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Mandela manejó la política con maestría combinando un encanto infinito, nacido de la enorme seguridad en sí mismo, principios inflexibles, visión estratégica y pragmatismo. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 5 de diciembre de 2013. (RanchoNEWS).- Nelson Mandela llegó temprano a trabajar el 11 de mayo de 1994, al día siguiente de tomar posesión como primer presidente negro de Sudáfrica. Andando por los pasillos desiertos, adornados con acuarelas enmarcadas que ensalzaban las hazañas de los colonos blancos en la época de la Gran Marcha, se detuvo ante una puerta. Había oído ruido dentro, así que llamó. Una voz dijo: «Entre», y Mandela, que era alto, alzó la mirada y se encontró ante un inmenso afrikaner llamado John Reinders, jefe de protocolo presidencial durante los mandatos del último presidente blanco, F. W. de Klerk, y su predecesor, P.W. Botha. «Buenos días, ¿cómo está?», dijo Mandela, con una gran sonrisa. «Muy bien, señor presidente, ¿y usted?». «Muy bien, muuuy bien...», replicó Mandela. «Pero, si me permite preguntar, ¿qué está haciendo?». Reinders, que estaba metiendo sus pertenencias en cajas de cartón, respondió: «Me estoy llevando mis cosas, señor presidente. Me cambio de trabajo». «Ah, muy bien. ¿Y dónde se va?” “Vuelvo al departamento de prisiones. Trabajé allí de comandante antes de venir aquí a la presidencia». «Ah, no», sonrió Mandela. «No, no, no. Conozco muy bien ese departamento. No le recomiendo que lo haga”». Una nota de John Carlin para El País:
Mandela, poniéndose serio, trató entonces de convencer a Reinders de que se quedase. «Mire, nosotros procedemos del campo. No sabemos cómo administrar un organismo tan complejo como la presidencia de Sudáfrica. Necesitamos la ayuda de personas experimentadas como usted. Le pido, por favor, que permanezca en su puesto. Tengo intención de no cumplir más que un mandato presidencial, y entonces, por supuesto, usted será libre de hacer lo que quiera». Reinders, tan asombrado como encantado, no necesitó más explicaciones. Mientras meneaba la cabeza, perplejo y admirado, empezó, poco a poco, a vaciar las cajas.
Reinders, cuyos ojos se llenaban de lágrimas al recordar la anécdota algún tiempo después, me contó que, durante los cinco años que trabajó junto a Mandela, viajando por todo el mundo con él, no recibió más que muestras de cortesía y amabilidad. Mandela le trató siempre con el mismo respeto que al presidente de Estados Unidos, el papa o la reina de Inglaterra, quien, por cierto, le adoraba. El primer presidente negro de Sudáfrica debía de ser la única persona del mundo, tal vez con la excepción del duque de Edimburgo, que siempre la llamaba «Elizabeth», o al menos el único que podía hacerlo sin que se lo reprocharan. (Un amigo mío que estaba cenando un día con él en su casa de Johannesburgo recordaba que apareció una criada con un teléfono inalámbrico. Era una llamada de la reina de Inglaterra. Con una gran sonrisa, Mandela se acercó el auricular y exclamó: «¡Ah, Elizabeth! ¿Cómo estás? ¿Cómo están los chicos?»)
Lo que pone de manifiesto la relación de Mandela con Reinders —que es la misma que tenía con todos sus colaboradores, por humildes que fueran sus cargos— es el secreto de su éxito como líder político. Si la política consiste en ganarse a la gente, Mandela, como han atestiguado numerosos políticos, fue el maestro consumado. Tenía a su disposición un cóctel seductor e irresistible compuesto de un encanto infinito, nacido de una inmensa seguridad en sí mismo, unos principios inflexibles, una visión estratégica y un pragmatismo absoluto. Su actitud hacia Reinders era la misma que había mostrado con sus interlocutores del Gobierno del apartheid cuando inició las negociaciones secretas con ellos durante los últimos cinco años de los 27 y medio que pasó en prisión; era la misma que tuvo con toda la población blanca y que acabó convenciendo casi a la totalidad de que no solo no era un temible terrorista, como les habían programado para creer durante su cautividad, sino que era su presidente legítimo en la misma medida en que era el rey sin corona de la Sudáfrica negra.
