Rancho Las Voces: Libros / México: «Libros Proféticos» de William Blake
Para Cultura, el presupuesto federal más bajo desde su creación / 19

martes, diciembre 10, 2013

Libros / México: «Libros Proféticos» de William Blake

.
Portada Libros profeticos I de William Blake. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 7 de diciembre de 2013. (RanchoNEWS).- Hasta ahora, los lectores hispanoamericanos solo conocían la obra del poeta inglés de manera fragmentaria, por lo que esta edición representa una magnífica oportunidad para comprender la trascendencia del místico londinense, cuya energía mental conjugó a la plástica con la palabra escrita. Una nota de Adrian Díaz Enciso para Milenio

El siguiente texto dilucida ciertas claves de la mitología blakeana, con algunas pinceladas biográficas del atribulado visionario.

«Debo Crear un Sistema, o ser esclavizado por el de otro Hombre. No voy a Razonar ni a Comparar: Crear es lo que me corresponde», dice William Blake en voz de su alter ego Los, encarnación de la poesía y, como tal, Profeta de la Eternidad, que en Londres construye Golgonooza, la ciudad sagrada de las artes y la imaginación, obligando a su propio espectro a trabajar para él. Los lo atiza con un clamor ardiente de furia. Su espectro se somete, maldiciendo y aullando.


Esta batalla de insoportable tensión, que no es en esencia sino una de energías, tiene lugar en Jerusalén, la emanación del gigante Albion, uno de los llamados «Poemas Proféticos» del artista y poeta inglés. En él culmina la mitología blakeana, formulación visionaria de la aventura de la existencia humana en un universo en flujo perpetuo entre fuerzas opuestas. En las cien placas de cobre en que Blake grabó las palabras e imágenes de su epopeya quedó sellada la intrincada cosmología que había ido cobrando forma en los grandes poemas ilustrados anteriores.

El sello de esa visión es de esperanza y redención, un himno a la fuerza transformadora de la belleza contenida en el alma humana, tanto como de insurrección sin tregua contra la razón desacralizadora y sus grilletes de violencia, castigo, muerte y desolación.

En efecto, para crear estos libros irrepetibles, de los que ninguna copia habría de ser idéntica a otra (tras su impresión eran iluminados por él y su esposa Catherine, la leal hija de un hortelano a quien Blake enseñó a leer y escribir, luz y sostén de sus no pocos momentos de desesperación), Blake creó su propio sistema de impresión. Afirmaba que le había sido dictado por el espíritu de su amado hermano Robert, cuya muerte prematura tanto lamentara. Es el «método infernal» que menciona en El matrimonio del cielo y el infierno, con el que en la misma obra amenaza imprimir la Biblia del Infierno, lo quiera el mundo o no.

Como todo en la obra de Blake, la manifestación material de la voluntad no es sino encarnación de una verdad espiritual. El método con que Blake creó libros que nadie podría imitar era el que exigía el método de vida con que aplicó toda la energía de su inspiración e intelecto a dilucidar el lugar del hombre en el universo, y su relación con la divinidad. Descubriría que ser humano es hecho simultáneo de ser divino, y que lo es merced a la Imaginación que exige que todo hombre sea un artista: no un artífice, sino un creador, agente transformador en la misma medida que el máximo artista que ha existido nunca: Cristo el transgresor, vivo dentro de cada hombre y mujer.

El «método infernal» exigía escribir hábilmente cada palabra de las páginas —pródigas en letra grácil enredada con vides, flores, pájaros y cuerpos— de manera invertida con una tinta resistente al ácido. La energía mental que engendraba poemas e ilustraciones se manifestaba a través de un titánico esfuerzo físico para traer los libros al mundo. Quizá nunca la palabra de poeta alguno ha encarnado en el mundo de forma tan literal. Que en este caso es decir, trascendente.

Blake creó Jerusalén en South Molton Street, en Londres, cerca de Tyburn, donde hasta poco antes colgaban de la horca los ajusticiados, y ahora junto al epicentro del comercio de Oxford Street. La región empobrecida en que los Blake vivían, a espaldas de lo que se conocía como «El callejón de la pobreza», se convertiría con el tiempo en uno de los más estridentes templos dedicados a la idolatría y sumisión a las reglas de un sistema financiero responsable en tiempos de Blake —y en los nuestros— de la miseria que denunciaba, y de la suya propia: murió pobre y casi por completo olvidado en cuartos aún más humildes en Fountain Court. Murió, empero, cantando himnos, reconciliado con su destino porque sabía que éste, pese a la lucha incesante contra la adversidad, había sido grande. Había experimentado en carne propia el abandono místico de Job, que en su interpretación al ilustrar la historia bíblica es uno con la entrega a la creación artística. Ahora el edificio en South Molton Street está a punto de ser devorado por el mismo sistema que en vano intentó expulsar a Blake del mundo, pero de eso se hablará más tarde.

