Rancho Las Voces: Textos / José Luis Domínguez: «“La vida a tientas” y “Días de Septiembre” o la Teoría de la Fragmentación de Raúl Manríquez»
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sábado, enero 02, 2010

Textos / José Luis Domínguez: «“La vida a tientas” y “Días de Septiembre” o la Teoría de la Fragmentación de Raúl Manríquez»

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Portada de la primera novela. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de diciembre de 2009. (RanchoNEWS).- El poeta chihuahuense José Luis Domínguez nos ha enviado el siguiente ensayo sobre la nolvelística de su paisano de Cuauhtémoc, Raúl Manríquez:

La vida tientas

Raúl Manríquez pertenece a una generación de narradores del norte de nuestro país que se ha gestado inmediatamente después que la llamada «generación perdida» y que ha sido conocida por algunos estudiosos de la sociología cultural como la «generación cínica» por su espíritu abierto, desconfiado, siempre alerta, por su desfachatez, atenta a los acontecimientos que habrá de vivir, trátese éstos no sólo de una ruptura con el mundo, sino también de una disminución casi simultánea de la conciencia de pertenencia, de identidad propia y de valores humanos; en suma de una fragmentación que le ha sido impuesta por el sistema y contra la cual habrán de luchar tomando una postura críticamente lúcida, tema mismo –el de la fragmentación– que habré de retomar líneas más adelante. De tal suerte que sus primeros años infantiles transcurrieron entre los ecos, para ellos difusos, de la subversión estudiantil del 68 y del 72 que estaban siendo sofocados violentamente por el sistema de gobierno represivo de nuestro país.

Raúl Manríquez se añade así, a una lista de nombres de autores del norte de México como el de Daniel Sada, David Toscana, Jesús Gardea, Élmer Mendoza, Juan José Rodríguez, Eduardo Antonio Parra, Severino Salazar, Luis Humberto Crosthwaite, Hugo Valdez, Alfredo Espinosa, entre otros, cuya primera característica que los emparenta es la de haber comenzado sus carreras literarias publicando sus libros y cuadernillos desde un ámbito meramente local. Una segunda característica, y quizás la más importante, es que aún establecidos en su terruño, continúan desarrollando una carrera literaria cuya obra cada vez es más sólida, la cual ha trascendido ya las barreras de la burocracia cultural estatal, filtrándose, con mucho éxito, en el quehacer literario nacional, venciendo así, merced de su talento y perseverancia, las barreras que el centralismo cultural defeño siempre había interpuesto entre dicha instancia y los escritores llamados, equivocada y despectivamente, de tierra adentro o de provincia.

La formación de narrador que respalda la calidad de Raúl Manríquez está compuesta por varios factores que le dan una solidez y una objetividad humanística a sus textos, algunos de ellos son: una infancia dichosa en las provincianas calles de Cuauhtémoc, descubriendo por su cuenta y riesgo las novelas de Emilio Salgari, las aventuras de Mark Twain, las obras de Julio Verne, el lirismo de las Rosas de la infancia, a Gustavo Adolfo Bécquer, sus Rimas y leyendas, Azulde Rubén Darío; participando activamente en la conversación sostenida durante los continuos viajes de fin de semana o de vacaciones que realizaba en compañía de su padre, un hombre honesto, sencillo y laborioso que conducía un camión que transportaba combustible desde su terruño hasta la ciudad capital y viceversa; la admiración profunda hacia la obra literaria de un gran hombre llamado José Fuentes Mares y cuya influencia sobre este joven escritor se trasluce en el estilo fontemarino de puntuar y cerrar con fuerza cada uno de los párrafos; la experiencia solitaria y apasionada de escribir las primeras líneas de una novela mal pergeñada en las aulas del bachillerato; su primer concurso de cuento ganado por aquel entonces; las barricadas erigidas por sus ideales de estudiante universitario contra un sistema educativo que amenazaba en erigirse en una monarquía, ostentándose falsamente en democracia; sus vivencias en la sierra en su primer año de servicio para titularse como ingeniero fruticultor; su economía verbal, ergo, párrafos concisos, y por lo tanto, muy veloces, imágenes fulgurantes, una musicalidad digna de un poeta cuyo oído coincide con el del gran narrador; remates contundentes que cierran cada uno de sus capítulos, entre otros recursos, todos ellos aprendidos en sus lecturas y en su paso por algunos talleres literarios, en los diplomados de literatura tomados en el extranjero, y eso sí, imaginación y oficio, sobre todo, mucho oficio.

