jueves, noviembre 24, 2005
Un viaje al corazón de la sensibilidad Heian
MARCELLO GHILARDI / GIANGIORGIO PASQUALOTTO
Barcelona, España. 23/11/2005. (La Vanguardia).- Algunos han sostenido la posibilidad de reconocer el Genji monogatari de Murasaki Shikibu como la primera novela de la literatura mundial, sobre todo teniendo en cuenta que posee una coherente unidad artística y que denota una fuerte introspección psicológica de los personajes. Otros han considerado que la vastedad de la obra permite hablar sólo de un conjunto de varios relatos yuxtapuestos, que se despliegan, de hecho, en el arco de varias generaciones. En cualquier caso, la obra, a pesar de la cantidad y la variedad de temas y de situaciones que presenta, ofrece dos ejes muy potentes: por un lado, el tema del poder del clan Fujiwara, que da un perfil y un fundamento a la dimensión histórica de la trama; por otro, el tema filosófico de la impermanencia. En torno a estos dos ejes, pues, giran auténticas constelaciones de figuras y de episodios iluminados por sutiles análisis psicológicos que hacen muy vivos a los protagonistas de las tramas narrativas, hasta el punto de distinguir a esta novela de cualquier obra precendente.
Del conjunto de acontecimientos narrativos y de las descripciones de lugares, situaciones y sensibilidad, resulta la imagen de una cultura de corte, la de la época Heian (entre el siglo X y el XI), portadora de valores estéticos a un nivel que no se volverán a encontrar en ninguna otra época de la historia de Japón. El estilo, el arte, la poesía y la música desempeñaban un papel fundamental en la estructuración de la sociedad y otorgaban, con ellos, un papel definido a cada uno de sus componentes. En el ambiente descrito por la autora, el ambiente al que la propia Murasaki pertenecía, era impensable no cultivar una refinada sensibilidad estética: hasta tal extremo que los aspectos estéticos no sobrevienen a los personajes, a las cosas y a los acontecimientos como simples ornamentos, sino que constituyen su propia sustancia.
La caligrafía, por ejemplo, no sólo era el indicio de una educación correcta y completa, sino, sobre todo, el elemento revelador de la interioridad de una persona: por esto, la escritura estaba investida de una importancia decisiva para distinguirse en el seno de la nobleza. Como para muchos aspectos de las disciplinas tradicionales japonesas, el modo en que éstas se realizan, más incluso que el contenido, es la demostración de la propia habilidad y calidad humanas. Antes que el contenido, en una carta o en una poesía, se consideraba el estilo de la caligrafía con la que estaba escrita: era precisamente lo que revelaba la riqueza de espíritu de su autor. La forma es el contenido y el contenido es la forma: la circularidad de la relación entre aquello que nosotros, habitualmente, consideramos envoltorio exterior, extrínseco -y, por tanto, menos importante- y el contenido interior, intrínseco -y por ello, esencial- indica para la sensibilidad japonesa que no puede darse prioridad sólo a uno de los dos aspectos. Esto se muestra incluso en el comportamiento, en los modos de hacer y en los gestos, en relación con el pensamiento, el espíritu o la intención deun individuo: interioridad y exterioridad se compenetran totalmente, hasta el punto que, a partir del aspecto de una persona y de su modo de hablar, de su modo de moverse, ya se pueden recabar los elementos determinantes para conocer su interior.
Pero la importancia de la dimensión estética para la cultura de la cual el príncipe Genji es un brillante exponente queda sintetizada, sobre todo, en la expresión que condensa toda la sensibilidad del mundo Heian: mono no aware.