Le habría costado mucho más convencer a la Sudáfrica blanca para que abandonara el apartheid y cediese el poder antes de entrar en prisión, en 1962, y mucho más todavía 20 años antes, cuando se incorporó a la lucha por la liberación de los negros. El hombre responsable de reclutarlo fue Walter Sisulu, un astuto activista laboral que, en el momento de su trascendental encuentro (Mandela diría posteriormente, con sentido del humor, que se habría ahorrado muchos problemas si nunca hubiera conocido a Sisulu), era un militante con más de 10 años de experiencia en el movimiento que iba a acabar por encabezar la liberación de Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano (ANC).
En aquella época, Mandela era un joven audaz, recién llegado a Johannesburgo desde la zona rural de Transkei, donde había nacido y se había criado en medio de lo que, en comparación con la miseria general de su entorno, eran privilegios tribales. Aunque también había recibido una sólida educación secundaria, era imposible disimular que allí, de pie en el despacho del activista laboral, Mandela era un rudo campesino frente al sofisticado, urbanita Sisulu. Sin embargo, fue Sisulu, que tenía 30 años —Mandela tenía 24— quien se quedó impresionado, porque vislumbró en Mandela la semilla de un talento para la política que tardaría muchos años de lucha y sacrificios en madurar. Al recordar 50 años después qué había pensado de aquel joven erguido en su despacho, Sisulu decía: «Me impresionó más que cualquier otra persona que hubiera conocido. Su aire, su simpatía... Yo buscaba a personas de verdadero calibre para ocupar cargos de responsabilidad y él fue un regalo del cielo».
Tardó poco Sisulu en convencer a Mandela, que estaba estudiando Derecho en Johannesburgo, para que se uniera a su causa. Mandela triunfó en los dos frentes, y estableció un bufete con otro dirigente del ANC, Oliver Tambo. Pero donde más éxito tuvo fue en la política. Al carisma que Sisulu había visto en él, Mandela añadía un valor y un ímpetu que, durante los años cuarenta y cincuenta, antes de que lo encarcelasen, derivaba tanto de su indignado sentido de las injusticias que se veían obligados a sufrir los sudafricanos negros como de su carácter bullicioso. Ascendió rápidamente en el escalafón y se convirtió en presidente de la Liga Juvenil del ANC, un cargo desde el que dirigió una campaña nacional de desafío a un régimen cuyas leyes de apartheid consagraban en la Constitución las humillaciones y las condiciones de esclavitud de facto en las que vivían los negros en la punta meridional de África desde la llegada de los primeros colonos blancos en 1652. Durante aquella campaña, Mandela reveló un talento histriónico (su biógrafo oficial, Anthony Sampson, lo calificó de «maestro de la imaginería política») que le iba a ser útil mucho después, cuando salió de la cárcel a la era de la televisión globalizada. Cuando lanzó la campaña en 1952, se las arregló para garantizar una amplia presencia de fotógrafos de prensa al prender fuego a su carné de paso, el distintivo de la ignominia del apartheid, mientras lucía una inmensa sonrisa juguetona. La fotografía, publicada en todas partes, electrizó a la población negra, y decenas de miles de personas siguieron su ejemplo.
La seguridad del joven Mandela en sí mismo rayaba en el descaro. En una reunión del comité ejecutivo del ANC a mediados de los cincuenta, ofendió a los líderes de la organización cuando pronunció un discurso en el que predijo —con una clarividencia extraordinaria— que un día sería el primer presidente negro de Suráfrica.