Volvamos a Jerusalén. Las cien placas de cobre que contenían un poema cuyo igual, Blake estaba convencido, no se había escrito nunca en la tierra (y el cobre era un material caro que a duras penas el artista podía adquirir), revelarían al mundo la validez del método infernal. Alimentaba Blake la esperanza de que esta revelación lo ayudara a liberarse de la esclavitud de la pobreza. Pero no vendió ni una sola copia del libro.

Dos de los ahora llamados Libros Proféticos, América y Europa, incluyen en su título la palabra profecía. Pero, como bien apunta Patrick Harpur en la introducción a la edición española, y como lo entiende también Damon Foster, autor del indispensable A Blake Dictionary, Blake concebía al profeta no como adivinador del futuro, sino como aquel que revela verdades eternas, hermanado así con el poeta. La profecía es visión interior, y su dictado es eterno. Blake, que vivía en la experiencia visionaria desde niño, que la entendía como manifestación de la imaginación divina dentro del hombre, a la que todos podríamos acceder si liberáramos nuestros sentidos y nuestra conciencia del yugo de la razón, podía afirmar sin empacho que Ezequiel e Isaías cenaban con él.

El primero de estos libros, Tiriel, inacabado y de publicación póstuma, señala ya temas esenciales de Blake, como la destrucción de las potencias humanas a manos del materialismo y el racionalismo. Su protagonista prefigura a Urizen, el dios caído y vengativo de la razón que provoca la destrucción del mundo que ama en los libros posteriores.

El método de Blake propiamente dicho no rendiría frutos visibles en su emparejamiento de palabra e imagen sino hasta El libro de Thel, la joven virgen que interroga al mundo acongojada por lo pasajero de su existencia y aterrada de adentrarse en ella (la intersección, por así decirlo, de la inocencia y la experiencia, dos de los contrarios fundamentales de Blake). Le seguiría el Matrimonio del cielo y el infierno, ese canto rebosante de ironía y de máximas tan imborrables como complejas que se sigue leyendo, escudriñando y citando obsesivamente sin que logremos desentrañarlo del todo, y que no puede comprenderse sin considerar la relación ambivalente de Blake con Swedenborg, a quien admiraba tanto que solo pudo tumbarlo de su pedestal con esta sátira inmisericorde. Aquí la ira justa de Blake, la encendida fiereza característica de su obra insumisa, concluye como su vida misma con un canto luminoso de alabanza: «Pues todo cuanto vive es santo».

Hasta la fecha se sigue intentando definir la dimensión política de Blake, rabioso contra toda forma de tiranía, oponente de la esclavitud y la guerra, crítico de una Corona beligerante en un momento en que semejante postura podía costar la vida, cuando Inglaterra se apertrechaba contra la amenaza de las invasiones napoleónicas —y quizá la libró por un pelo, cuando fue acusado de sedición por un soldado borracho con quien tuvo un altercado durante su estancia en Felpham, en la costa sur de Inglaterra, amargo incidente que les provocó a él y a Catherine inmensas angustias, sumadas a la de su precariedad y el fracaso que había sido su único intento de vivir fuera de Londres. La obra de Blake es más abiertamente politizada en La Revolución Francesa, América y Europa. La fiereza revolucionaria encarna en el personaje de Orc, hijo del poeta–profeta Los y su emanación, Enitharmon. Orc es el espíritu de rebeldía en el mundo material, forma inferior de las emociones: el amor reprimido convertido en guerra. Aunque sin duda un héroe, como todos los personajes de Blake, que entendía bien la naturaleza cíclica de las batallas del espíritu humano, es ambivalente. El drama no se detiene en la glorificación de la rebeldía, pues ésta conduce al retorno esterilizante de la razón anquilosada. ¿No anida acaso ese germen en toda revolución? Blake, horrorizado por las atrocidades de la Revolución Francesa que había loado en principio, o arrastrado por una turba enardecida durante la revuelta anticatólica de Gordon, lo sabía bien, y nunca sucumbió a la adhesión ciega a ninguna causa. Su visión trasciende la circunstancia política, punto de partida apenas para abordar la pregunta inexorable de la violencia humana.

La opresión blakeana no es solo política, material, ni solo psicológica o espiritual. La una evidencia a las otras; nada en la experiencia humana es en última instancia clasificable ni estático. En Visiones de las hijas de Albión, Blake aborda la opresión desde ese otro gran eje de su obra que es la sexualidad, la más poderosa canalización de la energía cuando expresión de la «desnuda humana forma divina», la más destructiva cuando es reprimida o instrumento de violencia, posesión o desacralilzación de su goce esencial.

