Adolfo Correira da Rocha mejor conocido como Miguel Torga. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 23 de agosto de 2017. (RanchoNEWS).- Adolfo Correira da Rocha —mejor conocido como Miguel Torga— nació el 17 de agosto de 1907, al norte de Tras-os-Montes, Portugal, y acaba de cumplirse el 110 aniversario de su nacimiento. Aunque el paso del tiempo ha desplazado la presencia de sus libros en México y América Latina, en su momento fue candidato al Premio Nobel y se mantiene como figura primordial de la literatura portuguesa; sus afinidades con Juan Rulfo —en relación con el campo y la naturaleza, la privación y la injusticia— son uno de los temas en este ensayo sobre un autor que amerita sin duda no sólo el recuerdo sino el rescate y la lectura de su obra. La Razón publica el texto de Mary Carmen Sánchez Ambriz.
La vida de Miguel Torga puede definirse como bicultural, dividida entre Portugal y España. El escritor emprende de manera persistente una especie de fascinación por rastrear los orígenes comunes de la cultura ibérica y se reconoce como un portugués hispánico que respira todo el aire peninsular.
Torga fue un viajero frecuente por España, la visitó más de doce veces. A diferencia de otros países como Francia, opta por este lado de los Pirineos. Advierte que a pesar del complejo de inferioridad que siente España y de ser una tierra seca y hambrienta, la prefiere porque respecto al país galo, «hay aquí una grandeza que no tiene ni le aporta el otro», anota en su Diario.
En el prólogo a La creación del mundo (1939), el narrador asienta su cercanía con España: «Celoso de mi patria cívica, de su independencia, de su historia, de su singularidad cultural, me gusta, sin embargo, sentirme gallego, castellano, andaluz, catalán, vasco.»
Sin embargo, tras varias travesías por la pe-nínsula ibérica, experimenta un sentimiento de amor-odio hacia España, específicamente cuando la mira como «uno de los agentes que impide que Portugal se desarrolle, que reciba culturas de fuera, que sea causa y motivo de que esté sometido, como si fuera una isla o un monólogo interior». Otro culpable de este sometimiento es el mar.
Atendiendo a la definición de Rubén Darío, cabe mencionar que Torga no es un escritor raro. Señalaba Flaubert que el éxito es una consecuencia que nunca debería transformarse en propósito. Torga siempre estuvo en contra de la industrialización de la cultura: no autografiaba sus libros, ni participaba en presentaciones de libros. Los proyectos literarios en los que pretendía aglutinar a varios autores fracasaron debido a su poca capacidad para participar y organizar encuentros colectivos. Aunque compartía con Branquinho da Fonseca, João Gaspar Simões y José Régio algunas maneras de ver la literatura —autores con quienes formó la revista Presenta—, no bastaba para lograr una sólida cofradía de escritores. Se sentía más cómodo si trabajaba de manera autónoma, sin la necesidad de convocar a otros ni dar explicaciones sobre su recatada forma de vida. Permanecía alejado de la prensa, se sentía cómodo al escribir en medio del anonimato.
Lo cierto es que en América Latina no es tan conocido como en Europa. En los años noventa, la editorial Alfaguara trajo algunos ejemplares de Torga y luego dejó de vender sus libros con el argumento de que es un autor para minorías y eso iba en detrimento de sus ventas. Esther Seligson se cuenta entre sus atentas lectoras, ella incorpora algunos de los versos torguianos como epígrafes en sus poemas.
NACE EL ARBUSTO
Dos de los escritores que más admira son españoles: Cervantes y Unamuno, ambos interesados en hablar de la libertad como un valor universal en los seres humanos y en retratar las costumbres sociales con defectos y virtudes. De cada uno de ellos asimila la visión más austera y crítica, la más humana y comprometida con su entorno.
Adolfo Correira da Rocha publicó en 1934 A tercera voz, libro con el que por primera vez decidió firmar como Miguel Torga. Adopta este nombre por ser un ávido lector de Miguel de Cervantes y de Miguel de Unamuno, autores cercanos y soñadores como él, acaso colindantes con el estilo de prosa que le interesa escudriñar y ejecutar. Y el complemento de su pseudónimo lo toma de un arbusto común que crece en la zona de Tras-os-Montes, situación que hace más evidente su arraigo y el importante lugar que ocupa la naturaleza (la tierra, la montaña, el aire, el río, los animales, las piedras) en su obra. «Torga es una planta trasmontana, brezo campestre, con raíces que se agarran a la tierra metidas entre las rocas: como yo.»
