jueves, diciembre 01, 2005
Sergio Pitol: Un Perfil y Dos Entrevistas
A manera de expresión de plácemes por el Premio Cervantes que hoy obtuvo, el Rancho reproduce un perfil y dos entrevistas con el escritor mexicano Sergio Pitol. El perfil es del ensayista Julio Ortega y las entrevistas son del español Itzíar de Francisco y de la venezolana Milagros Socorro.
Pitol o la intimidad del cosmopolitismo
Julio Ortega / Ensayista
Sergio Pitol pertenece a una gran tradición mexicana: la de los artisn México más allá de sus fronteras. Desde Alfonso Reyes, ese cosmopolitismo mexicano, a diferencia de otros como el argentino, no ha sido solamente un apetito planetario sino una sed de retornos; esto es, una mirada que da la vuelta y se hace interior. Pitol le ha dado intimidad al cosmopolitismo.
Cuando lo conocí en Nueva York, a comienzos de los años 70, parecía un escritor de todas partes, animado por su pasión de mundo, favorecido por su dominio prodigioso de lenguas, y ya afincado en la literatura como su espacio connatural.
Veracruzano de origen italiano, traductor recóndito, Pitol se había marchado de México para no formar parte de un chisme literario. Se diría que ha convertido a Veracruz de vera cruz en vero cruce: de sabores y decires, de saberes y colores. Pocas veces he encontrado a un escritor mexicano tan independiente. Nunca formó parte de una "mafia", de un grupo de poder, ni siquiera de un grupo disidente. No es extraño que los escritores más jóvenes hayan encontrado en esa independencia impecable un ejemplo de su propia identidad. Formar parte de un grupo de poder es hoy un provincianismo arcaico. Me pareció entender que Pitol había abandonado el anecdotario de las exclusiones mutuas, y se abría camino en la escritura librado a sus propias fuerzas, de inspiración inclusiva.
Después lo he encontrado de vuelta en la Ciudad de México, aislado de la perpetua polémica literaria que agota a tirios y troyanos; pero también abrumado por la crudeza de una vida citadina que parecía ir perdiendo civilidad. Un cosmopolita al uso se hubiese marchado en otro trasatlántico. En cambio, Pitol volvió a su pueblo. Ese gesto demuestra que es un cosmopolita auténtico. Sólo a un europeo se le ocurre volver a vivir a su pueblo natal. Un escritor norteamericano, usualmente más provinciano, se hubiese marchado al sur de Francia.
También me he encontrado con él en Madrid y en Boston, en charlas y seminarios donde Pitol se ha despachado gozosamente sobre Shakespeare o Conrad, la novela o el exilio. Su aproximación a la literatura es la de un lector hecho a largas lecturas favoritas, que en la charla comparte con esa distancia de admiración irónica que se dedica a las obsesiones.
Ha hecho del placer de narrar no una complacencia del mercado sino una indagación, tan sensorial como analítica, vivencial pero también festiva, del milagro episódico y de la comedia fecunda de vivir. Es un escritor narrado por sus propios personajes, feliz de vivir plenamente entre ellos, entre las tapas de la novela que ellos demoran para él. Tapas destapadas por la libertad sin fondo de esa lectura siempre inclusiva.
Pitol parece creer en lectores capaces de sonreir. Hay pasión y desazón en sus primeras novelas, y sarcasmo y jocosidad en las últimas; pero hay también esa inteligencia mundana del escritor que conoce la capacidad infinita que tiene el hombre para complicarse la vida. Entre tramas de intriga prolija y estrategias laberínticas, de estratagemas mutuos, sus personajes viven dilemas postergados que el relato desenvuelve con vivacidad y simpatía. El mundo parece un enigma que se resuelve en una intriga.
El Premio Juan Rulfo de literatura creo que celebra en la obra de Pitol esa mutua libertad irónica.
Sergio Pitol: «Mis obras se alimentan con los ecos de la aventura y la excentricidad»
Itzíar DE FRANCISCO / EL CULTURAL (El Mundo/España)
S ergio Pitol (Veracruz, 1933) es un autor en fuga al que se puede encontrar en sus obras, en algún rincón praguense y en su refugio de Xalapa. Aunque no presume de ello su vida es un libro de aventuras en el que no faltan una infancia traumática, la salvación por la literatura y una trayectoria como consejero cultural y embajador que nunca le quitó tiempo para publicar. Al creador de El arte de la fuga y El viaje le dedica la Casa de América de Madrid la Semana de Autor, del 15 al 18 de noviembre.
La Casa de América reúne a grandes amigos suyos en torno a su vida y su obra. ¿Tiene la sensación de ser un autor cercado por la «amenaza» de la biografía?
