Rancho Las Voces: Las fábulas prohibidas de Stevenson
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martes, febrero 14, 2006

Las fábulas prohibidas de Stevenson




C iudad De México. 11 de febrero de 2006.(EL UNIVERSAL / Confabulario)Dos cuentos del escritor escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894) que durante un siglo han sido sistemáticamente excluidos de sus obras, debido a la manera en que escarnecen a la religión y la ciencia, fueron rescatados por el investigador Ralph Parfect de la sección de manuscritos modernos de la biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale. confabulario presenta ambos documentos a los lectores, acompañados por un ensayo de su descubridor.


Por Ralph Parfect / Traducción: Katia Rheault.

Dos cuentos de Robert Louis Stevenson, El relojero y El mono científico, han sido objeto de un inexplicable descuido aun por parte de los admiradores del autor que sabían de su existencia. Aunque siempre, en algún momento u otro, se ha considerado que merecía la pena publicar varias de sus novelas inconclusas, así como The plague cellar, uno de sus primeros cuentos (que él desconoció de forma explícita), estos dos divertidos y polémicos relatos, a los que únicamente les falta una “moraleja” planeada al final, no sólo han recibido escasos comentarios sino que parecen haberse excluido a propósito del contexto para el que fueron escritos... el conjunto de Fables, publicado de manera póstuma en 1895. ¿Cómo explicar semejante descuido?

Poco se sabe acerca de la redacción de Fables, una colección heterogénea de veintidos cuentos. Ninguno está fechado. Está claro que algunos fueron redactados desde 1874, pues en septiembre de ese año Stevenson le escribió a Sidney Colvin, su amigo y tutor, diciéndole “ya no he tocado mis fábulas. Siento que debo dejar que las cosas se tomen su tiempo. Soy constante con mis esquemas; pero debo trabajar en ellos por rachas, de acuerdo con mi estado de ánimo”. Colvin, quien después se convirtió en el editor de una gran parte de la obra de Stevenson, incluyendo Fables, supone que las primeras fueron The house of Eld, Yellow paint, The touchstone, The poor thing y The song of tomorrow.

Stevenson debe haber efectivamente trabajado por rachas en la colección, pues no fue sino hasta el 31 de mayo de 1888 que se reunió con un representante de Longmans, Green y Company, en la ciudad de Nueva York, para firmar un acuerdo para publicar los cuentos. Los viajes por el Pacífico que siguieron y el que el escritor acabara por establecerse en Samoa inspiraron una serie de proyectos nuevos que retrasaron la terminación de Fables; mas no cabe duda de que él agregó al menos dos cuentos durante este periodo, a saber “The cart-horses and the saddle-horse” y “Something in it”, en donde aparecen nombres propios samoanos. La última referencia que hizo Stevenson a la colección data de marzo de 1889, cuando él le escribe a Charles Longman desde Honolulú para hablarle con entusiasmo de su nueva novela The wrong box (escrita en colaboración con Lloyd Osbourne, su hijastro), pero añade, lamentándose: “Hasta ahora, ni una palabra acerca de las fábulas; debo escribir algunas más y todavía no ha subido la marea”. Parece que los manuscritos de “El relojero” y “El mono científico”, que ahora pertenecen a la Colección Beinecke de la Universidad de Yale, formaron parte originalmente de una copia de Fables que Stevenson pasó en limpio y que hizo en algún momento antes de morir en noviembre de 1894. No ha sobrevivido ningún otro manuscrito de Fables.

En 1895, de acuerdo con un nuevo contrato firmado por Charles Baxter, el agente literario de Stevenson, Longman’s Magazine publicó las fábulas de manera póstuma y en dos entregas, en los números de agosto y septiembre de ese año. Ambas entregas fueron firmadas con el nombre de Stevenson. Sin embargo faltaban “El relojero” y “El mono científico”. Los cuentos fueron nuevamente excluidos de la primera colección que apareció en forma de libro, junto con Doctor Jekyll and Mr Hyde, en marzo de 1896. Ninguna de las ediciones subsecuentes de Fables ha incluido estos dos cuentos, a pesar de que las páginas de los manuscritos están numeradas “15-19” y “22-25”, respectivamente, lo cual indica que el autor deseaba que formaran parte de una serie.

Entonces, ¿quién excluyó estos cuentos y por qué? Con toda seguridad, Sidney Colvin fue quien tomó esa decisión al preparar el texto para la revista Longman’s.
Tal y como lo revelaría más tarde su selectiva edición de las Cartas de Stevenson, Colvin estaba muchas veces dispuesto a suprimir partes de la obra de su difunto amigo (aunque a veces se disculpaba por ello). Lo más cercano a un motivo para excluir estos cuentos es el comentario que hace Colvin, en una nota introductoria a la primera entrega de las fábulas en la revista, al señalar que no incluyó “algunos relatos que eran meros borradores o que claramente era necesario revisar”. Los manuscritos de “El relojero” y “El mono científico” contienen, sin duda, errores e imprecisiones. Pero resulta extraño que estas faltas, relativamente triviales, hayan provocado semejante abandono.

