Centenario de Chejov
En busca de Chejov
Maestro del relato (1860-1904), diseccionó como pocos la pequeñez humana en la Rusia anterior a la revolución. Nuevas publicaciones invitan a releer su obra y descubren aspectos de su vida
Cuanta menos razón de ser tiene la realidad, las explicaciones sólo puede venir de fuera. Como Ortega, el escritor ruso creía en un dios a la vista
ÁLVARO DE LA RICA - 03:35 horas - 30/06/2004 / La vanguardia
De entre la extensa nómina de escritores que se han declarado inspirados por Anton Chejov, quizá nadie haya calado más profundamente en su arte que la escritora neozelandesa Katherine Mansfield. La autora de En un balneario alemán sintió por él una auténtica empatía y asimiló varios elementos de su poética. Uno de estos aspectos tiene que ver con la focalización de la prosa de ambos en lo cotidiano, en las fases habituales del comportamiento humano, en aquello cuyo secreto precisamente es más difícil de revelar por estar siempre a la vista de todos. Por eso se ha hablado de una poética de entreactos, que se correspondería con la convicción de Chejov –expresada por ejemplo en Las grosellas– de que la verdadera vida no se encuentra en la escena principal sino oculta y entre bastidores en el gran teatro que es el mundo.
Otra faceta no menos decisiva se refiere al sentido del sufrimiento humano tal y como aparece reflejado en la obra de estos dos grandes creadores. En 1920, en plena crisis, Mansfield anotó: “No quisiera morir sin haber dejado escrita mi creencia en que el sufrimiento puede ser superado. Pues lo creo. ¿Qué es lo que hay que hacer? No se trata de lo que llamamos ir más allá. Esto es falso. Hay que someterse. No te resistas. Acógelo, déjate anonadar. Acéptalo enteramente. Que el dolor sea parte de la vida. Vivir –vivir– eso es todo. Y dejar la vida como la dejó Chejov...”
Pero la lección del dolor supera al hombre. Dos años más tarde, cuando se acercaba su propia muerte, Katherine Mansfield escribió unas palabras amargas: “Chejov murió. Y seamos justos. Por sus cartas, ¿qué sabemos de Chejov? ¿Lo dijo todo en ellas? Seguramente no. ¿No crees que tuvo una vida interior de aspiraciones, que ni una palabra nos ha revelado? Lee, pues, sus últimas cartas. Había perdido toda esperanza. Si uno despoja esas cartas de todo su sentimentalismo, son terribles. No queda nada de Chejov. La enfermedad se lo tragó”.
“No queda nada de Chejov”, un pensamiento que al poeta le hubiera resultado íntimamente familiar. La impasibilidad del universo. La pequeñez del hombre, más cercano a la hierba que amarillea que a las estrellas que alumbran la bóveda celeste. De ahí surge el arte y la escritura. En Luces, otro relato recogido en la magnífica selección de los cuentos que ha realizado Víctor Gallego Ballesteros, el ingeniero Anániev evoca un sentimiento similar: “Cuando un hombre de disposición melancólica se queda a solas con el mar o contempla un panorama que le parece grandioso, por alguna razón, con su tristeza se entrevera el conocimiento de que vivirá y morirá ignorado, y su reacción automática es coger un lápiz y escribir a toda prisa su nombre en cualquier superficie que encuentra a mano”.
¿No queda nada de Chejov? Cuando se cumplen sólo cien años de su muerte en Badenweiler, la verdad es que nadie desea reconocerlo abiertamente. A Janet Malcolm, en Leyendo a Chejov, no le basta con hacer una lectura del poeta ruso. Deslumbrada por sus cuentos, especialmente por esa historia inmortal de pasión y adulterio que es La dama del perrito, necesita salir físicamente en su búsqueda. Recorre media Rusia: de Taganrog en el mar de Azov a Mélijovo, de Moscú a San Petersburgo. Cada quiebro del camino supone un nuevo fracaso. La ausencia se intensifica y provoca una vuelta más intensa a la lectura. El viaje comienza y termina en la pequeña aldea de Oreanda, cerca de Yalta, donde los amantes Anna y Gúrov se anonadan ante el sonido del mar: “Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era y así seguiría siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y a la muerte de cada hombre reside quizá la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento interrumpido de la vida sobre la tierra, de un perfeccionamiento constante”.
En esta última paradoja se esconde Chejov: la nada del hombre deja paso al todo. Una intuición que roza el sentido religioso. Cuanto más carece de razón de ser la realidad, más patente es la necesidad de afrontar el absurdo y cualquier forma de explicación sólo puede venir de fuera.
Liberal escéptico y progresista
Malcolm se hace eco de algunas lecturas de Chejov recientes (Julie Sherbinin) que ponen el acento en la religiosidad del escritor ruso. Y ofrece argumentos. Chejov conocía bien la Escritura y había sido educado en el ceremonial ortodoxo. Cuando sus amigos deseaban conocer algún dato bíblico, recurrían a él. Una parte de la simbología testamentaria, además de las estructuras narrativas, pasa a sus relatos. Janet Malcolm ofrece abundantes ejemplos. Pero es bien sabido que Chejov era un liberal escéptico y progresista, reacio a aceptar un juicio unívoco sobre las cosas, tampoco en materia religiosa. Rechazaba cualquier intento de acaparamiento de Dios.
Chejov creía como Ortega en un dios a la vista. En una carta a Diáguilev, citada por Vladimir Lashkin dice: “La cultura actual constituye el principio de un trabajo en nombre de un gran futuro, una labor que proseguirá quizás durante decenas de miles de años, que la humanidad alcance la verdad del auténtico Dios, que lo conozca como dos y dos son cuatro”. Pero este discurso recuerda demasiado al quietismo del que Chejov siempre abominó. Sabía que no podemos esperar tanto. Y que nadie puede negar tampoco la posibilidad, como se expresa en el relato El estudiante, de que lo esencial haya ocurrido ya y esté plenamente vigente.