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El escritor yugoslavo. (Foto: plotznik.wordpress.com )
E l 15 de octubre de 1989 moría en París, en medio de una indiferencia casi generalizada, uno de los novelistas más singulares de la segunda mitad del siglo XX. ¿Su nombre? Danilo Kis. Era yugoslavo; numerosos escritores de distintas partes del mundo, de Susan Sontag a Juan Goytisolo, de Joseph Brodsky a Milan Kundera, lo tenían en la mejor de las estimas; incluso el mismo escritor llegó a estar, a veces muy cerca, de obtener el Premio Nobel de Literatura. Sin embargo, su público en Francia, su país de residencia, era limitado, casi confidencial. En el caso de Kis podía esperarse todo: un reconocimiento póstumo, una reevaluación verdadera de su obra. Sin embargo, hay que reconocer que esto no ha llegado todavía, que a pesar de algún suplemento literario póstumo, de publicaciones y traducciones (en España recientemente se han comenzado a editar su obras completas), su importancia, al igual que su país de origen –ahora desmantelado–, permanece ampliamente desconocida por un gran número de personas. Ya es tiempo de enmendar esta injusticia.
Kis nació en 1935, en Subotica (pronunciados, respectivamente, Kish y Subotitsa en castellano), en la frontera húngaro-yugoslava, de padre judío húngaro y de una madre originaria de Montenegro. En 1939, a la edad de cuatro años, fue bautizado dentro de la Iglesia Ortodoxa en la ciudad de Novi Sad, en la región de la Voivodina (provincia del norte de Serbia) –un bautizo ante todo destinado a protegerlo de las persecuciones antisemitas anunciadas entonces. Después de las trágicas Jornadas Frías de Novi Sad, ocurridas en enero de 1942 (la masacre de judíos y serbios de aquella región por parte de fascistas húngaros), Kis vivirá hasta la edad de trece años en el pueblo natal de su padre (figura central en tres de sus novelas), enviado al campo de concentración de Auschwitz de donde jamás regresó.
En 1947, Kis es repatriado junto con su madre a Montenegro donde cursará sus años del liceo; posteriormente asistirá a la Universidad de Belgrado donde se inscribe en el departamento –recientemente creado– de literatura comparada. Es en Belgrado donde comienza una carrera literaria completamente ajena a los dogmas culturales dominantes en la Yugoslavia de Tito, carrera que ocasionalmente estará marcada por algunas polémicas escandalosas. Posteriormente, Kis se convierte en lector del serbo-croata en distintas universidades francesas (Estrasburgo, Burdeos, Lille), sin perder nunca el contacto con su país, en el cual sus libros son publicados y donde, paralelamente, se encarga de dar a conocer, con sus traducciones, a autores como los rusos Ossip Emilievitch Mandelstam, Sergei Aleksandrovich Essenine, Marina Ivanovna Tsvetaeva; los húngaros Sándor Petöfi , Endre Ady, y a franceses que iban de Lautréamont a Raymond Queneau. Permanecería en París hasta sus últimos años de vida, viajando con frecuencia a Yugoslavia.
Un destino tal, típicamente centroeuropeo, marcaría toda su obra; una experiencia histórica a la cual vuelve con frecuencia en su obra: la fragilidad de las pequeñas naciones que padecen la historia, el embarullamiento de las diversas comunidades que las componen, la tergiversación de sus fronteras, el cosmopolitismo casi espontáneo, la experiencia concreta y trágica del estalinismo y el fascismo, pero también el imaginario específico que puede surgir en tal contexto. « He heredado de mi madre –decía Kis– esta tendencia a combinar hechos y leyendas, y de mi padre el patetismo y la ironía». El patetismo con la ironía no pueden ser el uno sin la otra.
Más allá de su obra de juventud La Mansarda, la cual evoca la bohemia de sus años de formación con una alianza sorprendente de lirismo y de distancia irónica, su obra literaria se reparte en dos grandes categorías:
1. Una sección de inspiración autobiográfica basada en la infancia vivida en Europa Central durante los años de guerra: Penas precoces (Editorial El Acantilado, Barcelona), es un arreglo de viñetas en las cuales se mezcla el velo de la sensualidad, las sensaciones de la piel, los sueños, la violencia de la historia, las andanzas y divagaciones de una figura paterna un tanto deschavetada, todo visto desde el punto de vista del niño; Jardín, cenizas (El Acantilado), novela que retoma y amplifica la misma temática, pero que también superpone la mirada del niño con el punto de vista del narrador convertido en un hombre adulto (una integración notable, aquí, de poesía dentro del arte de la novela, especialmente por la densidad del tejido metafórico utilizado por el escritor); finalmente El reloj de arena (El Acantilado), una grandiosa novela polifónica en la cual todo aquello que ha sido ocultado en los anteriores trabajos, es reconstruido a través de una deslumbrante variación de miradas y de estilos narrativos, desde lo más subjetivo a lo más concreto.
2. Una serie en apariencia más documental y menos ligada a la experiencia personal: Una tumba para Boris Davidovich (El Acantilado), una serie de relatos que describen el destino trágico de numerosas víctimas del terror estalinista,* particularmente de los militantes revolucionarios de origen judío de distintas nacionalidades machacados por el sistema que ellos mismos contribuyeron a instalar, ello puesto en contraposición con la relación de un caso de persecución antisemita en la Francia medieval. La enciclopedia de los muertos (El Acantilado), libro compuesto por nueve cuentos que convergen en temática y que confrontan los registros más diversos: de lo fantástico a la búsqueda erudita, del documento histórico a la parábola casi metafísica.
