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El escritor galardonado. (Foto: Reuters)
C iudad Juárez, Chihuahua. Jueves 27 de noviembre de 2008. (RanchoNEWS).- El escritor catalán Juan Marsé ha ganado el Premio Cervantes 2008, considerado el Nobel de las letras hispanas, anunció hoy el ministro español de Cultura, César Antonio Molina, según informa desde Madrid la agencia AFP. Reproducimos a continuación sendos artículos de Carles Gelis y José Carlos Mainer para El País, así como una semblanza escrita por Enrique Vila-Matas:
Si el Premio Nobel sorprendió a Doris Lessing con la bolsa de la compra en la mano, el Cervantes le cayó ayer a Juan Marsé con unos análisis clínicos bajo el brazo. Una mano en el bolsillo, la cazadora con el cuello ligeramente levantado, el andar suelto con calzado deportivo...
Si el Premio Nobel sorprendió a Doris Lessing con la bolsa de la compra en la mano, el Cervantes le cayó ayer a Juan Marsé con unos análisis clínicos bajo el brazo. Una mano en el bolsillo, la cazadora con el cuello ligeramente levantado, el andar suelto con calzado deportivo... Un Marsé en estado puro frunció el cejo y lanzó un «¿Me ha tocado?» ante el grupo de periodistas que le esperaba en la puerta de su casa barcelonesa. No, Marsé no sabía que ya hacía casi dos horas que el jurado del galardón más prestigioso de las letras españolas, dotado con 125.000 euros, había recaído por fin en él, tras sonar un sinfín de veces su nombre, «por su decidida vocación por la escritura, venciendo los elementos personales y su dura vida, y por su capacidad para reflejar la España de posguerra».
El mejor cronista en lengua castellana de la Barcelona gris de posguerra, de los sueños rotos y las frustraciones que se acumularon en la vida de varias generaciones sabía, claro, que se fallaba el premio, pero no quiso cambiar en nada sus planes. «Me lo esperaba sí y no; bueno casi no, creí que recaería en Pepe [por Caballero Bonald] o en Ana María Matute». Pero algo se olía porque, según reconoció, su «cardiólogo, el doctor Massip», le dijo que le notaba «muy nervioso, y aunque dudé, le explique que había esto y entonces me dijo: 'Pues di que si estás vivo es gracias a mí'».
Marsé (Barcelona, 1933) andaba ayer haciendo lo que más le gusta en la vida; contar sus aventis. Esas historias inventadas a partir de sucesos reales o bien ya magnificados por la memoria popular. Ficciones arrancadas de la memoria de la guerra civil y que él contaba a sus compañeros de escuela en los tan poco triunfales años cuarenta.
«El fracaso te enfrenta con la esencia de la vida y yo estoy marcado por la derrota de la Guerra Civil», ha admitido siempre Juan Marsé, nacido Juan Faneca Roca pero que al morir su madre en el parto fue adoptado por el matrimonio Marsé
El gusanillo de las historias quedaría en aquel joven aprendiz de un taller de joyería. El mismo que entusiasmó a los Barral, Gil de Biedma o García Hortelano en 1960. Entonces quedó finalista del Premio Biblioteca Breve con Encerrados con un solo juguete. Ellos creyeron haber dado con el grial del escritor obrero. En realidad, había nacido un auténtico narrador de una época parda que, recortando el mapa real del menestral barrio barcelonés de Gràcia explotaría en las obras que ayer el autor destacó como las favoritas entre su producción: Últimas tardes con Teresa (1966, Premio Biblioteca Breve y que aseguró su «vocación como escritor»), Si te dicen que caí (1973), Un día volveré (1982) y Rabos de lagartija (2000).
«Sí, escribo para recuperar una memoria usurpada por 40 años de franquismo, pero hace ya tanto que lo digo que constatarlo me resulta deprimente a más no poder. Tanto como el comportamiento de la Iglesia española o el tema de la memoria histórica», explicaba ayer. Y de fondo resonaba otra definición, ésta recogida en la reciente Ronda Marsé (Candaya): «Soy un anticlerical militante, harto de pagar de mi bolsillo a esa pandilla de obispos, chorizos y sinvergüenzas».
El literato brinda. (Foto: AP)
«Espero que el premio no tenga intencionalidad política porque yo no defiendo nada ni a nadie, sólo el derecho a escribir en la lengua que me dé la gana», saltó cuando se le dio a conocer las declaraciones del ministro de Cultura, César Antonio Molina, quien aseguró que Marsé «ha contribuido a la defensa en Cataluña de una lengua [el español] que hablan 500 millones de personas».
«La lengua es una manera de entenderse, cuando la convierten en bandera para algo ya me meto la mano en el bolsillo porque sé que me robarán la cartera», ironizó. «Escribo en castellano porque mis lecturas, mi cine, mi todo lo aprendí en castellano y así formé mi discurso mental; si hubiera sido un país normal, por entorno familiar quizá escribiría en catalán, pero... en cualquier caso, los premios no tienen nada que ver con la literatura».
Lento «y orgulloso de ello», el escritor ultima una novela en la que aún cojea «una historia paralela». Y en la que aprovechará para vengarse un poco del mundo del cine que tanto le marcó de pequeño pero que le ha maltratado con sus adaptaciones. Ayer, el autor dedicó el premio a la actriz Paulette Goddard, inolvidable rostro del cine clásico.
Marsé tiene, entre otros, dos premios Nacionales de la Crítica y uno de Literatura, pero ni todo un Cervantes le quita un cierto miedo de escritor. «Siempre te quedas algo vacío y con el pavor de si podrás escribir de nuevo«.