Indagar sobre la vida de Miguel Torga remite a conocer «la historia de un hombre que nació roca y quiso ser arbusto», como lo define Martín López-Vega, poeta y traductor del portugués.
De El Quijote y los entremeses cervantinos, Unamuno asimila la manera de retratar a la sociedad europea, incluidas las críticas a la clase política y el poder económico que ahoga a los ciudadanos. El resultado es un ameno repertorio de vicios y virtudes expuesto de manera festiva y desenfadada, alineado a la cultura popular del Viejo Continente. Torga atiende a la sencillez —mas no simplicidad— en la escritura de ambos y aprende de ellos la manera franca y sin tapujos de dirigirse a ese desocupado lector invocado por Cervantes. En Bichos (1940), Torga anota:
Querido lector: Ya es hora de que te reciba a la puerta de mi pequeña Arca de Noé. Has acudido a visitarla con una constancia tan espontánea y tan pura, que tengo que perder el miedo a parecer ufano de mi obra, y acudir delicadamente a saludarte al menos una vez. [...] Eres, pues, dueño como yo de este libro y, al saludarte a su entrada, no pretendo sugerirte que lo leas a la luz de la imaginación, ni atraer tu mirada hacia la penumbra de su simbología. Esto no me corresponde a mí, porque el árbol no explica sus frutos, aunque le guste que se los coman.
ÁLBUM DE ZOOLOGÍA
Como es sabido, Niebla es la obra clave en la novelística unamuniana; la terminó de escribir en 1907 —año en que nació Miguel Torga— y la publicó en 1914. La novela —o nivola— es el drama que se ocupa de la vida de Augusto Pérez y su existencia fuera de la realidad, es la historia de un hombre que se enamora de Eugenia Domingo del Arco, una maestra de piano que surge como su inspiración vital y con quien anhela compartir sus días.
El escritor portugués repasa de Unamuno la manera que tiene de hacer hablar a sus personajes y, en particular, a un perro llamado Orfeo, la mascota que adopta Augusto Pérez. Orfeo escucha con paciencia todos los soliloquios y reflexiones de su amo, amén de sus dramas, penas e ideas acerca de la vida y la muerte. Lo que más oye el can es el anhelo de Augusto por obtener el amor de la bella Eugenia. Augusto salva a un canario que cae del balcón de un segundo piso, el ave es propiedad de doña Herminia, tía de su amada Eugenia. Y ése es el pretexto para que pueda acercarse a la joven. Augusto vive una serie de complicaciones para poder vivir junto a Eugenia, asuntos confusos o neblinosos podría decirse, y la presencia del perro resulta ser un pretexto para que Eugenia no quiera regresar con él —mas no el verdadero motivo, pues ella ha decidido irse con Mauricio—. Lo que sigue en la historia es el final trágico de Augusto, quien decide poner fin a su vida.
En voz del perro, Unamuno expresa su inconformidad con las torpezas en las decisiones de los seres humanos. En la «Oración fúnebre a modo de epílogo», Orfeo está triste porque su amo lo ha abandonado, asimiló mucho de él, tanto que ya puede imitarlo en sus soliloquios:
¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene delante. Nos acaricia sin que sepamos por qué y no cuando le acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro mundo, no hay éste.
La crítica se vuelve más aguda cuando el perro se refiere a que el ser humano sólo goza de buena salud cuando duerme y que es un animal hipócrita por excelencia que ha optado por vestirse para ocultar sus vergüenzas, que almacena sus muertos, que sueña y se ilusiona, pero que muere como cualquier otro ser vivo.
Para el perro, el hombre ladra a su manera:
La lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse. Y todo es en él pretextos para hablar con los demás o consigo mismo. ¡Y hasta nos ha contagiado a los perros!
El monólogo de Orfeo tuvo mucha repercusión en la narrativa torguiana. Del estilo unamuniano de acercarse al perro, Torga lo arraiga en su bestiario llamado Bichos, conjunto de relatos cuyo punto en común es que son historias de animales.
