viernes, febrero 17, 2006
Una novela de Robert Liddell
ROBERT SALADRIGAS
B arcelona,España. 15/02/2006. (La Vanguardia).- Lo gratificante de la industria editorial, en su vertiginosa producción de títulos a costa de saturar el mercado librero, es que entre tan caudaloso despliegue de papel impreso aparece inesperadamente algún autor que nos hace pensar en por qué hasta ahora nadie había reparado en las bondades de su obra. Es difícil entender que de Robert Liddell (1908-1992), del que sólo conocía su estupenda biografía del poeta griego Kavafis (Paidós), se traduzca por primera vez una de sus once novelas, Los últimos hechizos, que publicó en 1947. No sé si es la mejor de su bibliografía, pero sí es uno de esos libros deliciosos a los que nos tiene viciados la literatura británica en la estela Evelyn Waugh. Según los escuetos datos biográficos de Liddell, se educó en Oxford (la ciudad de sus sueños y melancolías), donde estuvo trabajando en la Bodleian Library antes de trasladarse a Atenas como lector en el British Council; con la invasión alemana enseñó en Alejandría entre 1941 y 1945, y luego fue profesor de literatura en la universidad de El Cairo hasta 1951 en que regresó a Grecia hasta su muerte.
El protagonismo soberano de Los últimos hechizos corresponde a la "gran ciudad universitaria de Christminster situada en el límite del condado de Wessex", punto de arranque y escenario de la historia colectiva que cuenta Liddell enmarcada en los años treinta. Es natural ver en la descripción de la imaginaria Christminster, su bello casco gótico, su barrio residencial y su venerable tradición, el modelo urbanístico y académico de Oxford, el hábitat entre el Támesis y el Cherwell donde Liddell vivió felizmente la juventud hasta que los tambores de guerra lo arrastraron lejos. Es la historia que vive el narrador, Andrew Faringdon, que regresa a ella tras el cataclismo para comprobar que, pese a haber sido respetada por los bombardeos, ha perdido para él los hechizos del pasado; el horror y la muerte habían hecho estragos en la gente que amaba y no quería "volver solo" al paisaje que le recordaba su orfandad. Faringdon, que ha perdido a su hermano Stephen en Alemania -Liddell dedica la novela a la "memoria de mi hermano"-, admite que después de la muerte le "gustaría pasar la eternidad en Christminster, cual fantasma entrañable, benefactor... y acompañado". Esas elegiacas páginas finales me parecen las más hermosas del libro.
Por intercesión de Andrew Faringdon, quien licenciado en Christminster se instala en un piso para investigar en la biblioteca de la universidad mientras Stephen (formado en Oxford) estudia música, Liddell pinta en clave irónica la vida cotidiana de la ciudad universitaria centrándola en un grupo de personas rigurosamente británicas y, si se me permite, tiernamente ingenuas, entrañables: la pobre señora Foyle, fea y deforme, cuya hermosa hija Miranda, actriz mediocre casada con un lord célebre como actor, nunca se hace presente en la narración y sin embargo planea sobre ella el desdén que le inspira la veneración de su madre; el sentido y sensibilidad austenianos que configuran la servicial señora Preston; el viejo señor Waterfield dedicado a estudios absurdos y cuya paranoica tacañería da lugar a sublimes instantes dickensianos. Y junto a ellos una caterva de personajes menores satirizados con agudeza y comprensión por los hermanos Faringdon que se complementan como si fueran gemelos.
La peculiaridad de Liddell es la de trabajar con elementos de la realidad, aparentemente insustanciales, que son trascendidos hacia un significado susperior, allí donde se esconde el sentido profundo de la historia que cuenta. En términos de alta comedia como lo hizo Evelyn Waugh en Retorno a Brideshead entre la seriedad y lo burlesco para tratar la nostalgia de un hombre de clase media por una Inglaterra aristocrática, elegante, ya desaparecida, que se llevó sus ilusiones, Liddell disfraza de amable causticidad a lo Woodehouse los modos de vida de los vecinos de Christminster, consciente de que tienen los días contados. De pronto la fatalidad se apodera del relato y le imprime otro carácter. A medida que la amenaza de guerra se hace visible y cada personaje a solas con sus miedos atizados intuye que todo va a sufrir un vuelco radical sin posibilidad de retorno, que están disfrutando de los últimos hechizos del tiempo de paz, el hálito divertido de la novela va cediendo a la trascendencia de aquellos instantes crucialmente dramáticos para los individuos y la sociedad. El tono de la historia cambia sutilmente. Y surge lo insoslayable en todo novelista inglés católico: la confortación del catolicismo como escudo para resistir el sufrimiento moral y no quebrarse ante la insoportable soledad del penitente.
Tal vez Liddell no sea un primera serie de la narrativa británica, pero la lectura estimulante de Los últimos hechizos escrita hace sesenta años, cuando se había alejado para siempre de Inglaterra y únicamente conservaba la nostalgia de la Oxford humana que había cobijado sus fantasías de juventud sepultadas por la abominación nazi, meha revelado el placer oculto en aquellas obras de apariencia modesta y no obstante tocadas por el genio de la literatura en las que el tiempo y las modas no hacen mella. Pues bien, ahí está la de Robert Liddell, sencillamente extraordinaria.
Robert Liddell Los últimos hechizos Traducción de Toni Hill LUMEN 303 PÁGINAS 13,90 EUROS