En aquellos días, con una presencia siempre visible en la primera línea de resistencia contra el apartheid, se vestía como un millonario. Se hacía los trajes en el mismo sastre que el rey del oro y los diamantes de Sudáfrica, Harry Oppenheimer, y nunca dejó de ser el dandy de su círculo social en sus incursiones en la vida nocturna de Johannesburgo. Las fotografías de los años cincuenta muestran a un hombre con el aire confiado de una estrella romántica de Hollywood. Las mujeres se enamoraban de él, entre ellas Winnie Madikizela. Y él —que estaba casado y con hijos— también se enamoró de ella. Winnie era la Ava Gardner de Soweto, y él, Clark Gable. Mandela se divorció de su primera mujer, Eveline, y se casó con Winnie, con quien tuvo dos hijas pero a la que, como se quejaría ella más tarde, veía muy poco, sobre todo después de que le nombraran comandante en jefe del nuevo brazo militar del ANC, Umkhonto we Sizwe, La lanza de la nación, en 1961, y se viera obligado a pasar a la clandestinidad. Su veta vanidosa le perjudicó. Empeñado en ser un Che Guevara, adoptó un eslogan popular en la época, «Tomaremos el poder a la manera de Castro», e insistía, en contra de las advertencias de sus amigos, en llevar uniformes revolucionarios de color verde cada vez que aparecía en público, pese a que la policía le había designado como el hombre más buscado de Sudáfrica. Su incapacidad de mantener la discreción que exigían sus circunstancias fue una de las razones de que lo detuvieran en 1962; permaneció entre rejas 27 años y medio.
La cárcel lo moderó, le enseñó a encauzar su talento para el espectáculo, sus artes de seductor, hacia unos objetivos políticos realistas. Entró lleno de furia y salió sabio, pero siempre impulsado por la convicción heroica de que el respiro que había obtenido en su juicio en 1964, cuando lo condenaron a cadena perpetua en lugar de a muerte como se esperaba, le obligaba a cumplir su destino como redentor futuro de su pueblo. La gran lección que asimiló fue que el enemigo no iba a caer derrotado por las armas; que habría que convencer un día a los surafricanos blancos para que entregasen el poder voluntariamente, para que acabasen con el apartheid ellos mismos. La prisión, la celda diminuta en la que vivió en Robben Island durante 18 años, fue su campo de entrenamiento para la gran partida que le aguardaba fuera. La primera lección, decidió, tenía que ser «conoce a tu enemigo». Para desolación de algunos otros presos, se propuso aprender afrikaans —«la lengua de los opresores»— y leer libros sobre la historia de los afrikaners. Y después se propuso ganarse a los carceleros, porque pensó que era la forma de conocer las vanidades, los puntos fuertes y débiles de los blancos en general, para estar mejor preparado cuando llegara el momento de intentar que cedieran a sus deseos.
El truco era no perder jamás su dignidad ni sus principios, negarse a ser intimidado y tratar a todos los que le rodeaban con respeto, con el «respeto normal y corriente» del que Walter Sisulu afirmó en una ocasión que era el premio por el que luchó durante sus 60 años de dedicación a la política. Estas cualidades, acompañadas de sus modales majestuosos, le iban a permitir conquistar a los dos primeros miembros de la administración blanca con los que habían tenido contacto él y cualquier otro dirigente negro. Durante sus últimos cinco años en la cárcel, llevó a cabo más de 70 entrevistas secretas con el ministro de Justicia, Kobie Coetsee, y el jefe nacional de los servicios de inteligencia, Niel Barnard; el propósito de las reuniones era explorar la posibilidad de un acuerdo político entre negros y blancos. Mientras se iba ganando la confianza de estos dos turbios personajes (considerados unos monstruos por todo el mundo durante los turbulentos años ochenta), consolidó su autoridad sobre los demás presos políticos, igual que lo iba a hacer después con la población negra en general. Yo pregunté a Coetsee sobre aquellas entrevistas y, como Reinders, lloró al recordar a Mandela, a quien definió como «la encarnación de las grandes virtudes romanas: dignitas, gravitas, honestas». Barnard no era capaz de llorar pero estuvo a punto, y durante las siete horas que hablamos siempre se refirió a Mandela llamándole «el viejo», como si estuviera hablando de su propio padre.