A ese «cerco» desdichadamente he contribuido yo mismo. A los treinta y tres años escribí una autobiografía precoz; todo lo que he escrito está intensamente ligado con la vida.
«Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, las calles recorridas». ¿En qué libro y en qué ciudad le podríamos buscar?
En las páginas de Gógol y Chéjov, en los callejones más escondidos de Praga.
¿Y en qué obra suya se esconde?
Como Tolstoi estoy en muchos de mis protagonistas, a veces algunos lectores me detectan, y no me mortifica; lo que me aterra es que algunos amigos o familiares se sienten absurdamente retratados en algunos de mis personajes, los más siniestros y ridículos, y se convierten en enemigos acérrimos.
«Uno también es algunos amores y bastantes fastidios». ¿Existe fastidio mayor que contestar a preguntas de periodistas anónimos en la lejanía?
A estas alturas, en el umbral de la senectud, casi sordo, lento de mente, y difícil de palabra, estas entrevistas son las más confortables.
¿Su infancia traumática le condujo a la literatura?
A los cuatro años quedé huérfano, a los cinco contraje una malaria perniciosa, no tuve una escolaridad regular, vivía encerrado en un cuarto de donde pocas veces salía. Leía todo el tiempo. Cuando a los doce años me recuperé, sólo deseaba viajar.
¿Por eso no se resiste a desgranar su vida en sus libros?
Mi vida está plasmada en la escritura. Antes de ser diplomático hubo en Europa quince años de aventuras, de libertad, de anarquía, de excesos, de excentricidad. El eco de todas esas experiencias alimentan mis obras. Lo que da unidad a mi vida es la literatura.
Sostiene Tabucchi que a Pereira lo encontró de a poco, de entre sus memorias de encuentros. ¿Cómo da cuerpo usted a sus obras?
Desde hace cuarenta años escribo un diario. A veces leo unos pasajes de distintos años. De repente salta la serpiente y se pone en movimiento. Doy unidad a lo disperso, a lo antagónico y de pronto estoy ya en la novela.
Le gusta mezclar géneros. ¿La novela clásica se le queda pequeña?
Mis últimos libros surgen de mezclar los géneros, la crónica, la narración novelesca, la autobiografía. El arte de la fuga lo escribí después de una sesión de hipnosis.
Creo que una vez se sometió a una sesión realmente traumática...
La sesión de hipnosis fue atroz. Retrocedí hasta los cuatro años. Vi al cadáver de mi madre cuando la sacaron de un río. Mi hermano y yo estuvimos varios días en una casa desconocida, sólo con una sirvienta. Cuando salí de la hipnosis entendí muchas cosas.
Fue a Barcelona para unos días y se quedó tres años. ¿Qué rescataría de aquellos años?
Llegué en 1969, en la miseria, pero fue enriquecedor. Conocí a Jorge Herralde, mi editor y un amigo genial. A Terenci Moix lo conocí en casa de Pepe Donoso. Donde llegaba Terenci se creaba de inmediato un clima de alegría.
¿Cuáles son otras «obsesiones», aparte de los viajes y la amistad?
Estoy muy cerca del budismo. Mi conducta y mi temperamento coinciden con aquella moral; no he envidiado ni calumniado a nadie, vivo como un franciscano, pero en una casa y un jardín que cuesta un dineral para mantenerlos, no me aburro nunca, paso temporadas en soledad y cercano a la naturaleza. De lo único que no podría prescindir son los perros.
Sergio Pitol: Una cosa es redactar y otra, muy distinta, escribir
Milagros Socorro / msocorro@facilnet.com
Martes 15 de agosto de 2000. El escritor mexicano Sergio Pitol, nacido en Puebla en 1933, es la ilustración viva del concepto de caballero moderno. También es el vaciado más cabal del encanto, a un tiempo mundano y familiar, y de un humor tan fino que puede pasar desapercibido para quien no lo escucha atentamente. Ha publicado ocho volúmenes de relatos y cinco novelas que le han ganado prestigio universal. Diplomático de carrera con varias décadas al servicio de su país, ha traducido más de 50 libros del inglés, italiano y polaco.
Hace pocas semanas, Pitol estuvo en Caracas, invitado por la Fundación Atempo, para dictar un curso de escritura literaria y varias conferencias. En su disertación acerca del tema Libertad y Cultura, Pitol intentó condensar algunas de sus preocupaciones relacionadas con estos asuntos.
«En mi conferencia», dice, «cito una famosa carta de Chejov a su editor donde habla sobre la libertad. En esa carta, escrita a finales del siglo XIX en un país autárquico, donde hasta hacía poco los hombres se podían vender o jugar a los dados y donde todavía el atraso en las libertades humanas era atroz, Chejov señala que un escritor, un ser humano, tiene que ganarse su libertad y ser libre. Pensar como hombre libre».