En la zoología de Torga figura, entre otra fauna, Nero (perro), Mago (gato), Morgado (caballo), Bambo (sapo), Tenório (gallo), Ladino (zorro), Farrusco (mirlo), Mihura (toro), Vicente (cuervo), un abejorro en el cuento de «El señor Nicolau», un pájaro en la historia de «Jesús» cuando el hijo de Dios está a punto de caer al vacío, y ante la mirada atónita de José y María no ocurre tal desventura. La mayoría de los animales están dotados de reflexiones que plantean varias inquietudes: en primer lugar su sobrevivencia y luego su relación con el ser humano que, en casi todos los casos se trata de su amo, con excepción de ciertas historias en donde es casi imposible la domesticación de la especie. Por ejemplo, en «Mihura», el escritor logra un conmovedor relato donde el toro prácticamente se suicida para dejar de sentir dolor; es un cuento tan intenso que hace que la eterna pugna entre los antitaurinos y los taurófilos sea harina de otro costal.
Unamuno provoca que Orfeo repase, por unos momentos, en el cielo de los hombres y de los perros:
Allí están también los perros puros, los de San Humberto el cazador, el de Santo Domingo de Guzmán con su antorcha en la boca, el de San Roque, de quien decía un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a San Roque, con su perrito y todo! Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo!
Torga, pensando en Unamuno y en su condición de fiel devoto de la religión católica, concibe animales que también toman en cuenta referencias religiosas, además de la moral con la que se conducen y el ejercicio de su libertad. En este desfile, los animales sufren, padecen el yugo de una vida insatisfecha o, en el peor de los casos, miserable. La felicidad para los protagonistas de este bestiario es fugaz o, en su defecto, invisible en algunos de ellos. Las historias torguianas exhiben la crueldad de los seres humanos, las incongruencias en la toma de decisiones y lo poco empáticos que pueden ser al convivir con una mascota que se desvive por permanecer junto a ellos.
Cuando Unamuno aborda una historia como Niebla, el lector siente que el escritor es una especie de ser todopoderoso que maneja a su antojo a los personajes y, a la vez, yace impotente frente a ellos, todo esto como parte de una crítica social; Torga, a su vez, practica la prosa acaso regido por un principio de extrema sencillez y crudeza. Si bien la nivola se ubica dentro del realismo con rigores que incitan a la imaginación para un examen de la conciencia, el lusitano no muestra tanta severidad al juzgar a los seres humanos: más bien los retrata tristes, melancólicos, abandonados, frustrados, en medio de actitudes fatalistas —como el suicidio, también presente en la obra unamuniana.
Precisamente esa nostalgia y demás sentimientos de desasosiego que asaltan el alma tanto de seres humanos como de animales, encuentran en Torga su punto de partida en los cantos populares de Portugal, los fados. Ya lo dijo Fernando Pessoa, «el fado es la fatiga del alma fuerte, el mirar de desprecio de Portugal al Dios en que creyó y que también lo abandonó».
Si se propusiera una música, a manera de preludio a las historias de Miguel Torga, quizá la mejor opción sería el «Fado de Coimbra». Tradicionalmente era interpretado por hombres vestidos con ropas holgadas de color negro. Luego, atendiendo a la modernidad y a que Portugal fue otro después de la Revolución de los Claveles, habría que pensar en ese fado con la melodiosa voz de Amalia Rodrigues; ella interpretó versos de Manuel Alegre, Homem de Melo y Camoens, entre otros poetas lusitanos. Coimbra, entrañable ciudad para Torga y para muchos estudiantes universitarios.
LA PRISIÓN DE ALJUBE
Derivado de un viaje a España durante la guerra civil, Torga escribió «El cuarto día de la creación del mundo», que forma parte de su libro La creación del mundo, le causó incomodidad al dictador Antonio de Oliveira Salazar y, por consecuencia, fue el motivo por el que pasó unos meses en la famosa prisión de Aljube.
En ese libro que fue censurado, Torga y sus acompañantes hallan un cartel en la pared de la aduana, en la frontera de Portugal y España. Dicho cartel es una glorificación y un programa. «¡Franco, Mar Nacional de todos los ríos espirituales de España!» El escritor se niega, con valentía, a hacer el saludo fascista y, al mismo tiempo, da a conocer una imagen desoladora y apocalíptica de aquella España en guerra.
Desde el punto de vista de Salazar, el libro promovía el comunismo. Otros temas que incomodaban al gobernante eran el feminismo, la educación sexual y la importación de nuevas costumbres provenientes del resto del mundo. Su régimen era muy conservador y quería impedir, a toda costa, que la modernidad llegara a Portugal; por ese motivo promovía una política colonialista y una visión internacional de aislamiento, con la frase «orgullosamente solos».