Los personajes clave de Blake son arquetipos que se desarrollan minuciosamente y no sin contradicción en El Primer libro de Urizen, El Libro de Ahania, El Libro de Los, el Cantar de Los, el inconcluso Vala o los Cuatro Zoas, Milton (donde un Blake temerario invoca a Milton para corregir su yerro espiritual y lo integra a sí mismo para rehacer su canto), y finalmente en el ya mencionado Jerusalén, donde Albion —una Inglaterra mítica y caída que representa a la humanidad entera—, encarna la experiencia del ser dividido entre las pulsiones de sus emanaciones más puras y de sus espectros. Éste habrá de convertirse en humanidad redimida y divina (es decir: libre), espejo de Jesús, encendida por la imaginación. Imaginación, que no fantasía. Potencia creadora que derriba las barreras impuestas por los sentidos y la razón para que veamos todo cuanto puebla el mundo cómo es en realidad: infinito. Porque «la Imaginación no es un estado. Es la Existencia Humana misma».

Ese habitar perpetuo en la visión mística, y la comprensión de las fuerzas que luchan en el interior del hombre reconocidas mucho después por la psicología, le ganaron a Blake en vida el estigma de la locura. Fue burlado, ignorado, recipiente de múltiples ultrajes. Rabió, bebió su copa de amargura y desesperación... pero no cejó en su «lucha mental». El fragmento del que proviene esta cita, prefacio del más vasto poema Milton, es ahora una especie de himno alterno de Inglaterra conocido como «Jerusalén» (no debe confundirse con el poema iluminado del mismo nombre) que a menudo no es aun cabalmente comprendido, utilizado tanto por rebeldes y subversivos como por la derecha nacionalista, ensalzado en el espectáculo de Danny Boyle para inaugurar las Olimpiadas, coreado a lo bruto en los partidos de futbol.

¿Pero cuál es esa Inglaterra, «tierra verde y placentera»? Al igual que el Londres de Blake, es y no es la región delimitada por su geografía. Es tierra visionaria, así como Golgonooza es un Londres que hay que construir en y desde Londres, pese a y contra todas las miserias y esclavitud que pueblan la ciudad material. Proceso alquímico, extraer de la carne de la realidad el oro de su esencia: el cordel dorado que llevará al poeta a las puertas del cielo, las sandalias de oro que se calza para el camino, los trazos dorados con que Blake, asistido por la fiel Catherine, iluminó y enmarcó primorosamente sus poemas ilustrados; el oro que aparece misteriosamente en su diario de 1810: «encontré la Palabra Dorado».

Precursor en arte y pensamiento, en su fiera batalla solitaria contra las convenciones todas de su mundo, contra la Iglesia institucionalizada y el poder de la monarquía, el lenguaje imperante de las armas y los estragos de la Revolución Industrial, la complacencia en las artes y la preeminencia de Reynolds, contra la hipocresía, la noción castrante del castigo y toda condescendencia con un statu quo letal, vivió y sobrevivió (en un álbum de visita firmaría «nacido 28 Novr 1757 en Londres, y ha muerto varias veces desde entonces») sin más verdadero alimento que el espiritual, sin más sostén que la Imaginación, sus visiones y la fidelidad de Catherine, su obra ignorada y su fe en un Jesús–hombre–poeta–artista redimido en la carne y el gozo creador.

Está enterrado en una fosa común sin marcar (su lápida en Bunhill Fields está en el lugar equivocado). De los ocho edificios en que vivió en Londres, siete han sido derribados. El único en pie, número 17 de South Molton Street, uno de cuyos pisos ha sido durante décadas bastión de su legado y abre las puertas a peregrinos nativos y extranjeros en busca de las huellas del visionario de Soho, tiene ahora un salón de depilación en la planta baja, entre decenas de boutiques de moda, y busca un comprador por varios millones de libras. Su contrato de arrendamiento está a punto de expirar, y el propietario, desesperado por exprimirle más jugo a lo que fueron, y siguen siendo, humildes cuartos de un edificio georgiano, recientemente quiso expulsar los últimos vestigios de Blake con un arma que éste conoció bien: el atropello, forzando las puertas a golpes, cambiando las cerraduras, violentando el espacio que hace doscientos años vio nacer, en la prensa que entre los vapores de ácidos y tinta ocupaba buena parte de uno de los dos pequeños cuartos que habitaban los empobrecidos Blake, las cien placas de cobre de Jerusalén.

Como su Inglaterra y su Londres, presentes como un rosario hipnótico en sus poemas, la obra de Blake está en todas partes y en ninguna, elusiva como su contenido mismo. Su tragedia de dimensiones cósmicas, que culmina en celebración de la inagotable energía del alma humana henchida de imaginación divina, es lo que nos cuentan los libros proféticos, creados con el método propio de Blake que no está contenido en ningún sitio porque se ocupa de lo eterno.



REGRESAR A LA REVISTA