Cree usted que hoy, en otras condiciones sociales y jurídicas, seguimos en la necesidad de plantearnos esa opción?
Necesitamos liberarnos de muchas cargas que nos hemos echado, de la concepción actual del dinero, de todo lo que nos impida encontrarnos a nosotros mismos, en libertad. Y a partir de eso, llego a la tolerancia. Para ser libre uno tiene que ser tolerante, respetar a los demás y aceptarlos como son, vengan de donde vengan, como contraparte al respeto que uno exige para sí mismo. En mi conferencia reúno citas de varios escritores acerca de la tolerancia, incluyendo una, magnífica, de Octavio Paz sobre nuestro ser mexicano, que dice: «España y México tienen pasados distintos pero en nuestra historia aparece un elemento desconocido en España: el mundo indio. Es la dimensión a un tiempo íntima e insondable, familiar e incógnita de mi país. Sin ella no seríamos lo que somos. La presencia del Islam y del judaísmo en la España medieval podría dar una idea de lo que significa el interlocutor indio en la consciencia de los mexicanos, un interlocutor que no está frente a nosotros sino adentro. La civilización mesoamericana nació y creció aislada, sin relación con el Viejo Mundo. El mundo indio fue, desde el principio, el mundo otro en la acepción más fuerte del término otredad, que para nosotros los mexicanos se resuelve en identidad y lejanía, que es proximidad».
Los restos de la Gran Tenochtitlán
«Cuando Cristóbal Colón llegó a las Antillas se quedó maravillado con una humanidad jamás vista, que comparó con los primeros pobladores del mundo. Eran hombres y mujeres que andaban sin ropa, que comían los frutos que la naturaleza les proporcionaban. Eran tranquilos, ‘no belicosos’, apunta muchas veces y les atribuye todas las virtudes. Pero su tripulación, los españoles, con las cruces en la mano, los miraban aterrados porque no podían tolerar la visión de sus cuerpos desnudos. Nada más bajar de los barcos los obligaron a vestir la ropa de desecho que traían en las naves y ejecutaban a los que se negaban a cubrirse. Ese fue el primer tropiezo terrible de una cultura que no aceptaba a la otra, que estaba encontrando en ese momento».
»Nada ilustra esto mejor que el relato de la llegada de Cortés a la Gran Tenochtitlán y todo lo que entonces ocurrió, según lo relata el maravilloso libro de Bernal Díaz del Castillo en La historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Cuenta Bernal Díaz del Castillo, sesenta años después de los acontecimientos, que él, como muchos otros soldados de Cortés, habían estado en las legiones españolas en Turquía, en Italia, en Amberes... y nunca habían visto nada tan extraordinario, tan armonioso ‘ante los ojos del hombre y de Dios’ como la Gran Tenochtitlán y habla de las bibliotecas, del zoológico, de los medios de transporte, del vestuario, de las maneras de los habitantes, y del horror que su refinamiento les producía a otros españoles, entre ellos a Cortés, porque no veían en esto sino señales afeminamiento, sodomía y diabolismo. Para ellos, aquellos hombres ataviados con aquellos trajes, modelas y plumajes no podían sino ser hijos del infierno. Bernal Díaz del Castillo escribe que era tan fabulosa aquella ciudad que ellos al verla no sabían si es que habían llegado al reino de Merlín o si estaban entre sueños. Veinticinco años después, cuando volvió a verla, y ya no quedaba nada. Todo lo que habían admirado, los canales, los puentes, las fortalezas, las azoteas floridas, había sido destruido y en su lugar, en el centro de aquella gran ciudad ya arrasada, se encontraba un poblado de estilo español. Esta desdichada historia es producto de la intolerancia, contra la cual hemos estado luchando en los cuatro siglos siguientes».
»Alfonso Reyes escribió, hacia los años 30, que ‘en tanto que el europeo no ha necesitado asomarse a América para construir su sistema del mundo, el americano estudia, conoce y practica a Europa desde la escuela primaria. La experiencia de estudiar todo el pasado de la cultura humana como cosa propia es la compensación que se nos ofrece a cambio de haber llegado tarde a la llamada civilización occidental. Estamos en postura de hacer síntesis y de sacar saldos sin sentirnos limitados por estrechos orbes culturales, como otros pueblos de mayor abolengo. Para llegar a su consciencia del mundo, el hijo de un gran país europeo no necesita casi salir de sus fronteras. Para llegar a Roma, nosotros tuvimos que ir por muchos caminos, no así el que vive en Roma. Y luego, hemos tenido que buscar la figura del universo contando especies dispersas en todas las lenguas y todos los países. Somos una raza de síntesis humana, somos el verdadero saldo histórico, todo lo que el mundo haga mañana tendrá que contar con nuestro saldo’. Mi conclusión es que nos hemos puesto en movimiento, como preveía Reyes. Y eso lo debemos a un tenaz anhelo de libertad y a una permanente concepción de cultura como única, última, Tule o tierra posiblemente firme».
