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En Hollywood, Hayes escribió para Fritz Lang y Nicholas Ray.(Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 17 de diciembra de 2013. (RanchoNEWS).-La tercera novela de este escritor nacido en Inglaterra y criado en Nueva York que publica La Bestia Equilátera es, como las anteriores, otra pequeña obra maestra periférica del canon estadounidense. Una nota de Silvina Friera para Página/12:
La inminencia del derrumbe, la herida fatal del hombre engañado que sólo puede escapar del presente para encontrar, a cada paso, los vestigios del pasado. «La huida era lo único que me daba seguridad. Si paraba, me pondría a aullar. Sabía que no tenía que parar. Llevaba aquello en las tripas», dice Asher, un guionista que abandona Hollywood después de ser espectador de una escena que él no escribió, pero que esperaba con el espanto de lo que se presiente: su esposa en brazos de un compañero de tenis. «En el suelo al otro lado de la ventana con la música inaudible estiró la mano bajo el pulóver suave y le desprendió el corpiño. Yo no había aullado. Había corrido. Estaba acabado.» La única ventaja de este hombre terminado –que, conviene aclarar, tiene unos cincuenta años a mediados de la década del ’60– es el dinero que le queda de los años de abundancia; es más fácil perderse, intentar evaporarse, cuando se dispone de ahorros. La fuga y el regreso a Nueva York son las dos caras de una misma condena. Asher está condenado a ser una ficción de sí mismo, a un bienestar falso, a un éxito de mentira. Mi perdición, de Alfred Hayes, la tercera novela de este escritor nacido en Inglaterra y criado en Nueva York, que se publica en el país por La Bestia Equilátera, es –como las anteriores, Los enamorados y Que el mundo me conozca– otra pequeña obra maestra periférica del canon norteamericano de un autor que hubiera continuado perdido en ese gran agujero negro del desconocimiento, al menos por estos pagos, si no fuera por la agudeza y persistencia editora de Luis Chitarroni y el notable trabajo de traducción de Martín Schifino.
Una certera política editorial permite que ciertos escritores tengan la posibilidad de otra vida: la oportunidad de ser póstumos. Este sería el «caso» o el fenómeno que ha suscitado Hayes (1911-1985), autor de novelas y relatos cuya voz, en sintonía con la de Raymond Chandler –otro inglés trasplantado a los Estados Unidos–, es inconfundiblemente norteamericana. Apenas tenía tres años cuando llegó a Nueva York. Después de una misión militar en Italia, durante la Segunda Guerra Mundial, vivió un tiempo en Roma y empezó a colaborar como guionista de cine con los maestros del neorrealismo, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. Luego escribiría para Hollywood y directores de la talla de Fritz Lang y Nicholas Ray. Entre los libros que publicó, aún no traducidos al castellano, están las novelas The Girl on the Via Flaminia (1949) y Shadow of Heaven (1947), y los relatos The Temptations of Don Volpi (1960). Mi perdición –The End of Me–, editada por primera vez en 1968, introduce, a modo de epígrafe, un breve fragmento de Wallace Stevens: «Un hombre sentado a la mesa/ Sostiene un libro que nunca has escrito/ Mirando las secreciones de palabras/ Mientras se revelan». Asher, el hombre acabado que se está volviendo viejo, encuentra una habitación de hotel, una especie de cueva bien amueblada, frente a Central Park. Hayes –se advierte en la contratapa de esta novela– es un «genio incomparable de la captura del instante, del fuego de la intensidad y del veredicto de la decadencia inmediata». ¿Por qué no se puede parar de leerlo? ¿Cómo explicar la adicción que generan sus historias? Quizás haya un modo de auscultar, con una maestría inaudita, casi imposible, las sombras y oscuridades de los sentimientos, con el amor y el deterioro inexorable del paso del tiempo a la cabeza. Pero hay algo más: algo que quema; una palabra nunca dicha de tanto balbuceada, como si las palabras siempre dijeran «otras cosas» y nos quedaran sólo las cenizas de preguntas sin respuestas: «¿Por dónde empezaba uno cuando ya no quedaba claro cómo había llegado adonde se encontraba ahora? ¿Y eso era culpa de qué locura? ¿De qué insignificantes rendiciones? ¿De qué dejadez?», se interroga Asher; lucubraciones amortiguadas por el valor de mínimas certezas: el hecho de que el sol saldría a las 7.06 clavadas, «como sobre un campo de batalla».
La voz de Asher tiene el ritmo de una forma que persigue la lucidez de la mirada que se hunde, la del cuchillo que se afila y se clava en el ángulo. «Me dirigí hacia lo que había sido la Sexta Avenida y ahora era Avenida de las Américas. Caminaría lento, pensé, y dejaría que la ciudad saliera a mi encuentro lentamente. Pero Nueva York no sale a tu encuentro lentamente. No es un paisaje. Sale a tu encuentro de golpe. Existe de manera constante en la periferia de tu visión. Casi siempre, en el borde de lo que estás viendo ves algo que aún no has visto.» La política puede escucharse como el rumor del tiempo en una obra. La vieja cantina que él conocía ahora es un local renovado. «En mi ausencia, en mi exilio, cuando yo también llevaba tiempo lejos, aquel lugar de extensión infinita, el lugar que yo recordaba, había sido renovado. Al menos tres veces.» El cuestionamiento a la prensa gráfica de esa época está narrado de un modo oblicuo. «Al día siguiente el sol saldría a las 7.06. Era el único dato inequívoco del diario», plantea Asher. «El país experimentaba, además de guerras, escándalos y crímenes, lluvias costeras y nevadas de montañas». Clima y política se despliegan a la manera de una música de fondo. Una hoja con membrete del hotel le sirve al «viejo» guionista para inventariar a los amigos muertos. «De pronto me di cuenta de que no había habido últimas palabras. No sabía qué había dicho ninguno de ellos, si es que habían dicho algo, justo antes de morir. Al parecer, mis amigos, mi generación, morían de forma inesperada y en silencio... Y no hubo discursos en ningún lecho de muerte. Nada memorable tuvo lugar.»
Cuando el hundimiento parece irremediable, la aparición de Michael y Aurora, dos jóvenes embusteros que tejerán pacientemente la red de una trampa, impone una pausa en la caída. Michael es un poeta que –según observa Asher– tiene treinta años para llegar adonde estaba el guionista en desgracia, ese callejón sin salida para el que no existía manual alguno. «Qué molestos eran: los jóvenes desafiantes y ambiciosos. Con sus cautelosas miradas fijas y pardas. Sus malditas muñecas delgadas. Sus golpes a la puerta medio reacios. ¡Déjenme entrar! ¿En qué? Traición. Puterío. Fracaso», enumera este protagonista del desencanto que mete el dedo en la llaga de menudas hipocresías. Cuando tiene que comentar la (mala) impresión que le causaron los poemas «pornográficos» de Michael, elige la fórmula «muy interesante» mientras trata de salir de ese atolladero de torpes expectativas. «Y ahí estaba: la mentira política –reflexiona–. No era necesario decir que no me había quedado boquiabierto. ‘Interesante’ era una palabra amable y neutral. Era una de esas palabras que siempre pueden usarse para ocultar hostilidad.» En el momento en que comprende el tenor del juego que jugó, Hayes narra ese final con la elegancia de quien dispone de una piel curtida por la crueldad. Como un herido de muerte, humillado hasta la náusea, nunca podrá aullar.
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