Con la Constitución de 1933, Salazar instauró y logró consolidar el Estado Novo, un régimen nacionalista, corporativista, con amplios poderes conferidos al Ejecutivo en el control del Estado. Sin serlo totalmente, el régimen adopta una actitud fascista, tomando como ejemplo ciertas políticas de Mussolini, quien afirmaba que en defensa de los valores nacionales se sacrifica la libertad individual en aras de construir la súper nación. Otra de las estrategias de su gobierno fue fundar la Policía Internacional y de Defensa del Estado (pide); además de que prohibió toda oposición e impuso un régimen totalitario que llegó a su fin el 25 de abril de 1974, con la Revolución de los Claveles.
A Torga le tocó ser testigo de los cuarenta y ocho largos años que duró la dictadura en Portugal. Fue mal visto lo que publicó en su libro y se ejerció la censura contra él —Unamuno fue expulsado de España por el régimen de Miguel Primo de Rivera, acaso por una situación similar de intolerancia ante la crítica. Los meses que estuvo privado de su libertad los pasó en la cárcel de Aljube, un centro penitenciario que, hasta 1820, recibía presos del llamado Foro eclesiástico; luego estuvo dedicado a mujeres acusadas de delitos comunes y de 1928 a 1965 era el destino de los presos políticos que, como Torga, eran considerados peligrosos para el Estado Novo.
Con el paso del tiempo, la mítica prisión adquirió otro matiz. En 2015 abrió sus puertas y se transformó en el Museo de Aljube, Resistencia y Libertad. Este recinto ahora ostenta la misión de recordar y documentar la dictadura que vivió Portugal. El edificio de Aljube, una construcción que se remonta al periodo islámico, cuyo nombre significa «pozo sin agua, cisterna, mazmorra o prisión», hoy ve revertida su esencia represora y, como su nombre lo indica, es un museo activista en favor de los derechos humanos y la libertad.
Para el escritor lusitano era esencial lo que denominó la Triada bendita: el amor, la verdad y la libertad, aspectos fundamentales en su vida. Debió ser muy duro lo que pasó en esos años, pero él escogió «ser piedra en el desierto».
TORGA Y RULFO
Tras el periodo en que estuvo preso, publicó Cuentos de la montaña (1941), libro que también fue retirado por la censura que ejercía el Estado Novo. La intolerancia del régimen alcanzó la carrera profesional de su esposa, Andrée Crabée Rocha, profesora universitaria de origen belga, cuando fue expulsada —sin explicación alguna— del cuerpo docente.
Como puede verse en los Cuentos de la montaña y en otras recopilaciones de sus relatos, Torga es un narrador tradicional y, a la vez, moderno. Esta última característica deriva de que posee un estilo definido, austero, que no desconoce los recursos de la imaginería contemporánea. En su narrativa es posible percibir una visión desolada y lúcida, devastada y reflexiva que se vierte en el contenido esencial de sus cuentos.
De este modo surgen relatos intensos, donde paisajes y personajes, ambientes y criaturas, muestran el dolor que, en apariencia, ocultan bajo su epidermis. Los seres que habitan su literatura están teñidos de bondad, de ingenuidad, pero también de pena y dolor. En cierto modo, preludian a las figuras neorrealistas que inventaron Cesare Zavattini y Vittorio De Sica después de la Segunda Guerra Mundial.
Hay en el escritor de Coimbra una veta de narrador colectivo, de cronista y contador de fábulas que se asientan en una memoria comunitaria. El hambre arrecia y las mujeres sufren en silencio el llanto de los hijos, la ausencia del marido. La muerte es la única esperanza de resarcimiento que les queda a quienes tanto han sufrido; más pobre consuelo son los males ajenos cuando los propios sobran y bastan para cavar y tapiar una tumba.
En la genealogía de la pobreza, Miguel Torga consigue con su particular discurso narrativo exhibir una época periclitada en la historia de Portugal que, por desgracia, todavía continúa vigente en algunos pueblos.
¿A qué se debe el marcado interés del narrador lusitano por retratar a gente de escasos recursos económicos? En su niñez y adolescencia supo de las miserias y sinsabores del campo, convivió con los agricultores de la región de Tras-os-Montes, zona agostada e inhóspita, donde la sangre cae a gotas para rendir una cosecha y «acaso un hombre puede andar por aquí y allá sin enterarse nunca si nació perdido», como describe Saramago.