La severidad editorial de Colvin también podría explicarse por el hecho de que quizá considerara que los dos cuentos eran demasiado sintomáticos de la supuesta falta de unidad y cohesión de la colección como para formar parte de una edición publicada. Aunque él no aclara cuáles son los textos rechazados, sí comenta, acerca de los manuscritos que sobrevivieron y eran identificados como parte de Fables al momento de morir Stevenson, que “sin duda, no eran lo que su autor habría querido que fueran”.



Resulta sorprendente la proyección que hace Colvin de la intención que tuvo el autor con respecto a la colección dado que, en esa misma nota, él reconoce la forma ya de por sí variada e híbrida que el volumen había adoptado para 1888 y dado que el propio Stevenson había hecho arreglos para que se publicara en ese año. La nota de Colvin se inicia llamando correctamente la atención del lector sobre el ensayo que Stevenson escribió, en 1874, sobre Fables in song (de Lord Lytton) en donde intentó definir “los objetivos y métodos propios” del género. Pero “la concepción [que Stevenson] tenía sobre el tema”, tal y como lo presenta Colvin, es significativamente vaga y elástica; a saber que “el elemento de alegoría moral o apología [debía combinarse], al menos en igual medida, con el elemento onírico”. Aunque Colvin cita tres de los “cuentos semisobrenaturales” de Stevenson (“Will of the mill”, 1878, “Markheim”, 1885, y Doctor Jekyll and Mr Hyde, 1886) señalando que poseen ese equilibrio de cualidades, también revela que sabe cuán libremente debe aplicarse el término “fábula” a dichos cuentos al agregar que Stevenson también “[incursionó] ocasionalmente en la creación de fábulas propiamente dichas y elaboradas de acuerdo con el formato convencional, breve y bien conocido”. Colvin dice además que, “para el invierno de 1887-88”, el autor había agregado “algunas de mayor extensión y concebidas estando en una vena más mística y legendaria” y que sólo entonces, ya en posesión de este variopinto grupo de relatos, el autor empezó a “vislumbrar la posibilidad de hacer con ellos un libro”.

Además, el deseo que Colvin profesa de conservar la intención original de Stevenson no parece ser consistente si consideramos que también incluyó, en la selección final, “una o dos” fábulas situadas en Samoa y que, por ende, casi seguramente escribió después de 1888.
También existe la posibilidad de que a Colvin le hayan parecido ofensivos los temas centrales de “El relojero” y “El mono científico” o bien (lo cual es más probable) que temiera que, en la década de 1890, algunos sectores del público cada vez más amplio de Stevenson reaccionaran con desaprobación o disgusto. “El relojero” repudia de manera implícita, aunque también divertida y satírica, no sólo el discurso científico, sino la validez de toda creencia religiosa, mientras que “El mono científico” es una condena vívida y tal vez en ocasiones inquietante no sólo de la vivisección, su blanco directo, sino también y por analogía, de cualquier práctica colonialista que, en nombre del “progreso”, inflija de manera hipócrita la crueldad sobre los colonizados. Colvin ya se había opuesto a lo que llamaba “la esencia escandalosa” del último cuento que Stevenson publicó antes de morir, a saber “The ebb tide”, un relato antiimperialista y antifundamentalista en donde un fanático religioso británico somete, en las islas del Pacífico, a tres desgraciados vagabundos al servilismo aterrorizado y a una muerte agónica provocada por el vitriolo.

No obstante, por muy irreverente y escéptica que sea la postura de “El relojero” y “El mono científico” ante la religión y la ciencia, ninguno de estos cuentos resulta más polémico que algunas de las obras que Stevenson ya había publicado. En comparación con otras obras más largas, contenciosas e iconoclastas, como por ejemplo “The beach of Falesa” y Doctorr Jekyll and Mr Hyde, el tono ligero y humorístico de los dos cuentos los modera de forma significativa. Y aunque ambos coquetean con imágenes violentas para alcanzar sus respectivos objetivos satíricos, ninguno se aleja de la regla bien establecida de Stevenson de narrar los actos de violencia con rapidez y evitar la representación prolongada del dolor físico. Además, varias de las fábulas publicadas son igualmente irreverentes y categóricas en relación con los prejuicios, incluyendo los científicos y los religiosos (por ejemplo, “The distinguished stranger” y “Faith, half-faith and no faith at all” que, respectivamente, se burlan de las explicaciones científicas del mundo y de las actitudes inconsistentes que tiene un misionero acerca de las creencias religiosas). De hecho, la propia tendencia subversiva de los dos cuentos excluidos, así como la forma consciente en que modernizan el género tradicional de la fábula, es lo que claramente los alínea con el resto de la colección.

