inventar un vocablo que alterara aquel objeto suficiente, el idioma alemán. Tu poema de principios de año no podía ni tenía por qué reemplazar el amor, pero entiendo que te servía para decirlo. No sé tú, pero yo no me habría dedicado ni dos días a la literatura si no tuviera fe en la capacidad expresiva de los símbolos.

FS.- Por supuesto, yo también creo en la posibilidad de la comunicación por medio de símbolos, que es en lo que consiste el núcleo de nuestra humanidad. Somos «animales simbólicos», como bien explicó Ernst Cassirer. Pero en cuanto a la capacidad de comunicar, la diferencia entre unos y otros es enorme. Esa diferencia no se nota a ciertos niveles: es probable que a la hora de pedir un café con leche, la distancia entre Borges o Rilke y yo no fuese demasiado pronunciada, pero se hace enorme cuando se trata de expresar sentimientos profundos. Esa inferioridad ante los grandes autores no me disgusta o humilla, todo lo contrario.

Como lo que más me hace disfrutar es la lectura, muy por delante de la escritura, agradezco que los otros escriban mejor que yo. Esos autores que se consideran por encima de cualquiera y leen sólo para encontrar los defectos de sus colegas se parecen a alguien que fuese a los restaurantes para denigrar los platos que le ofrecen y no conociese más que el insulso placer de decir: «¡Esto lo hago yo mejor!». Por mi parte, prefiero ser espectador y admirador de Shakespeare que ser Shakespeare. Sólo envidié a los mejores cuando quería conmover a mi amada y ahora cuando pienso qué hermoso sería cantarla como es debido. Pero también el esfuerzo, aunque fracase, da por un instante una vislumbre de la perfección...

FA.- Por cierto, a ti que tanto te gusta acudir al hipódromo, ¿cómo prefieres la carne de caballo? ¿Muy hecha, poco hecha o al punto?

FS.- ¿Comer yo una chuleta de caballo? ¿Me tomas por un caníbal? Antes me tomaría a Donald Trump en salsa agridulce...


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