Al salir en libertad el 11 de febrero de 1990, Mandela emprendió una marcha triunfal por toda Sudáfrica en la que prefijó un mensaje muy perfilado de reconciliación y desafío. No era ningún Gandhi y se negó a pedir el cese de la «lucha armada» —que había sido más bien simbólica— hasta que el Gobierno dio señales inequívocas de comprometerse a una democracia de pleno derecho en la que se aplicara el principio de una persona, un voto. No tuvo más remedio porque el presidente F. W. de Klerk, al que describió con elegancia (y astucia) como «un hombre íntegro», creyó al principio que iba a salir del paso con alguna fórmula sui generis, semidemocrática, que contemplase los «derechos de la minoría» y asegurase y perpetuase los privilegios de los blancos. Las negociaciones que se desarrollaron durante los cuatro años sucesivos fueron duras, pero ni mucho menos tan duras como lo que estaba sucediendo en los distritos negros, sobre todo los de la periferia de Johannesburgo. Los últimos coletazos de la bestia del apartheid se manifestaron en un intento concertado de desbaratar la transición por parte de fuerzas oscuras en el aparato de seguridad, aliadas con la organización negra conservadora Inkatha, cuyo líder zulú de extrema derecha, Mangosuthu Buthelezi, beneficiario del sistema de «patrias tribales» del apartheid, tenía tanto miedo a que gobernara el ANC como cualquier blanco. Las matanzas en Soweto y otros lugares alcanzaron una dimensión inédita en Suráfrica desde la guerra de los boers, casi 100 años antes.
Mandela clamaba en público, se indignaba contra De Klerk en privado, y sus colegas de la ejecutiva nacional del ANC tenían que contenerlo para que no cancelara las negociaciones; para que su ira, que a veces le cegaba, no le hiciese recurrir a un enfrentamiento abierto. Sin embargo, cuando llegó la prueba definitiva, supo mantener la cabeza fría y dio su bendición a un acuerdo trascendental por el que el primer Gobierno elegido democráticamente del país iba a ser una coalición en la que los ministerios se repartirían en función del porcentaje de voto obtenido por cada partido.
Tendió la mano a una Sudáfrica blanca bastante pacificada convenciendo a su propia gente para que hiciera otra concesión en un asunto que todos los surafricanos llevaban en el corazón.
Una reunión de la ejecutiva nacional del ANC cuatro meses antes de las históricas elecciones de abril de 1994. Sin dudar ni por un momento que el ANC iba a ganar las elecciones, el tema concreto en la agenda era qué postura debía adoptar el nuevo Gobierno sobre la delicada cuestión del himno nacional. El viejo himno era claramente inaceptable. Die Stem era una melodía seria y marcial que loaba a Dios y ensalzaba los triunfos de Retief, Pretorius y los demás «caminantes» que habían hecho la Gran Marcha hacia el norte en el siglo XIX, aplastando la resistencia de los negros. El himno extraoficial de la Suráfrica negra, Nkosi Sikelele, era la emocionante manifestación de un pueblo que llevaba mucho tiempo de sufrimiento y anhelaba la libertad.
La reunión acababa de empezar cuando entró un ayudante para informar a Mandela de que le llamaba un jefe de Estado. Salió de la sala y los treinta y pico hombres y mujeres del órgano supremo del ANC continuaron sin él. Había un consenso abrumador en favor de eliminar Die Stem y sustituirlo por Nkosi Sikelele. Tokyo Sexwale, antiguo preso en Robben Island y principal miembro del Comité Ejecutivo nacional, recordaba muy bien la atmósfera de la reunión durante la ausencia de Mandela.