R.H. Hutton, quien entonces era el editor de Spectator, captó el modernismo de Fables así como su pertinencia en relación con los intereses más amplios que imperaban a finales de la era victoriana y, en una reseña de los cuentos que hizo en 1895, los elogió diciendo que “quizá sean más notables que cualquiera de los textos más elaborados de [Stevenson]” y argumentó que “son esencialmente modernos en su estructura y llegan a las raíces mismas de la paradoja que todos los pensadores modernos encuentran en la vida humana, aunque no pretenden encontrar ninguna solución para dicha paradoja, sino que la dejan intacta allí donde la encuentran”. Hutton observa que la mayor parte de las fábulas gira alrededor de la fe y la duda (la dificultad de tener fe pero también sus recompensas; la importancia de la duda pero también su destructividad) y acierta al identificar dos tendencias divergentes en la colección. Algunos cuentos son negativos y escépticos, sobre todo “Yellow paint” y “The penitent” que Hutton considera “puramente cínicos”, y “The house of Eld” en el que se detiene un poco más al señalar que ilustra la “inutilidad” de la acción movida por la fe. Sin embargo, las fábulas más bien revelan que “un remanente de fe parece sobrevivir a las paradojas de la vida” y Hutton considera que éstas tipifican mejor la forma de pensar de Stevenson y son inherentemente más valiosas. Concluye que “La imaginación del señor Stevenson estaba más llena de luz que de oscuridad”.

No es difícil ver que tanto “El relojero” como “El mono científico” corresponden a uno de los dos aspectos de Fables que Hutton identificó. “El relojero” es una sátira divertidamente cínica donde toda una era de discusión científica, religiosa y filosófica, en una comunidad de microbios, se ve aniquilada de un plumazo. Todo el pensamiento “animalcular” desaparece con el acto brutal e inconsciente del hombre desconocido que bebe el agua en donde viven esos organismos, simplemente para calmar su sed.

Sin duda, la “Moraleja” (que Stevenson por desgracia nunca añadió) hubiera subrayado (en verso, como es el caso de varias de las fábulas publicadas) el hecho de que las necesidades y los deseos humanos siempre prevalecerán sobre la discusión racional. En el cuento, el debate se ve grotescamente amenazado por la agresión irracional que acompaña las creencias, simbolizada en la ejecución del poeta blasfemo que se burla de la religión tenuemente practicada por su sociedad. Al mostrar cómo pasan, del argumento al dogma, las teorías relacionadas con la naturaleza del universo de los microbios y el papel del misterioso “relojero”, Stevenson quizá ofrece una analogía para algunos de los acalorados debates científicos de su propia época, como la polémica en torno al darwinismo cuyas afirmaciones científicas inevitablemente entraron en conflicto con las de la religión. El giro irónico del cuento, en donde la enfermedad del relojero (que simplemente resulta de la estupidez que comete al beber el agua estancada del jarrón) lleva a las autoridades de la ciudad a sanear todo el suministro del agua, implica que incluso la ciencia práctica y aplicada, aunque en apariencia resulta beneficiosa, puede estar descaminada y ser imprecisa.

(Esta es una insinuación significativa por parte de Stevenson, cuyo padre era constructor de faros.) Tal parece que la tecnología moderna no siempre representa una mejoría en el supersticioso mundo de los animálculos.

El efecto satírico depende en gran medida del lenguaje del cuento; Stevenson desea mofarse del estilo de la discusión filosófica, tanto como de la validez de las ideas, y parece divertirse mucho acuñando palabras cómicamente torpes como “animalculomorfismo” y “relojerista”. Gracias a la misantropía y el pesimismo implícitos en la historia, así como a su forma de jugar con la escala y el antropomorfismo, Stevenson demuestra ser un creativo heredero de la tradición satírica de Swift, al burlarse de los supuestos de la Ilustración relacionados con el progreso científico y al “desfamiliarizar” con gran humor ciertos blancos satíricos, tomados por venerables. Quizá “El relojero” sea uno de los mayores ataques de Stevenson contra la confianza en la tradición intelectual de Occidente, pues retoma, con especial belicosidad cómica, un escepticismo que ya resultaba familiar gracias a obras como Doctor Jekyll
and Mr Hyde.