La escritura de Raúl Manríquez es una escritura, básicamente, de la ironía, donde la condición del hombre suele hacer crisis. Su narrativa nos revela sólo lo que ella es capaz de revelarnos: una parte desconocida de nuestra existencia. Ése es el anclaje, la estructura, el esqueleto de todo su hilo discursivo. Porque no únicamente escribe para entretener, o para procurarnos momentos agradables, que parecieran ser los fines primordiales que la literatura persigue, sino que lo hace, también, pensando en esa búsqueda incesante de la condición del hombre. Cumple muy bien con esa otra tarea, que es la de mantener el mundo de la vida cotidiana y concreta continuamente frente a nuestros ojos.

¿Cuál es el sello tan particular que Raúl Manríquez le imprime tanto a sus cuentos como a sus novelas? Creo que son varias las características las que, en conjunto, consiguen ese efecto tan contundente en cada uno de sus párrafos prosísticos. La primera de ellas es claramente el ámbito geográfico, el tono que consigue cada uno de sus personajes, cuya habla se caracteriza por ser un habla típicamente del norte de México. Un español muy limpio, un fraseo nítido heredado de los españoles peninsulares que nos conquistaron; la segunda es la herencia que corre por sus venas. Raúl Manríquez siente un orgullo muy especial por el hecho de que sus antepasados inmediatos sean de sangre indígena. En este tenor, varios de sus personajes navegan sobre las aguas de un sincretismo conformado por las costumbres y los hábitos del indio guarojío y del mestizo nieto de españoles. Sus personajes llevan a cuestas un mundo compuesto por esa realidad que los circunda, una realidad feroz, ambigua, cruel, y por esa magia que significan el pasado, los sueños, los deseos, los anhelos y otros simbolismos.

Sus dos novelas hasta ahora publicadas transcurren dentro de un tiempo histórico relativamente reciente. Sus hechos pertenecen a un contexto cercano, contemporáneo a nosotros. La sierra madre, sus pueblos, sus contornos, su gente, la zona noroeste de nuestro inmenso estado chihuahuense, son el ámbito perfecto al que corresponden cada uno de sus entramados discursivos.

Sin olvidar que fue Jesús Gardea (q.e.p.d) uno de los pioneros en materia de publicaciones en editoriales de prestigio nacional e internacional haciendo obra desde su terruño, pero que desdeñó hasta cierto punto los concursos estatales; ni a Alfredo Espinosa, quien también ha publicado su novela Obra negra en Ediciones Castillo de la ciudad de Monterrey, Nuevo León, cabe mencionar que La vida a tientas, de Raúl Manríquez, también ha sido escrita desde la región de tierra adentro. Además, ha sido la segunda novela ganadora del «Premio Chihuahua» que ha conseguido ser publicada por una editorial de prestigio internacional como lo es Plaza y Janés. Ya Willivaldo Delgadillo había sentado un precedente en 1997, al publicar bajo el mismo sello La virgen del barrio árabe. Estos eventos, por sí solos, hacen que el panorama sea motivante y esperanzador para las nuevas generaciones de narradores que ya se perfilan en nuestro estado.