«Estábamos disfrutando», me contó. «Es el fin de esa canción, Die Stem, decíamos. El fin. Se acabó. En este país vamos a cantar Nkosi Sikelele y nada más. ¡Estábamos divirtiéndonos!». Entonces regresó Mandela. «Estábamos todos como niños de primaria», decía Sexwale, un hombre grande y fuerte con una rica voz de orador. «Nos preguntó cómo iban nuestras discusiones y le dijimos que habíamos tomado una decisión. Dijo: ‘Pues lo siento. No quiero ser grosero, pero...’. Dios mío, todos queríamos que nos tragara la tierra. ‘Creo que debo expresar lo que pienso sobre esta moción. Nunca pensé que unas personas experimentadas como vosotros iban a tomar una decisión de tal magnitud sobre un tema tan importante sin ni siquiera esperar al presidente de vuestra organización».
Y entonces, en el tono más severo y de maestro de escuela que le habían oído emplear jamás sus colegas del ANC, ofreció su punto de vista. «Esta canción que despacháis con tanta facilidad contiene las emociones de muchos a los que todavía no representáis, y de un plumazo queréis tomar una decisión que destruiría la misma base —la única— sobre la que estamos construyendo el país: la reconciliación». Los hombres y mujeres de la ejecutiva nacional del ANC, muchos de ellos muy conocidos en Sudáfrica, considerados héroes y heroínas de la lucha, se arrugaron de vergüenza. Mandela propuso que, cuando se celebraran las elecciones y para el futuro, Suráfrica tuviera dos himnos, que se tocarían uno después de otro en todas las ceremonias oficiales, desde las tomas de posesión presidenciales hasta los partidos de rugby: Die Stem y Nkosi Sikelele. Derrotados moralmente, apabullados por la lógica del argumento de Mandela, los combatientes de la libertad se rindieron de forma unánime. Sexwale se reía a carcajadas años después al recordar el desconcierto que había sentido al ver cómo les había manipulado Mandela. «Jacob Zuma, que presidía la reunión, dijo: ‘Bueno, creo... creo... creo que la cosa está clara, camaradas. Creo que la cosa está clara...’. Nadie levantó un dedo para oponerse».
Los miembros de la ejecutiva nacional capitularon por completo ante la ira de Mandela, porque comprendieron de inmediato que su afán de venganza sobre la cuestión del himno blanco había sido pueril, que la respuesta política con más visión de futuro al dilema que estaban debatiendo era la solución madura y generosa que defendía Mandela. Pero cedieron ante él también porque, desde las actuaciones magistrales que había llevado a cabo al salir de la cárcel, habían aprendido a aceptar que «el viejo» era mucho más hábil que cualquiera de ellos en el arte moderno del simbolismo político. La importancia del himno era la creación de un espíritu nacional, la posibilidad de ejercer la persuasión política apelando a las emociones de la gente. Esa era, como habían comprendido los demás dirigentes del ANC, la esencia de su talento político, la faceta en la que dejaba a todos los demás muy atrás. El propio Mandela me dijo, durante una de las conversaciones que mantuvimos en su casa, que había sermoneado al comité ejecutivo sobre la necesidad de ganarse a los afrikaners, de demostrar respeto por sus símbolos, de esforzarse por incluir unas cuantas palabras en afrikaans al comenzar un discurso. «No les estáis hablando al cerebro», dijo, «les estáis hablando al corazón».
Hizo lo mismo, con un éxito aún más espectacular, al año de asumir la presidencia, en la Copa del Mundo de rugby, que se celebraba en Suráfrica por primera vez. Consiguió la increíble proeza de convencer a su propia gente para que apoyaran a los Springboks, la selección surafricana, con lo que transformó uno de los símbolos más odiados de la opresión del apartheid en un instrumento de unidad. A pesar de que solo había un jugador que no era blanco en el equipo, los negros, a instancias de Mandela, adoptaron a los Springboks y empezaron a considerarlos representantes lógicos de la nueva bandera nacional. Es imposible olvidar cómo, en la final de Johannesburgo, en la que venció Suráfrica, prácticamente toda la muchedumbre de blancos (los aficionados al rugby no habían estado precisamente en la vanguardia del progresismo racial durante los años del apartheid) gritaba su nombre. «¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!». Cuando Mandela entregó la copa al capitán del equipo, François Pienaar, un grandullón rubio hijo del apartheid, le dijo: «Gracias, François, por lo que has hecho por nuestro país». «No, señor presidente», replicó Pienaar, con una enorme presencia de ánimo. «Gracias a usted por lo que ha hecho por nuestro país».
