Rancho Las Voces: Eadweard Muybridge, el señor de lo invisible
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miércoles, febrero 01, 2006

Eadweard Muybridge, el señor de lo invisible



ANDRÉS BARBA

B arcelona, España. 01/02/2006. (La Vanguardia) Ha habido siempre una larga y extendida controversia acerca del origen del cine como invención y, aunque todo el mundo reconoce a los hermanos Lumière como los grandes artífices, no es muy improbable que debamos retrotraernos en realidad al día en el que Leland Stanford, uno de los creadores de la líneas férreas Central Pacific y ayudante del gobernador de California, decidió comprar con sus muy sustanciosos ingresos un rancho en Palo Alto en 1872. Cinco años más tarde, en 1877, abandonada ya toda ambición política tras varios fracasos estrepitosos y deseoso fundamentalmente de alejarse del mundo, Stanford se centró obsesivamente en la crianza de caballos para lo cual llamó a un viejo conocido; Frederick McCrellish. Y corría precisamente el verano de 1877 cuando los dos viejos se enzarzaron en una de esas discusiones por las que la humanidad debería estar sempiternamente agradecida.

Stanford aseguraba a McCrellish que estaba absolutamente convencido de que había un momento del galope del caballo en el que ninguna de las patas tocaba el suelo. McCrellish, por su parte, se negaba a aceptarlo. La conversación se hizo cada vez más agria y ninguno de los dos ancianos estaba dispuesto a ceder.

Para dilucidar el asunto se apostaron la friolera de 25.000 dólares.

Y efectivamente; nada como la tozudez de un anciano rico. En apenas tres semanas Stanford ya había conseguido llevar a Palo Alto a uno de los fotógrafos más conocidos de la costa del Pacífico; al enjuto y excéntrico inglés llamado Eadweard Muybridge. Una batería de veinticuatro cámaras sobre el suelo de la finca privada de Stanford disparando exposiciones consecutivas de dos milésimas de segundo produjeron el milagro del galope de un caballo negro tras el blanco cielo de California en el verano de 1872; efectivamente; el caballo volaba; lo invisible se había hecho visible, la serie desvelaba la magia oculta y milimétrica de un movimiento hasta entonces insospechado en su complejidad.



En el origen estaba el secreto, y el secreto establecía la regla del juego de la socialización, del ocultamiento, de la apariencia. El secreto, la desnudez secreta, aquel invisible de la intimidad velada que instauraba la profundidad, la densidad abisal del otro ante mí. Baudrillard, muchos años después refiriéndose a ese día en que Muybridge fotografió al caballo del señor Stanford, dirá que fue precisamente ése el momento en que se instauró oficialmente para la humanidad La era de la transparencia. Pero lo que los hombres pedían; el desvelamiento de lo invisible, despojar a la desnudez de la desnudez, no sería capaz de nacer hasta que Muybridge, ya por entonces reconocido por su gran invención, recibió en 1883 una ayuda económica de la universidad de Pennsylvania para llevar a cabo el más ambicioso de sus proyectos: The human figure in motion.




Hombres y mujeres desnudas realizan movimientos, suben escaleras, se abrazan, tiran piedras, juegan, pero ahora hay una magia nueva en ellos, ese algo invisible que les sostenía es visible ahora. La humanidad está alzada, asombrada de sus movimientos más simples, como ante una disección en la que la rana es el cuerpo humano mismo en su más estricta simplicidad.

"Conocí a un profeta -dice de Muybridge el mismo Walt Whitman en sus Hojas de hierba- que iba más allá de los matices y de los objetos del mundo,/ Del campo del arte y de la ciencia, del placer, de los sentidos/ para espigar imágenes./ Pon en tus cantos, dijo,/ Ya no la hora o el día enigmáticos, ni segmentos, ni partes,/ Pon en primer término, como luz para todos y como canto inaugural de todos,/ Las imágenes". El mundo nace de nuevo en el esquematismo colmado de dos muchachas que se bañan, el presente inmediato, ese eterno inaprensible, intrincado antes, ahora fecundo e inmóvil: "tu cuerpo permanente/ el cuerpo que acecha dentro de tu cuerpo/ el único fin de la forma real que eres, mi yo real,/ Una imagen".



Señal indudable de que existe algo intocable en el centro mismo del corazón de lo humano es precisamente nuestra sorpresa y nuestra permanente admiración de estas series, nuestra ingenuidad fascinada de una muchacha que camina, de un hombre que salta una valla, de una niña que juega, de una mujer que se despide lanzando un beso. Como un Whitman de la fotografía Muybridge enloqueció en su proyecto de lo inasible para el que no bastaron las más de 100.000 series que realizó. Y el mismo Charcot, en sus comentarios a la vida de Muybridge recordaba que ni en sus últimos días el fotógrafo adivinaba las dimensiones de la puerta que acababa de abrir. "Lo único que he hecho - decía- es enseñar a la gente a apreciar la belleza de una canción que no era mía, y que ya sonaba antes de que yo llegara sin que nadie se apercibiese de ello".

Sea en buena hora que nos hiciste escuchar por fin, Edwuard Muybridge, señor de lo invisible.