La vida a tientas de Raúl Manríquez, es una novela existencialista. En ella, el protagonista, un profesor de historia llamado José Moreno, arrastrado por las circunstancias, se ve de pronto inmiscuido en un extraño proyecto que dirige Ignacio Caamal, un indígena maya, en el que las etnias son contempladas como una fuerte posibilidad de formar una coalición que, eventualmente, amenazan con recuperar, mediante un movimiento armado, el poder político y prehispánico de nuestro país. Dicho «proyecto» no está exento de un matiz sacerdotal. Matiz ceremonial que, aunque de manera muy tenue, se emparenta con la novela del inglés D. H. Lawrence, titulada La serpiente emplumada. En ambas novelas confluye ese deseo de que los indígenas recuperen en su totalidad o en parte, respectivamente, lo mucho que han perdido en manos de los blancos y de los mestizos. Y aunque La vida a tientas no ahonde ni conlleve una propuesta histórica sobre la teoría del regreso de Quetzalcóatl, si guarda esos mismos matices, tales como la preocupación por el entorno ecológico, la vuelta a las tradiciones y costumbres de los pueblos antiguos, por ejemplo, que la acercan a esta obra del escritor inglés.

La trama de La vida a tientas transcurre, en su mayoría, en algunos puntos geográficos clave, como la vieja misión de Sisoguichi, el ejido Largo del municipio de Madera, el rancho «Los moscos» y en una especie de pueblo ficticio llamado Maulas que pudiera ser, asimismo, representativo de todos los pueblos de la sierra tarahumara. Salvo las incursiones del simpatiquísimo Luis «El Diablo» a la frontera norte y la del protagonista a Europa, precisamente es en ese ambiente idílico del bosque, en el que la memoria, el sueño y la realidad de José Moreno habrán de fundar y fundir los hilos discursivos de la historia.

Los motivos e imágenes recurrentes en esta primera novela de Raúl Manríquez –aparte de los ya mencionados, son los claros símbolos de la inmaterialidad, de la intangibilidad– ya sean éstos de índole arquitectónica o dramática, y funcionan perfectamente como una alegoría de la fragmentación: unas vías que ya nunca habrán de sentir el peso del paso de algún tren que ha sido ya descontinuado y que puede verse como un emblema de una ruptura con el mundo antiguo; la planta que se deja de regar en el sueño del protagonista como indicativo de que nuestras raíces históricas y culturales se han ido marchitando; la fragilidad de los líderes del «proyecto» como un claro ejemplo de la desaparición de los modelos que toda sociedad debería conservar para mantenerse viva y sana; el bosque devastado por la voracidad comercial como una muestra de la brutal violación de los valores morales y espirituales en los que hasta hace poco, se fincaban las generaciones que nos han precedido; la fatalidad y el suicidio, entre muchos otros elementos que no son otra cosa que señales alarmantes de una sociedad que se desmorona. En La vida a tientas se da lo que yo llamo desarraigo que pertenece a «la teoría de la fragmentación” y los diversos modos de abordarla la proporcionan algunos de los libros publicados por los narradores chihuahuenses. Por poner ejemplos, lo que es inmoralidad y utopía como tema en la trama novelística de Alfredo Espinosa, es inmaterialidad o disolución en la prosa de Willivaldo Delgadillo, y es desarraigo en La vida a tientas, de Raúl Manríquez.

Aparte del lenguaje, de la concisión y de las ricas imágenes que se encuentran en La vida a tientas"", otra característica fundamental que hace apasionante la lectura de esta novela es su fuerte inclinación hacia uno de los modos de imitación poética o mímesis según el concepto aristotélico, que es el narrativo o de resumen, auxiliado fuertemente por la descripción. Hay, por supuesto personajes, como Luis «El Diablo» o Narcedalia, por mencionar algunos, y escenas, como la del zurcido de la boca del abuelo muerto, realizado por el nieto-protagonista, la fuga del padre Estévez, o el final onírico y maravilloso de la novela, por ejemplo, que serán entrañables para el lector.

Días de Septiembre

Portada de la novela ganadora del premio «Justo Sierra O´Reilly 2007». (Foto: Archivo)

Ante todo, escribir

Sin su obra, la vida de un escritor es común y desordenada. Pero la vida no importa. La tarea de escribir exige tanto carácter, esfuerzo, y energía emocional, que la vida del autor queda relegada a un segundo plano. Un escritor jamás va a organizar su vida de manera brillante porque no es allí donde respira. Escritor es aquel que se siente más feliz cuando está solo.

Martin Amis.