Aware es un término polisémico, difícil, si no imposible, de traducir a una lengua occidental, y designa, por antonomasia, la modalidad más profunda de la la carga emotiva propia de cualquier cosa, en los elementos de la naturaleza, en los objetos artesanales, en los rostros y los gestos de la gente, en las figuras y en las obras de arte. Representa, al mismo tiempo, una especie de dulce y conmovida melancolía, como la que se cierne sobre cualquiera que se detenga a observar un ocaso, una lágrima que humedece la mejilla de una niña, una mañana de primavera o una lluvia ligera que moja un jardín de rocas, un templo envejecido, un anciano caminante. En aware se presentan conjuntamente muchos significados, pero en el Genji monogatari se usa, sobre todo, para indicar aquel sutil velo de tristeza -no desesperación- que se forma con el conocimiento de la caducidad del mundo: ese velo no arruina las cosas ni las situaciones, sino que incluso les confiere una belleza incomparable, única, precisamente porque, en tanto que transitoria, es irrepetible.
A pesar de haber sido incorporado a partir de la sensibilidad religiosa del budismo, que subraya el carácter de impermanencia de cualquier realidad física, psicológica y espiritual, aware es, en Murasaki, una experiencia emotiva y no un concepto filosófico. Hasta tal punto que mantiene a menudo un simple valor de interjección, señalado con muchos "Ah!" provocados por la desazón ante la realidad circundante. Todos los episodios relevantes de la novela están marcados con la culminación emotiva que une, indisolublemente, belleza e impermanencia, gozo estético y melancolía. Éste es el tema de fondo de la obra.
En un mundo atravesado por la belleza, que ama contemplar en silencio los cerezos en flor durante la primavera o la límpida luna en las noches de otoño, nada permanece inmutable, nada se detiene siquiera por un instante. Y la belleza, pues, sólo pude transmitirse y recibirse en este flujo incesante, en este deslizarse de sensaciones, sentimientos, pensamientos, emociones. No es un azar que una de las metáforas -pero quizás fuera más exacto decir de los correlatos objetivos- de este flujo y de la caducidad esté representada, en los últimos diez libros de la novela, por el río Uji (que literalmente significa mísero). Se trata de un símbolo del dolor que invade a los personajes y recuerda, constantemente, el tema de la muerte y del amor melancólico que parece aletear por entre las vidas de los personajes descritos en estos capítulos: el príncipe Hachi, su mujer, la hija mayor y la hijastra Ukifune.
El gran problema que se plantea a cualquiera que entre en contacto con este libro, tan vasto y diverso, concierne a la posibilidad misma de entrar en relación con él, de comprender el mundo, las situaciones, los personajes, la sensibilidad que en él aparecen descritos. Si la finura de las descripciones psicológicas de los protagonistas es tan intensa que convierte a estas figuras, increíblemente, en muy próximas a nosotros, el obstáculo que queda, al final, para superar es, ciertamente, el de la lengua. Cualquier traducción, por cuidada que sea, se arriesga a dejar en el fondo o incluso a cancelar del todo (aunque sea inadvertidamente) algunos aspectos que, para un lector perteneciente al contexto cultural de la autora, hubieran sido evidentes y esenciales. El problema se plantea, con mayor razón, a propósito de la escritura de Murasaki: el japonés de la época Heian, a causa del número relativamente exiguo de vocablos y de la costumbre de relegar al ámbito de lo alusivo los pensamientos más profundos y los sentimientos más sutiles, es casi un código cifrado, dentro del cual es extremadamente arduo penetrar. Cualquier traducción, cualquier lectura, sólo puede medirse con esta dificultad y con la necesidad de proceder por movimientos sucesivos, según una estrategia de aproximación y, al tiempo, de alejamiento. Es preciso retomar siempre y de nuevo las medidas para apreciar y comprender, evitando el riesgo de una doble ilusión: la de fundirse del todo con el texto, pretendiendo comprenderlo en todos sus matices y, en el extremo opuesto, la ilusión de no poderse siquiera acercar, tal es la distancia que nos separa del texto.
M. Ghilardi es colaborador de la Cátedra de Estética y Sinología en la Universidad de Padua
G. Pasqualotto es profesor de Estética en la Universidad de Padua