A diferencia de la “oscuridad” de este descreimiento, “El mono científico” ofrece algo de “luz” si se lee de cierta manera. Sus protagonistas, un grupo de simios de las Antillas, amenazado con ser gradualmente exterminado por un científico dedicado a la vivisección, descubre que, a pesar de la fuerte tentación que sienten de adoptar las tácticas brutales del colonizador y realizar experimentos con el hijo de ese hombre en nombre de su propio progreso científico, se obtiene una satisfacción mayor al conservar una postura moral y devolver el bebé a su padre, al refrenarse y no vengar un crimen con otro. Al igual que en “El relojero”, la ciencia es satirizada como algo en lo que no se puede confiar y que es de dudosa ética; esto se refleja sobre todo en los argumentos engañosos, relativistas y amorales del “mono científico”, la criatura que, después de padecer en carne propia la captura y el daño físico, adopta el papel del pendenciero victimizado robándose al niño. Sin embargo, tiene que vérselas con un simio compasivo que sólo tiene una oreja (víctima de un “pleito con su tía”, una forma de violencia más personal y por consiguiente moralmente más compleja) y que se lleva al infante a un lugar seguro; y con el jefe, un “viejo político conservador, a favor de la fuerza física” que restablece la ley y el orden entre los monos usando “un palo muy grueso” y ordena que el rehén sea devuelto a su hogar. Una vez más, al igual que en el caso de “El relojero”, el cuento carece de “Moraleja”; pero la de otra fábula, “Something in it”, en la que Hutton basa su planteamiento para decir que los cuentos favorecen la “luz” de la creencia por encima de la “oscuridad” del cinismo, prácticamente podría bastar:

Los palos se rompen, las piedras se desmoronan,
Los eternos altares se vuelcan y derrumban,
Las sanciones y los cuentos se desvanecen como niebla
En torno al asombrado evangelista.
Él se mantiene firme, de la vejez a la juventud,
Sobre una pizca de verdad.

El argumento implícito de “El mono científico” también puede compararse con “The ethics of crime”, el ensayo que escribió Stevenson a finales de la década de 1880 sobre el asesinato político, en donde insiste en que la ley debe castigar consistentemente los crímenes (sobre todo los que sean violentos), sin importar cuán justo sea el principio por el cual se luche. Aunque, a nivel sentimental, se coloca de parte del rebelde, Stevenson prefiere el legalismo y el conservadurismo del “viejo político a favor de la fuerza física” (moderado por la compasión del simio que tiene una sola oreja) a la anarquía moral del mono científico.
Sin embargo, a pesar del descubrimiento redentor de “una pizca de verdad”, el problema del enemigo colonizador sigue en pie. Como en el caso de “El relojero”, hay un giro en la historia: al final del cuento se nos dice que el vivisector, “ya con el corazón ligero, inició tres experimentos más en su laboratorio antes de que el día llegara a su fin”. Si no sólo interpretamos el cuento como un llamado al estricto cumplimiento de los principios éticos en el campo de la ciencia, sino también como una alegoría de la lucha antiimperialista (si acaso fuera necesario, la postura antiimperialista que Stevenson con frecuencia adoptó en sus obras posteriores podría ratificar esta interpretación), esto implicaría entonces que, en la búsqueda de la libertad política, hay que encontrar otra forma de resistir ante la violencia. Mas no se ofrece ninguna alternativa... el problema queda fastidiosamente sin resolver. “El mono científico” deja la paradoja intacta, tal como lo señala Hutton en su comentario general sobre Fables.
Quizá el humor subversivo del cuento resulte tan interesante como su fuerza política.