Torga se ocupa de la penuria de los hombres cercados por el hambre y la impotencia de no tener cómo saciarla. De ahí que su obra, nutrida de materiales orales, legendarios y regionales, guarde cierta resonancia con El llano en llamas de Juan Rulfo (1953). En la contraportada de Cuentos de la montaña, en la edición de Alfaguara de 1987, puede leerse:
Torga nos traslada a un mundo que ahora nos parece perdido para siempre; un mundo de rocas, de vientos, de nieves, de tempestades, de pasiones que acaban acatando el yugo de la fatalidad
¿No es acaso este universo similar al que describe Rulfo? Tanto el escritor portugués como el mexicano recrean la vida de seres sencillos, gente que vive y muere sin un grito, sin grandes gestos, amando y odiando esa tierra difícil en la que un destino inmisericorde los hizo nacer.
Cuando apareció El llano en llamas (1955) algunos críticos situaron a Rulfo, apresuradamente, como otro más de los escritores regionalistas. En 1958 se publicó Pedro Páramo (1958), y bastaron unos cuantos años para que la crítica se diera cuenta que Rulfo no era un narrador simple. El mundo fantasmal de la novela, la ruptura de las fronteras entre la vida y la muerte, mostraron a un escritor que había superado los cauces realistas y tradicionales de la novelística anterior.
En México, la búsqueda hacia lo profundo —que marca esta nueva literatura— se inicia con la poesía de Ramón López Velarde y se ahonda con la obra poética de los Contemporáneos, cuya técnica de exploración influye e identifica a la novela posterior. Rulfo cuenta cómo en las reuniones en el café Mascarones en compañía de José Luis Martínez, Alí Chumacero y Jorge González Durán, comentaban la obra de los Contemporáneos y los miraban como «sus gurúes». El autor de El llano en llamas logra fundir dos impulsos creativos vigentes: el equilibrio preciso para expresar la visión de un mundo subjetivo, interior e imaginativo —como ocurre en la poesía de los Contemporáneos— y la penetración de un mundo objetivo, exterior y recreado —como lo es la Novela de la Revolución.
Juan Rulfo crea un discurso literario que, según Manuel Durán en su ensayo «La obra de Juan Rulfo a través de Mircea Eliade», se constituye como cauce central, parteaguas de la literatura mexicana. Afirma Durán:
Creo muy probable que los futuros historiadores de la narrativa mexicana de nuestro siglo se verán obligados, si quieren alcanzar claridad y precisión en su panorama histórico, a dividir la producción de cuentos y novelas publicados en México en el siglo xx en dos grandes etapas. La primera podría denominarse A. J. R. y la segunda D. J. R. , es decir, Antes de Juan Rulfo y Después de Juan Rulfo.
«Cavaco» de Torga, incluido en estos Cuentos de la montaña, bien podría ser parte de El llano en llamas. Torga es un narrador telúrico que reflexiona: «Las rocas son el lugar donde el silencio se despeña». La tragedia familiar que describe en «Cavaco» es brutal, relata la ilusión de un niño que nunca ha tenido un regalo, a quien su padre ha prometido traerle un obsequio. El pequeño de diez años vive con sus padres y sus hermanos, en un hogar donde reina la incertidumbre y la desesperanza. Comen una vez al día, se alimentan de lo que pueden, pues el mal tiempo ha mermado la cosecha y los limita para poder consumir mejores viandas. El padre sale de casa y debe recorrer varios kilómetros a caballo, necesita ir al pueblo y, de paso, tiene la intención de cumplir con la promesa que le hizo a su primogénito. El desarrollo de la historia y la forma en que el autor aborda la situación apremiante de la familia, recuerda la manera de referirse al campo y a la situación agreste que viven los personajes de los relatos de Rulfo.
Se trata de coincidencias e intereses comunes; nada más, pues es poco probable que Rulfo haya leído a Torga en la primera edición de sus Cuentos de la montaña.
OÍDOS, NARIZ Y GARGANTA
Los cuentos de Miguel Torga son, como dicen que era el propio Adolfo Correira da Rocha, sencillos, espontáneos, bondadosos. Torga encarna a una conciencia radical y profunda de las esperanzas, contradicciones e incertidumbres de nuestro tiempo. Quienes llegaron a tener contacto con él sintetizan su vida y obra en un telegrama: «Gran poeta, extraordinaria persona, buen médico, espléndido narrador.»
Adolfo Correira da Rocha nació el 17 de agosto de 1907, en la región de Sao Martinho de Anta, situada al norte de Tras-os-Montes, Portugal. Hijo de Francisco Correira da Rocha y de María Concepción de Barros, creció en el seno de una familia campesina, de escasos recursos económicos, situación que lo condujo a estudiar en el seminario. Alternó su estancia como seminarista con un trabajo en una casa burguesa en Oporto.