En el curso que usted dictó en Caracas se refirió en varias oportunidades a la literatura light . ¿A qué se refiere con este término?
La literatura light ha existido siempre. Al lado de Dickens, Balzac o Flaubert hubo otros escritores que hacían novelas dulzonas e irreales. Cada generación ha producido estos escritores, cuando yo era joven estaban A. J. Cronin, Vicky Baum y Lin Yu Tang, por ejemplo, quienes se dedicaban a lo suyo con una profesionalidad notable y no sentían competencia de Thomas Mann, de Virginia Wolf o de William Faulkner. Ni se molestaban porque no se hicieran tesis sobre ellos, ni por quedar fuera de las historias de la literatura. Tenían su público (ése que ahora ve telenovelas o lee la actual literatura light) ganaban mucho dinero y no creaban ningún conflicto en el mundo literario, los límites estaban muy claramente definidos y ningún escritor verdadero los hubiera insultado porque hubiera sido una villanía. Cada quien estaba en su feudo. Pero ahora las editoriales han hecho una combinación macabra: convertir a escritores que podrían ser serios, escritores de verdad, en escritores light. Y, en el camino contrario, algunos escritores —y escritoras- que nunca hubieran tenido ningún prestigio porque son muy malos y sólo se manejan en los límites de lo light, son impuestos como si fueran Lampedusa o Stendhal y hablan de James Joyce como de un consanguíneo. No mencionaré a ninguno por no incurrir en villanía con esas pobres almas enfermas de vanidad.
¿En qué consiste la diferencia que usted percibe entre escritura y redacción?
La redacción tiende a la claridad, está sujeta a reglas fijas y se utiliza para describir un asunto. Un tratado o un manual tienen que estar bien redactados porque se necesita que todo se entienda claramente. La escritura, en cambio, no está sujeta a ninguna regla (excepto las de ortografía) y se alimenta de la parte irracional del individuo. El periodismo debe estar bien redactado; un texto literario no puede no estar bien redactado, pero además debe tener una gran pasión interna. La redacción es siempre visible, la escritura tiene varias capas, tiene un subsuelo y mientras vas leyendo el lenguaje te va sugiriendo otras lecturas. La redacción apunta al orden y la escritura a la locura.
¿Qué hace usted cuando detecta que se ha deslizado hacia la mera redacción?
Me deprimo muchisísisisisimo. Y no continúo con eso. Una de las cosas que no hace un escritor light es tirar las páginas al basurero. Y una de las cosas obligadas para un escritor de verdad es desechar lo insuficiente.
¿Cuántos escritores ha sido?
Tres. Comencé a escribir, bajo la sombra de Faulkner, a los 23 años. Eran cuentos que tenía que sacarme de adentro, acerca de mi niñez y mi familia. Éramos una familia italiana, arruinada, golpeada fuertemente por la Revolución. Yo tenía una salud fatal, estaba siempre enfermo y por eso no podía asistir a la escuela. Aprendí a leer muy precozmente y fui un lector de tiempo completo. A los doce años leí La guerra y la paz y me cambió la vida. Mi hermano y yo éramos huérfanos (mi padre había muerto de una enfermedad en la columna; dos años después, cuando yo tenía siete, mi madre murió ahogada en un río y a los pocos días mi hermanita pequeña falleció también) así que vivíamos con mi abuela y estábamos casi siempre presentes cuando ella recibía a sus amistades. En estas charlas sólo se hablaba del pasado. Mi infancia estuvo marcada por esta permanente evocación y a través de la literatura me zafé de este mundo que ya me resultaba opresivo.
El segundo escritor retoma al joven sano, porque el milagro se hizo y ya a los 16 años yo estaba perfectamente bien. Entonces me entregué a los viajes por todo el mundo. Mi segunda etapa literaria, surgida de esta experiencia, se volvió mucho más dinámica y ágil; a ella pertenecen mis libros de cuentos y mi primera novela. Y el tercer escritor, de 50 años, abandona las historia de mexicanos en el extranjero que entretuvieron al segundo y entonces vienen las novelas de mi etapa de madurez que integran el Tríptico de Carnaval. Entonces me tomé libertades que antes no me había atrevido a soñar. La estructura de las tramas se hizo más compleja pero el acto de escribir se me convirtió en un placer más intenso y sencillo.