A pesar de la importancia de los temas que aborda, “El mono científico” es uno de los cuentos más divertidos del autor. Si bien el hecho de hacer figurar a simios antropomorfos como personajes parece invocar a Darwin, no existe el temor de un retroceso en el desarrollo o de una degeneración del hombre, como lo hay en Doctor Jekyll and Mr Hyde, salvo en la medida en que nuestra afinidad con los simios se usa para subrayar los peligros de nuestras deficiencias morales e intelectuales. De manera similar, aunque tanto el entorno como los temas anticipan The island of Dr Moreau (1896) de H.G. Wells y, al igual que esta novela, aclaran que el objeto del experimento puede llegar a subyugar al científico, el tono es marcadamente distinto al del romance de derivaciones góticas de Wells. Como en el caso de “El relojero”, Stevenson parodia el discurso científico y filosófico con un deleite evidente. Al igual que Oscar Wilde, Stevenson pone al descubierto la insensatez y la hipocresía de los lugares comunes al invertir sus términos; por ejemplo, cuando un mono comenta acerca del bebé, “Cómo me gustaría que no llorara.... se ve tan feo como un mono”.
Situar la fecha en que los cuentos fueron escritos supone necesariamente hacer conjeturas. Dado que tanto “El mono científico” como “The ethics of crime” tratan de la necesidad de proteger la ley moral en medio de la coacción política, parece ser verosímil que el primero se haya escrito más o menos al mismo tiempo que el segundo, es decir, a finales de la década de 1880. Sin embargo, el interés de Stevenson por estos asuntos se remonta al menos a 1885, año en que fue publicada su novela The dynamiter (en la que había trabajado desde 1883), una sátira sobre el terrorismo de los fenianos, que una vez más mostró su aversión por los actos de violencia desprovistos de ética y cometidos en nombre del progreso. Por otro lado, el entorno caribeño de “El mono científico” podría sugerir la influencia de los viajes que Stevenson hizo al trópico después de 1889, pero esta teoría debería tomar en cuenta que, ya desde 1878, él había escrito parte de una novela titulada The hair trunk; or the ideal Commonwealth, en donde también aparecía una isla del Caribe. Tampoco es fácil fechar “El relojero” aunque su estilo efervescente y paródico sugiere, una vez más, que se escribió mucho antes de la década de 1890, cuando los textos de Stevenson se volvieron, en general, más serios y menos satíricos. Tal vez la amplitud del enfoque intelectual del cuento, en comparación con las fábulas que Colvin supone que se escribieron a mediados de la década de 1870, lo distingue como un relato algo más tardío. Con base en esto, concluyo tentativamente que ambos cuentos podrían haberse escrito desde 1875 y hasta 1889, pero es probable que al menos “El mono científico” se haya escrito a mediados de la década de 1880, cuando Stevenson rondaba los treinta y cinco años. Por su tono bromista y provocador parecen ser el producto de la imaginación de una persona más joven, pero el espíritu juvenil de Stevenson duró mucho más que sus años mozos.
El texto de los dos cuentos se ha presentado aquí de modo que resulte lo más fácil de leer, a la vez que se han respetado sus idiosincrasias más significativas. He corregido los errores de ortografía y puntuación, pero he conservado la ortografía original de algunas palabras, por más inusuales que resulten, allí donde aparecen repetidas (“animalculae” como el singular y el plural de la palabra “animalculus”) o bien allí donde parecen reflejar la forma de escribir de la época. He conservado la forma de escribir ciertas palabras de Stevenson cuya ortografía ha cambiado desde los tiempos en que él vivió (“caraffe”, “cocoanut”, “tory” en vez de “Tory”). Y he sustituido las palabras que Stevenson subrayó por cursivas.