Traducir el mundo a un lenguaje particular, propio, intrínseco, es la función del arte, y en este caso, de la literatura. A su vez, esta experiencia de traducir al mundo, de ponerlo al descubierto, se transforma en un acto simbólico, fundado en una consciencia peculiar que dimana del lenguaje. Así, la segunda novela de Raúl Manríquez, ganadora del Premio Nacional de Novela «Justo Sierra O´Reilly 2007», de Mérida Yucatán, se convierte en una trama de relaciones significativas merced a la magia de las palabras. Habrá que suponer cómo nuestro amigo narrador golpea, día tras día, hora tras hora, contra el muro de las maravillas llamado lenguaje y consigue hacer de éste un esplendoroso mosaico de lo múltiple bajo la figura de la unidad que es la novela. Raúl Manríquez sabe que con esos veintiocho signos o menos que posee nuestro castellano, puede hablarnos extraordinariamente bien de lo que él quiera; o como ya lo hemos consignado en el epígrafe de Martin Amis de esta entrada en materia: escritor es aquel que se siente más feliz cuando está solo, en esa casa azul, aparentemente deshabitada, como se le definía en el recibo de cobro de energía eléctrica mes tras mes, a esa casa azul aparentemente deshabitada, en la cual vivía en sus años de papá soltero, ubicada en la Avenida de los Vientos; solo, no por un mero afán masoquista o culpígeno, en lo absoluto, sino porque Raúl Manríquez posee ese dato sensible que le ha permitido vislumbrar una verdad que por evidente salta sobre su propio eje: que lo que puede hacer un escritor en la soledad de su habitación es algo que ninguna fuerza externa podrá destruir tan fácilmente.

A diferencia de La vida a tientas, de la prestigiada Plaza y Janés, que está narrada desde varias perspectivas y voces, Días de septiembre, de la no menos prestigiada Editorial Ficticia, nos presenta a un solo narrador, protagonista, que a veces funge como narrador testigo, mismo que, en primera persona, de manera casi lineal, nos va deshilachando una serie de sucesos que abarcan años, décadas, mediante un lenguaje preciso y verosímil. Dicho narrador protagonista nos contará de sus miedos, de sus estados de ánimo y, en ocasiones no se hará responsable en lo absoluto de las omisiones que habrán de aparecer en la narración.

Otra de las técnicas narrativas a la que, inteligentemente, recurre Raúl Manríquez es el flash back o retroceso, el cual ejecuta muy bien condimentado con el uso de la temporalidad por evocación para, así, interrumpir precisamente y a propósito, con la narración cronológica lineal, para no fatigar nunca al lector. En Días de septiembre, y a manera de confesión, una voz posmoderna, semejante, paralela a la del grumete Ismael, quien aparece en Moby Dick, de Hermann Melville, protagonista que también funge como narrador testigo y tiene sobre sí la honda huella del catolicismo, se confiesa ante nosotros los lectores, porque desea saldar cuentas consigo mismo y entender cómo es que el aciago destino se ha ido entretejiendo hasta en las cosas aparentemente más nimias, otorgándole a su vida una clase de hondura fatalista; nuestro personaje de Días de septiembre, nos cuenta cómo cada uno de sus sueños de transformar su mundo, como maestro que es, y sus ganas de predicar el conocimiento, sintiendo sobre sí, la carga de un moderno San Francisco de Asís, van encaminadas al fracaso.