Por si acaso, esta mañana, si le dejan «los periodistas«, intentará retomar sus aventis.
Desagravio a la memoria robada
No lo ha hecho mal el azar. El mismo año en que se ha otorgado el Premio de las Letras a Juan Goytisolo, le han dado el Cervantes a Juan Marsé, dos candidatos que llevaban muchos años de presencias infructuosas en las votaciones y que merecían cualquiera de los dos galardones. La obstinación de los jurados en el caso de Goytisolo lo acercaba más -pensaría alguno de sus entusiastas- a la pureza del disidente y a la mala suerte de sus héroes literarios. Resulta más difícil aventurar los motivos que han tenido a Juan Marsé lejos de los premios. ¿Será que en España la popularidad sigue siendo incompatible con el mérito? ¿O quizá alguien habrá pensado que con Marsé se colarían de rondón por las moquetas tantos Sarnitas y Pijoapartes, Rositas y Montses, como pueblan su obra?
Juan Marsé durante una conferencia de prensa que ofreció en Barcelona, tras conocerse la noticia de que fue premiado. (Foto: Archivo)
Pero bien está lo que bien acaba... Marsé es el novelista español que tiene un mundo más propio y coherente y cuya influencia en lo mejor de la nueva narrativa es más visible. Y es, ahora que tanto se habla de memoria histórica, el único que podría impartir cursos de su teoría y práctica: sabe que la memoria nos construye como seres morales pero también que es un hecho privado y mudable, fantasioso y mendaz, como supieron el Luys Forest de La muchacha de las bragas de oro o los inventores de Víctor Bartra en Rabos de lagartija. Todos sus lectores vieron que, a partir de Un día volveré, aquel ciclo de la memoria rescatada que se inició en Si te dicen que caí incluía la imaginación y el autoengaño. Y que desde el inspector de Ronda de Guinardó hasta el Raúl Fuentes de Canciones de amor de Lolita's Club, ni los que tiran de pistola son exclusivamente malos.
Marsé escribió su primera novela, Encerrados con un solo juguete (1960), con poco más de veinte años y la entregó a una empleada en la portería de Seix-Barral con destino al premio Biblioteca Breve. No lo ganó por poco pero conquistó amigos. Allí apareció por vez primera el barrio clave del resto de su obra: el dédalo de calles que descienden desde el Carmelo hacia Gracia y el Ensanche. Aquel fue el paisaje originario de Últimas tardes con Teresa (1966), su carta de presentación intelectual en aquella literatura de vísperas a la que perteneció también Señas de identidad (1966), la novela de Juan Goytisolo. En rigor, aquellas dos grandes parábolas sólo podían escribirse desde una experiencia barcelonesa: a la vez intelectual y popular, comprometida y desencantada, profundamente mestiza.
Otro gran escritor catalán hubiera celebrado de verdad el Cervantes de Marsé: Jaime Gil de Biedma. Uno era hijo «de la pérgola y el tenis«; el otro, vinculado a la Barcelona derrotada en 1939. Los dos se admiraron sinceramente: el poeta a rachas encontraba en Marsé el contrapeso vital para una inteligencia como la suya que tendía más a la inhibición lúcida que al compromiso; el novelista aprendió a refugiar en el sarcasmo su tendencia a lo cómico. Gil de Biedma ha escrito el puñado de poemas más importante hecho en España entre 1960 y 1970; no debería haber reserva en reconocer que Marsé es, desde ese 1960, nuestro mejor narrador.
La búsqueda de lo esencial
Se trata de cruzar una calle y escaparse de casa y del barrio. Y luego convertir en territorio de ficción el barrio del que se ha escapado, sabiendo paradójicamente que ya nunca se volverá a él. En las novelas, aparentemente el barrio es una combinación muy flexible de antiguas barriadas que conoce muy bien. La Salut, el Carmel, el Guinardó y Gràcia. «Era un tiempo muy curioso: Si no te jodían unos, te jodían los otros». Allí ha vivido siempre. Pero el barrio en la realidad es mental, y es el mundo. Con el tiempo, se ha ido adueñando de ese mundo de Marsé y de su estilo narrativo una sabiduría que sólo está al alcance de los mejores. A través de la estilización de su primitivo punto de fuga, ha tensado en sus últimas novelas la cuerda de la búsqueda de lo esencial. Y ahora huye de su propio barrio inventado, últimamente con los ojos vueltos a la cuenca interior, adentrándose en las arenas movedizas de la identidad, acaso su gran tema.
El escritor en su juventud. (Foto: Archivo)
Todo el mundo coincide en que habría sido un gran escritor, aquí y en Shangai, con unas lecturas u otras, porque es un narrador nato. Pero se sabe menos que las últimas novelas son un prodigio de talento narrativo que surge de la modificación de su propio punto de fuga. Lo único que con el tiempo no ha cambiado en él es su forma de reaccionar ante lo real. Al igual que su abuela cuando le contó la verdad y sólo la verdad sobre sus padres, algunos hechos no se los cree del todo, hasta que el tiempo los ha transformado y puede ya situarlos en las afueras de las afueras del barrio del que escapó y del que no cesa de escaparse. Muy especialmente en los últimos tiempos, se ha convertido en el menos realista de todos. Le sucede como a Juan Rulfo, otro de los verdaderamente grandes. Todo el mundo piensa que sus libros reflejan un mundo real, y en realidad hasta la lengua que hablan sus personajes está inventada. Con Marsé pasa lo mismo. Sin embargo, cuando se quiera saber la verdad histórica y el clima moral de la España de la postguerra, se tendrá que recurrir siempre a él, precisamente a él, que tan alejado está de la versión oficial, de sus monumentos y de su mística patriotera.