***

El mono científico



E n cierta Isla de las Antillas, había una casa y una playa cerca de una arboleda.
En esa casa habitaba un vivisector y, en los árboles, un clan de simios antropoides. Resultó que el vivisector atrapó a uno de ellos y lo encerró durante algún tiempo en una jaula del laboratorio. Allí, quedó profundamente aterrado por lo que vio, muy interesado por todo lo que oyó; y como tuvo la fortuna de escapar en una fase temprana de su caso (que quedó clasificado con el número 701) y de regresar con su familia con tan sólo una lesión insignificante en un pie, consideró que, en suma, había salido beneficiado.
En cuanto regresó se hizo llamar “doctor” y empezó a importunar a sus vecinos con esta pregunta: ¿Por qué los simios no son progresistas?
—No sé qué quiere decir progresista — dijo uno y le lanzó un coco a su abuela.
—Yo no lo sé ni me importa —dijo otro y se columpió en un árbol cercano.
—¡Ya cállate! —exclamó un tercero.
—¡Maldito progreso! —dijo el jefe que era un viejo político conservador, a favor de la fuerza física—. Procuren portarse mejor como lo que son.
Pero cuando el mono científico lograba reunirse a solas con los machos jóvenes, éstos lo escuchaban con más atención.
—El hombre es tan sólo un simio que ha sido promovido —decía, colgando su cola desde una elevada rama—. Dado que el registro geológico está incompleto, es imposible afirmar cuánto tardó en ascender y cuánto podríamos tardar nosotros en seguir sus pasos. Pero si nos lanzamos de lleno in media res en mi propio sistema, creo que los dejaremos a todos atónitos. El hombre perdió siglos por culpa de la religión, la moral, la poesía y otros desvaríos; tardó siglos antes de alcanzar la ciencia y apenas ayer empezó a realizar vivisecciones. Nosotros recorreremos el camino en sentido inverso y empezaremos por la vivisección.
—¿Qué cocos es la vivisección? —preguntó un simio.
El doctor explicó con todo detalle lo que había visto en el laboratorio; y algunos de sus oyentes quedaron encantados, mas no todos.
—¡Nunca había escuchado semejante bestialidad! —exclamó un mono que había perdido una oreja en un pleito con su tía.
—¿Y para qué sirve eso? —inquirió otro.
—¿Qué no se dan cuenta? —dijo el doctor—. Al hacer vivisecciones en los hombres, descubriremos cómo están hechos los simios y así avanzaremos.
—Pero, ¿por qué no las hacemos en nosotros mismos? —preguntó uno de sus discípulos que era discutidor.
—¡Ay, qué vergüenza! —dijo el doctor—. No pienso quedarme aquí escuchando semejantes despropósitos; al menos, no en público.
—Pero, ¿y los criminales?
—inquirió el discutidor.
—Es muy dudoso que exista algo que pueda considerarse bueno o malo; entonces, ¿cómo definirías a un criminal? —repuso el doctor—. Y además, el público no lo toleraría. Y los hombres nos serán igual de útiles; somos del mismo género.
—Me parece que sería brutal hacerles eso a los hombres —dijo el simio que sólo tenía una oreja.
—Bueno, para empezar — dijo el doctor—, ellos afirman que nosotros no sufrimos y que somos, como dicen, unos “autómatas”; así que tengo todo el derecho de decir lo mismo de ellos.
—Ése es un disparate —dijo el discutidor—; y además es autodestructivo. Si ellos sólo son unos autómatas, no pueden enseñarnos nada acerca de nosotros mismos; y si pueden hacerlo, ¡por todos los cocos!, entonces deben sufrir.
—Comparto bastante tu forma de pensar — dijo el doctor—, y, en efecto, ese argumento sólo es válido para las revistas mensuales. Supongamos que sí sufren. Bueno, pues sufren en el interés de una raza inferior que necesita ayuda; no puede haber nada más justo que eso. Y además, sin duda haremos descubrimientos que también a ellos les serán de utilidad.
—Pero, ¿cómo descubriremos algo cuando no sabemos qué hay que investigar? —inquirió el discutidor.
—¡Bendita sea mi cola! —gritó el doctor, perdiendo los estribos y la dignidad—. ¡Tienes la mente menos científica de todos los monos de las Islas Windward! Saber qué investigar... ¡qué tontería! La verdadera ciencia no tiene nada que ver con eso. Tú sólo debes realizar vivisecciones, cada vez que tengas la oportunidad; y, si realmente llegas a descubrir algo, ¿quién estará más sorprendido que tú?
—Tengo una objeción más —dijo el discutidor—, aunque aclaro que concuerdo en que sería una diversión mayúscula. Pero los hombres son muy fuertes y además tienen armas.
—Por eso mismo tomaremos a los bebés —concluyó el doctor.
Esa misma tarde, éste regresó al jardín del científico; se robó una de sus navajas a través de la ventana del cuarto de vestir y, en una segunda incursión, sacó al bebé de su cuna.
Hubo gran algarabía en las copas de los árboles. El mono, que sólo tenía una oreja y que era de buenos sentimientos, acunó al niño en sus brazos; otro le metió nueces en la boca y se afligió porque no quiso comérselas.
—Carece de inteligencia —dijo.
—Pero cómo me gustaría que no llorara —dijo el simio que sólo tenía una oreja—, ¡se ve tan feo como un mono!
—Esto es absurdo —dijo el doctor—. Denme la navaja.
Al oír esto, al mono que sólo tenía una oreja se le encogió el corazón, le escupió al doctor y huyó con el niño a la copa del árbol vecino.
—¡Hey, tú! —gritó el simio que sólo tenía una oreja—, ¡vivisecciónate tú mismo!
Ante este desafío, todo el equipo empezó a perseguirlo y a dar voces; y el ruido llamó la atención del jefe, que se encontraba en los alrededores, matando pulgas.
—¿Por qué tanto alboroto? —exclamó el jefe. Y cuando le explicaron lo sucedido, se llevó la mano a la frente—. ¡Santos cocos! —exclamó—, ¿es ésta una pesadilla? ¿Pueden los simios caer hasta semejante barbaridad? Devuelvan a ese niño al lugar de donde lo sacaron.
—Usted no tiene una mente científica —dijo el doctor.
—No sé si tenga una mente científica o no —repuso el jefe—, pero sí tengo un palo muy grueso y, si le pones una garra encima a ese bebé, te romperé la cabeza.
Así que llevaron al bebé al jardín que estaba frente a la casa. El científico (que era un estimable padre de familia) no cupo en sí de gozo y, ya con el corazón ligero, inició tres experimentos más en su laboratorio antes de que el día llegara a su fin.

