miércoles, diciembre 14, 2005
Consideraciones antes de regalar un libro
ERNESTO HERNÁNDEZ BUSTO
B arcelona, España. 14/12/2005. (LA VANGUARDIA). Antes de regalar un libro siempre dudo. Doy vueltas, hojeo demasiadas páginas, me retraigo para evitar el fastidio que termina por causarme cualquier elección. Redoblo ese desgano mientras observo unos estancos donde se anuncian demasiadas obras maestras para ser tomadas en serio. Buscar un libro para regalo no se reduce a la elección de un título o de un autor, gestos que cualquier lector serio limita a una veintena de nombres previamente sopesados. Se trata de algo más complejo, que tiene que ver - intuyo- con un frágil equilibrio a la hora de superponer ideas imprecisas, como un calco amenazado por el escaso contraste del original.
En primer lugar, la noción que tenemos del destinatario del regalo, una idea que nos conduce por necesidad a su reverso: la que ese destinatario se hace de nosotros mismos. Como si al regalar un libro entregásemos también alguna imagen nuestra, una contraseña definitiva, el trazo de un carácter que se convierte en dádiva. Influye, por supuesto, nuestra idea de la literatura. Pero no de manera decisiva: ¿quién no ha regalado, por ejemplo, un libro que no había leído, o del que tenía una idea más bien vaga? De alguna manera, ese regalo nos colocaba en el lugar de otra persona, nos dejaba vivir una vida prestada. Regalamos, también, para ser otros.
Un observador imparcial podría considerar estas suplantaciones como un simple devaneo narcisista. Pero regalar un libro es sobre todo un antiguo ejercicio sentimental, un rito que debemos preservar de cualquier tentación reduccionista.
El libro ideal para regalar es el que nos gustaría haber escrito. No quiere decir que sólo regalemos libros escritos por nosotros mismos, aunque esto es más bien el resultado de algunas limitaciones objetivas y no de la modestia: hay libros que nos gustaría regalar pero no están escritos, y hay otros que no se escribirán ni siquiera con una lista de hipotéticos suscriptores. Desde este punto de vista, regalar un libro significa sustituir la perspectiva de quien escribe por la curiosidad y el placer de alguien que lee, un intercambio de ´fides´. Es un asunto tan importante que hay que limitarse a no profundizar en él. O a mezclar demasiadas cosas, temas para los que haría falta inventar un escritor que sólo puede leer o un lector que sólo puede escribir, o pensar y entender como si escribiera... en ese punto en el que, paradójicamente, bien pudiera también no hacerlo. Por culpa de todas esas ambigüedades deambulamos en la librería, demasiado ocupados en ensayar el gesto que cortará nuestro monólogo indeciso.
Regalar un libro es también un acto de serena violencia pues aúna el imperativo con la dádiva: un admonitorio "aún no lo has leído" con su reverso amable: "disfrútalo", "te hará feliz". Y hay en todo esto algo de erótica adolescente, de androginia sentimental, de fuerzas que pugnan por salir de la indefinición. El adolescente utiliza los libros para salvarse del exceso de fantasía que amenaza su naturaleza, estancada en un estado tan puro como informe. Podrá dedicar su vida a fantasear o conseguir con el tiempo una especie de desasosiego, el clima de una búsqueda en la que él mismo se metamorfosea. Porque regalar un libro es conceder algo esencial a un tercero que en realidad no requiere de nosotros para expresarse.
Pocas veces sacamos partido de esa ventriloquia y casi siempre el regalo acaba malinterpretándose. A menudo quien regala se considera el médium privilegiado de un escritor por quien profesa un culto semejante a la envidia; la literatura se vuelve entonces una sesión de espiritismo y cada frase es una invitación para tomar el té en una mesita de tres patas. Pero otras veces, sin explicación aparente, logramos desprendernos de esa carga de sobrentendidos con un mínimo esfuerzo: son esos regalos que entran mansamente en el redil de lo propicio, como una mano acariciada por la forma del guante