Aquel día, probablemente el más feliz —y desde luego el de más unidad patriótica— de la historia de Sudáfrica, Mandela culminó su doble misión imposible del liderazgo político. Convenció a todo un pueblo, el pueblo con más división racial de la tierra, para que cambiara de opinión.
El objetivo fundamental de Mandela durante sus cinco años como presidente fue cimentar las bases de la nueva democracia, alejar la perspectiva de una contrarrevolución terrorista de la extrema derecha armada. Y lo consiguió. Sudáfrica, pese a todos los problemas que hoy tiene (problemas que comparte con docenas de países, después de haberse deshecho de la épica y terrible singularidad que en otro tiempo le distinguía del resto del mundo), es una democracia estable, mucho más respetuosa con el imperio de la ley y la libertad de expresión que, por ejemplo, Rusia, otro país que acabó con años de tiranía más o menos en la misma época. Se ha dicho, y seguramente se seguirá diciendo mucho tiempo, que Mandela podría haber hecho más para remediar las injusticias económicas del apartheid. Tal vez, pero en un país con un elevado índice de natalidad y sin unas cifras de crecimiento económico equiparables, ese era un reto prácticamente imposible. Lo mejor que puede decirse es que la presidencia de Mandela vio la aparición de un nuevo y potente fenómeno social, inimaginable en los años del apartheid: una clase media negra floreciente. Podría haber emprendido toda una redistribución de la riqueza nacional, pero eso seguramente habría provocado lo que más temía, una guerra civil entre razas. La economía que hubiera quedado después habría sido una economía de cementerio. Por lo que Mandela luchó la mayor parte de su vida fue por la democracia, y, una vez lograda, su prioridad pasó a ser la paz.
Una paz como la que acordó con John Reinders, cuyo trato por parte de Mandela ilumina la gran lección que ofrece a todas las personas de cualquier parte, ya sea en el liderazgo político o en esferas de la vida menos ambiciosas. Siempre fue coherente entre lo que predicaba y lo que practicaba. Hablaba de justicia y respeto y trataba a todo el mundo, por humilde que fuera su condición o por irrelevante que fuera para sus objetivos políticos o personales, con la misma consideración. Un año después de que Mandela abandonara la presidencia, Reinders, que siguió trabajando a las órdenes de su sucesor Thabo Mbeki, recibió una llamada de su antiguo jefe. ¿Podía ir con su familia a comer a su casa el domingo siguiente? Reinders acudió con su esposa y sus dos hijos creyendo que se trataba de una reunión amplia. Pero no, Mandela solo había invitado a su familia.
Al empezar la comida, Mandela elevó una copa y, dirigiéndose a la mujer y los hijos de Reinders, les pidió perdón por haberles privado tanto tiempo de la compañía de su padre y marido. «Pero llevó a cabo sus obligaciones de manera espléndida. ¡Espléndida!». Reinders, que volvía a llorar recordando la historia, me contó que, después de comer, Mandela les acompañó a la calle y, cuando se alejaba su coche, se quedó diciéndoles adiós con la mano.
En una ocasión pregunté al arzobispo Desmond Tutu, premio Nobel de la Paz como Mandela y una de las personas que le conocían más de cerca, si podía definirme su mejor cualidad. Tutu se lo pensó un momento y entonces, con aire victorioso, pronunció una palabra: magnanimidad. «Sí», repitió, la segunda vez en tono más solemne, casi en un susurro: «¡Magnanimidad!».
Un sinónimo de magnanimidad podría ser grandeza. Es posible que no volvamos a ver nunca a nadie igual.
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