***

El relojero





L a garrafa estaba colocada sobre una mesa, en medio de la habitación. Hacía casi una semana que nadie entraba por la puerta; la sirvienta era descuidada y no había cambiado el agua desde hacía un mes. La raza dirigente de los animálculos había alcanzado así una gran antigüedad y ellos estaban muy avanzados en sus estudios científicos. Su principal deleite era la astronomía; los filósofos se pasaban los días contemplando los cuerpos celestes, la sociedad se complacía en comentar las distintas teorías. Dos ventanas, una que daba al este y otra al sur, les daban dos años solares de distinta duración; el segundo se mezclaba con el primero y el primero volvía a suceder al segundo después de un intervalo de oscuridad. Muchas generaciones nacían y perecían durante la noche; la tradición de un sol se vio debilitada, de modo que los pesimistas abandonaron la esperanza de que volviera a salir; y la luna, que entonces estaba llena, engañó a algunos de los más sabios. No fue sino hasta el sexto año solar largo que apareció un animálculo de intelecto inigualable; él destronó la ciencia anterior y dejó un legado de discusión.

Su hipótesis puede llamarse La Teoría del Cuarto. Era errónea en partes. El cuarto no estaba lleno de agua potable; tampoco estaban hechas sus paredes de la misma sustancia que el mantel. Pero, en la mayor parte de los puntos, la teoría concordaba burdamente con los hechos; y su autor había calculado la posición relativa de la garrafa, la mesa, las paredes, los adornos de la repisa de la chimenea y el reloj de ocho días hasta el millonésimo lugar de los decimales, pues sus métodos e instrumentos eran exquisitamente finos. Hasta ahora, los más escépticos reconocían sus méritos. Pero el filósofo era un hombre de mente devota y obediente; y había decidido aceptar y basarse en una leyenda de su raza. En la antigüedad, antes del surgimiento de la ciencia, se decía que el espacio amarillo y oblongo, situado en la pared que daba al norte, se había abierto y un objeto, cuyo tamaño descomunal superaba la imaginación, había aparecido y, durante algunas generaciones, se había movido visiblemente en el espacio. Una luz, a decir de algunos más brillante que el sol, según otros apenas más brillante que la luna, acompañó al meteoro en su órbita. Mientras tanto, la garrafa fue sacudida por tronidos e inexplicables convulsiones; los costados del universo se oyeron crepitar; una detonación final señaló el momento de su desaparición; y, cuando los animálculos se recobraron del susto, vieron que el espacio amarillo y oblongo de la pared que daba al norte había retomado su aspecto natural. Tal fue el informe de los historiadores serios y críticos; en boca de los incultos, la versión era otra. “En la antigua era del canibalismo”, decían ellos, “un animálculo asombrosamente enorme atravesó el muro; tenía el sol en una garra; el movimiento de su nado sacudió la garrafa entera; y antes de volver a salir, le hizo algo al reloj”. Para asombro de la sociedad, esta versión popular fue la que el filósofo aceptó. Un coloso que llevaba una luz, parecido al que había sido observado, caminaba conforme a periodos establecidos cerca de las paredes exteriores de la habitación; y el hecho de que pasara, primero frente a una ventana y luego frente a la otra, explicaba los años solares. Pero el filósofo fue aún más lejos. En el Cosmos animalcular existía un elemento de anormalidad superlativa: el reloj, con su péndulo, su esfera y sus manecillas. Varias generaciones de observadores habían demostrado, de modo irrefutable, que el péndulo se balanceaba, que las manecillas reptaban por la esfera, que el fenómeno de las campanadas ocurría a intervalos aproximadamente iguales y que al menos era posible concebir una relación entre estos intervalos y la procesión de las manecillas. Pronto, la atención se fijó en el reloj; las pruebas de la existencia de algún propósito en la creación se centraron allí; el creador, que hablaba con oscuras palabras en sus demás obras, parecía emitir una voz auténtica en el reloj; y el teísmo y el ateísmo trabaron combate en torno a la cuestión del Relojero. El Newton animalcular era relojerista; y se arriesgó a hacer la osada conjetura de que el coloso que llevaba una lámpara alrededor de la habitación se vería obligado a regular sus movimientos de acuerdo con el tiempo del reloj.