Cuando tenía trece años, abandonó su idea de ser religioso; entonces su tío lo apoyó para viajar a Brasil, donde permaneció por cinco años como empleado de una mina dedicada a la extracción de oro y otros minerales, en Minas Gerais. Tras su estancia en Brasil, el mismo mentor le dio las facilidades de regresar a Portugal para que iniciara sus estudios de medicina en la Universidad de Coimbra.
Antes de que se estableciera de forma definitiva en Coimbra, en 1941, Torga se desempeñó como doctor y veterinario en varios lugares de Portugal. Su consultorio se hallaba en la céntrica zona de Largo de Portagem, cerca del monumento al político Joaquín Antonio de Aguiar, en una vieja casona que tenía la siguiente advertencia: «Adolfo Rocha, uidos nariz e garganta». Quienes acudían a su consulta fueron testigos de la interminable fila que se reunía y de la paciencia del doctor para atender a todos por igual, tanto al que pagara como al que no.
Recuerda César Antonio Molina, escritor y político español, que en cierta ocasión visitó a Torga en su consultorio, a fines de los años ochenta. Estaba escribiendo unas recetas sobre la mesa de su despacho, cuando le confió que tanto las recetas como sus versos eran inútiles. «Luego, tras un silencio prolongado, añadió: ‘Pero ambos alivian el dolor’.»
En Rúa (1942) parece que en realidad cuenta la vida de sus pacientes; son historias de personas que conoció en la ciudad o en la zona rural que viven inmersos en la soledad, el abandono, la decadencia, la falta de oportunidades, la opresión social y la depresión. En sus cuentos aparecen y desaparecen calles y plazas de ciudades imaginarias, de Lisboa y, sobre todo, de Coimbra, su ciudad predilecta. Al adentrarse en Rúa se tiene la sensación de estar progresando en una novela, no en historias independientes. No resulta aventurado pensar que esta selección de historias se origina en una poética donde la trasfiguración estética de la realidad extratextual (la comarca de Tras-os-Montes) cumple un papel fundamental. El propio autor lo remarca en La creación del mundo:
Sería capaz de vivir lejos de mi patria en la situación de un inmigrante... pero nunca podré vivir lejos de ella como escritor. Me faltaría el diccionario de la tierra, la gramática del paisaje.
Esta relación insondable es la que asegura su profunda intención, ese diálogo existencial que late en estas páginas citadinas.
Torga falleció en febrero de 1995. Meses antes su nombre figuraba entre los candidatos a obtener el Premio Nobel de Literatura. Entre otros escritores que también contaban con posibilidades de conseguir el galardón se encontraba el brasileño Jorge Amado, y los portugueses José Saramago y Antonio Lobo Antunes. En esa ocasión, Amado declaró que si el premio fuera para uno de ellos, debería ser para Torga, «el más grande de todos los que escribimos en portugués».
* * *
A Miguel de Unamuno le gustaba la literatura portuguesa y todo lo relacionado con su cultura. En 1935 fue invitado a Lisboa a un encuentro de escritores europeos. Le llamaba mucho la atención la tendencia suicida proveniente de las saudades, la autodestrucción y un pesimismo exacerbado. Torga pudo haber conocido a Unamuno, pero evitó ese encuentro. Se quedó decepcionado cuando se enteró que fue convocado por Salazar. «Torga decía que era mejor leer a los escritores que conocerlos», recuerda Carlos Carranca, especialista en la obra de Miguel Torga.
Refiere Juan Villoro que Italo Calvino «encontró una sencilla definición de clásico: un libro que no cesa y ‘nunca termina de decir lo que tiene que decir’.» ¿Es posible vislumbrar a Torga convertido en un clásico, según la definición de Calvino? Construye historias con un sinnúmero de ramificaciones, cuyo propósito es reconciliarnos con esa parte de la humanidad que todavía no ha sido capaz de mirar su propio rostro. El cuestionamiento filosófico de la existencia, las relaciones de poder, las desigualdades, la injusticia social y el suicidio son temas de reflexión permanente que Torga pone en boca de sus personajes. A nadie podrá dejar indiferente la lectura de sus libros de cuentos, novelas y poemas que abordan asuntos que van de lo particular a lo universal. He aquí una razón más de su calidad literaria.
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