Mediante una secuencia perfectamente engarzada, con un impulso narrativo de muy alta facturación, Raúl Manríquez, en Días de septiembre, nos otorga el reflejo de una realidad actual: la de ese mundo sórdido y corrupto del ámbito magisterial en el caso especial, México, en el caso particular, Chihuahua, convirtiendo en denuncia lo que empezó y sigue siendo para el autor un mero divertimento, una pasión y a la vez una dependencia altamente gozosa que se resume en el acto escritural. De ese modo, gracias al simbolismo lingüístico, la verdad se eleva sobre todas las cosas, emerge y desciende, luminosa. La verdad, por sí sola, reúne a las otras dos cualidades: la bondad y la belleza. Una obra es verdadera porque incomoda, y es buena porque descubre tras de su lectura su alta calidad telúrica. Nos mueve el tapete de la consciencia; nos hace sentir que ya no estamos seguros en nuestro mundo, lleno de comodidades pero vacío de sentido, de significado. Lo bueno y lo verdadero no puede ir enfundado en una estructura deficiente. La verdad también llega a resolverse, como en este caso, en la forma. Sin embargo, la prosa de Raúl Manríquez presenta dos debilidades: la primera de ellas, y la más grave, tiene que ver con uno de los elementos básicos de toda novelística: el diálogo entre los personajes. Curiosamente, los diálogos en las novelas de Raúl Manríquez suelen ser inexistentes. Tal vez por ello, al leerlas, se tiene la sensación de que el discurso sólo pertenece al escritor y no a los personajes. Heredero de la tradición de don José Fuentes Mares (un historiador chihuahuense metido de pronto a novelista, dueño de un fraseo intenso, aunque también carente de diálogos), Raúl Manríquez aún no se atreve a desligar de sí y del todo a sus personajes; aún no se atreve a soltar los hilos que los atan a su cálamo. Teme que se le caigan de las manos como marionetas sin vida, es cierto, ése sería el alto riesgo que tendría que correr el novelista. Prefiere no hacerlo, pero con ello también se libra de alcanzar esa clase de dicha que es la consecución de un mayor nivel de intensidad y un efecto final más contundente; y a los lectores nos evita el hecho de que estemos más cerca de cada uno de sus personajes; sólo se nos permite que sigamos viéndolos de lejos, como a través de una fría, enorme y límpida vitrina.

La otra debilidad es, si así se quiere ver, una pecata minuta extraliteraria: le atrae la idea de que sus amigos irrumpan en la trama de sus historias. Dentro de la tradición y la narrativa escrita por autores del norte de México, Raúl Manríquez no es el único. Willivaldo Delgadillo, por ejemplo, cita a sus «compas” de Juárez en La virgen del barrio árabe; David Toscana, en Estación Tula, se cita a sí mismo como personaje y, por si fuera poco, desacraliza su propia literatura poniendo en tela de juicio una de sus novelas a través de uno de los personajes de El último lector, claro, todo ello, sin menoscabo de su calidad como autores. Desde sus primeros cuentos y relatos, escritos en revistas y cuadernillos que se han ido convirtiendo en la delicia de muchos lectores en nuestro Estado, la mayoría de ellos estudiantes de secundaria y de preparatoria, y ahora en sus dos novelas publicadas, Raúl Manríquez ha ido inscribiendo los nombres de Polo Zapata, Héctor Ramos Zepeda, Miguel Espino, José Luis Domínguez, Marcelino Ruiz Acosta y Gloria Ríos, entre otros. Pecata minuta, reitero, porque ya cruzadas las fronteras del ámbito regional, este asunto del familiarismo de los nombres, pierde por completo relevancia. En este punto, cabe mencionar que Raúl Manríquez se ha convertido en un habilidoso catalizador de la realidad que lo circunda y es capaz de trastocarla, de arrastrarla hasta complementar con ella los pérfidos mundos que brotan como por un conjuro de su magín, con bastante provecho en su labor de encantador de lectores. Siendo autor de corte realista, no hay detalle, gesto, conversación o suceso que escape a su mirada intensa y profunda, ni a su oído sabiamente entrenado desde las coplas de su felicísima infancia. Raúl Manríquez cuenta, así, con las dos clases de memorias que se les otorgan como una gracia a los poetas: la memoria visual y la memoria auditiva. Sabe discernir muy bien por donde nada el pez y por donde nada nada, ya sea en mar o en río o en lago de aguas profundas en ese exigente universo que es el logos. Como buen gambusino sabe determinar muy bien el provechoso rumbo de la veta hacia el interior de su propia mina narrativa. Figura de perfección constante en esa manera de escribir que tiene Raúl Manríquez. Una prosa es la suya, llena de ritmo, limpia, eufónica, impecable. Su estructura casi alcanza la misma efectividad, cohesión, adherencia y fuerza, similares a la estructura interna que posee el átomo.



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