Entre los piadosos, las interrogantes del filósofo pronto se erigieron en doctrinas de la iglesia. El coloso de la leyenda fue identificado con el sol, junto con el creador del reloj. El culto al relojero reemplazó las religiones anteriores, la veneración del agua, la veneración de los ancestros y la adoración bárbara de la repisa de la chimenea; a él le fueron atribuidas todas las virtudes; y todo el comportamiento animalcular de buen tono quedó reunido bajo la rúbrica de Comportamiento Relojeroso. Mientras tanto, el otro bando clamaba a favor del animalculomorfismo. El filósofo había declarado que todo el espacio estaba ocupado por el agua; no había nada menos comprobado, nada menos comprobable; más allá de la piel interna de la botella, el agua dejaba de existir; y, si éste era el caso, ¿en dónde quedaba el relojero? La vida implicaba agua, el pensamiento implicaba agua. Nadie que no viviera en el agua podía concebir la idea del tiempo, ¡mucho menos la de un reloj! Examinen su hipótesis (decían los relojeristas) y todo se reduce a esto: una criatura que vive en el agua ¡viviendo fuera del agua! ¿Pueden acaso los animálculos razonables entretenerse con semejante absurdo? Y admitiendo lo imposible, admitiendo (únicamente con el propósito de aclarar la cuestión) que la vida y el pensamiento existen más allá de las paredes de la garrafa, ¿por qué no se manifiesta el Relojero? Sería sencillo para él comunicarse con los animálculos; cuando creó el reloj, le habría sido fácil colocar sobre la esfera señales inteligibles (por ejemplo, la proposición cuadragésima séptima) o incluso (si acaso le hubiera importado) algún medidor del paso fugaz del tiempo; y en vez de eso, a distancias que más o menos se aproximan a la igualdad, tienen lugar esas marcas sin sentido, que probablemente son el resultado del ebullicionismo. Entonces, si acaso existe un relojero, hay que figurárselo como un frívolo y maligno sinvergüenza, que creó la garrafa, la mesa y la habitación con el único objeto de regodearse con las tribulaciones de los animálculos. Semejantes opiniones hallaron una expresión más violenta en boca de los poetas contemporáneos; la infame “Oda a un Relojero”, que estremeció a la sociedad, empezaba más o menos así:

Enormes son tus pecados,
Enormes como una garrafa entera.
Relojero, yo te reto.
Tu crueldad es mayor que la de un jarrón sobre la repisa de la chimenea,
Y redonda como la esfera del reloj.
Eres fuerte, te jactas de ello;
Eres astuto e inventas cronómetros;
¡Vanas son tu fuerza y astucia!
Basta con que un solo animálculo honrado te mire a los ojos,
Y quedas vencido en medio de tus instrumentos.
Palideces y te ocultas en la trastienda.

El sentir universal fue que el poeta había llegado demasiado lejos. Si en efecto existía un relojero, cabía suponer que no toleraría que esas declaraciones quedaran impunes; cabía temer que toda la garrafa se vería implicada en su venganza. Después de un juicio en donde él se vanaglorió de sus horrendos sentimientos, el poeta fue condenado y públicamente destruido; y, durante algunas generaciones, este acto de rigor frenó el espíritu del libre pensamiento.

Todos esperaban con ansia el amanecer del séptimo año solar doble. Al acercarse el momento, todos los telescopios que había en la botella se dirigieron hacia la ventana que daba al este o hacia el reloj; y una vez que el acontecimiento hubo tenido lugar y mientras se preparaban los cálculos, las muchedumbres esperaron afuera de las casas de los astrónomos, algunos rezando, otros haciendo irreverentes apuestas sobre el resultado. Éste no fue concluyente. El reloj y el sol no tenían ninguna relación precisa de concordancia; a los fieles más ardientes les fue imposible proclamar su triunfo. Mas la discrepancia era pequeña; y el más firme de los librepensadores fue consciente de la existencia de una duda íntima.
En El Relojero revelado en todas sus obras, El Relojero reivindicado y La verdadera ciencia relojerosa exhibida y justificada, los piadosos buscaron disimular su desilusión; en obras de distinta naturaleza, los librepensadores magnificaron su victoria. Conforme pasaban las horas y una generación sucedía a otra, todos percibieron que la fe había sido sacudida. La creencia en un Relojero decayó de forma estable; y pronto el reloj mismo, con sus movimientos disminuidos y su regularidad irregular, se convirtió en un tema de burla para los bromistas.
En medio de todo esto, se vio abrirse el espacio amarillo y oblongo de la pared que daba al norte y el relojero entró y procedió a darle cuerda al reloj.

El cambio fue total; los animálculos de todas las edades y condiciones sociales se apiñaron en los lugares de culto; la garrafa retumbó con salmos; y, de un extremo a otro de la botella, no hubo ninguna criatura consciente que no hubiese sacrificado todo lo que poseía con tal de prestarle un servicio al relojero.

Cuando acabó de darle cuerda al reloj, el relojero divisó la garrafa; y como tenía sed por haber tomado cerveza la noche anterior, la apuró hasta las heces. Después, por espacio de tres semanas, yació en cama, enfermo; y el médico que lo atendía mandó sanear todo el suministro de agua de esa parte de la ciudad.

Parfect. Catedrático e investigador. Director del Programa de Industrias creativas y culturales de la Universidad King de Londres.
Stevenson. Obras como Dr. Jekyll and Mr Hyde y The Treasure Island se han convertido en clásicos.

© Times Literary Supplement, viernes 20 de enero de 2006