Numerosos otros libros fueron publicados en Francia después de la muerte del escritor: un ensayo de tono panfletario, Lección de anatomía, en el cual Kis replica con elocuencia a una campaña puesta en contra suya en Yugoslavia, texto que, para beneficio del lector, suministra de manera magistral los puntos esenciales de su arte novelesco; la estupenda recopilación de sus ensayos críticos Homo poeticus, textos de dramaturgia (Los leones mecánicos y otras piezas), relatos dispersos (Laúd y las cicatrices, Metáfora ediciones), confirman la agudeza de su pensamiento y la asombrosa multiplicidad de su talento a la vez sutil e insolente.
A nadie mejor que a Kis, sin lugar a dudas, se le puede aplicar la gran idea de Milan Kundera, según la cual, para evaluar a un creador es necesario saber desprenderlo de su pequeño contexto local y confrontarlo con el gran contexto mundial de su arte. Uno corre el riesgo de subestimar el verdadero calibre del Kis si únicamente se le mira como un escritor yugoslavo. Si bien Kundera se refería de buena manera a los compatriotas de Danilo Kis (Ivo Andric –premio Nobel en 1961– y el croata Miroslav Krleza), éstos no son sino parte de la constelación de autores que nos lleva a apreciar su obra en todo su relieve y alcance, una constelación que convocaría también a Rabelais, Laurence Sterne, Hermann Broch, Bruno Schulz, Isaac Babel, Boris Pilniak, James Joyce, Jorge Luis Borges (fundamental) e incluso al Noveau roman. Una familia por elección que ningún autor como Kis ha logrado reunir con anterioridad.
Algunos puntos importantes de su arte novelesco son:
1. La paradoja que consiste en haber sabido conjugar, en sus relatos, el tratamiento de los grandes temas históricos con los más traumáticos (la devastación del nazismo y el estalinismo) y un rechazo general al énfasis estereotipado. Haber sabido abordar las tragedias del siglo xx sin que el humor y la ironía perdieran sus derechos propios; un arte en el que la historia es sometida a una visión oblicua, un arte en el que esta visión no se encuentra para generar una tesis, un juicio o relatos edificantes, sino para esclarecer dentro de la experiencia humana zonas de incertidumbre, misterio y vértigo.
2. La tensión sensible entre la utopía de querer relatar todo, especialmente en los relatos reconstructivos, y la fuga de lo real, la evanescencia de la verdad. De ahí, por ejemplo, la importancia de las secuencias enumerativas en sus relatos y novelas (algo digno de Rabelais): un verdadero lujo (o un gasto improductivo) de la narración, en la cual la realidad nos elude, no por defecto sino por exceso, como si la literatura estuviese consagrada a divisar el horizonte del saber absoluto y a producir, en un solo movimiento, la desviación, la burla o la caricatura.
3. La fascinación por las manipulaciones, los estratagemas, las colocación de entrampados (por ejemplo, en el relato «El libro de los reyes y de los tontos», contenido en La enciclopedia de los muertos, se cita un libro –falso– consagrado a la elaboración de un destino histórico para el texto Los protocolos de los sabios de Sión, o el relato «Los leones mecánicos» de Una tumba para Boris Davidovich en el que el político francés Edouard Herriot es víctima, en plena época de las purgas estalinistas, de un engaño de las autoridades soviéticas para atemperar su pretensión de lograr una libertad de cultos en la URSS). De ahí que se tenga la impresión de penetrar en el reverso de un decorado literario, de conocer los secretos o las facetas ocultas de la historia, sus trampas. Sin embargo, para Kis no se trata tanto de oponer la verdad a las mentiras oficiales como de penetrar el corazón de los mecanismos de la falsificación y de devolverles su forma en lugar de solamente su función.
4. La predilección de revolver el límite entre la ficción y la realidad; de otorgarles a sus invenciones o a sus reconstrucciones imaginarias toda clase de cuidados con miras a hacerlos pasar por documentos auténticos y, a la vez, de apoyarse en hechos reales lo suficientemente incongruentes o extravagantes como para que sean tomados por imaginarios. Este modo de sembrar la duda en lo que por lo general consideramos verdades contundente, sólidas, estables, y de sugerir que todo texto que pretenda detentar o profesar la verdad reposa sobre todo un entramado de artificios y engaños.
Habría una multitud de cosas a señalar respecto a esta forma de narrar, este arte novelesco. El juego tan sutil en los relatos de Kis, de ecos a la distancia, de coincidencias, de resurgimientos, las numerosas secuencias de los entramados, en los cuales la escritura habla de un modo metafórico sobre ella misma (especialmente en la evocación de libros imaginarios, utópicos o enciclopédicos), los numerosos engaños cebados al lector por el autor mismo (uno piensa que se entra al reverso de un decorado literario, algo que no puede ser otra cosa que otro decorado igualmente), lo que es una desestabilización propiamente barroca. De ahí que la última paradoja de Kis, la cual indica el carácter excepcional de su obra: haber sabido conciliar un arte tan elaborado, con equívocos, con ambigüedades, dentro un anti-ilusionismo explícito y junto con esta función del conocimiento a la cual Broch acreditaba como responsable de las novelas más extraordinarias. Los juegos y los artificios, lejos de alejarnos del mundo, nos permiten acceder a aquello que las representaciones convencionales tienen por objetivo ocultar.
*Una parte de esta novela proviene del testimonio de Karlo Stajner, Siete mil días en Siberia, publicado en 1972 en Belgrado. Stajner era un militante comunista yugoslavo destacado en Moscú durante los años treinta para colaborar en el Konmitern. Víctima de las grandes purgas estalinistas de 1936, pasa veinte años de su vida en prisión y en los gulags, antes de ser relegado en Siberia. Únicamente la reconciliación entre Nikita Khrouchtchev y Tito, en 1956, le permitirá regresar a su país, donde publicará este testimonio, no sin encontrar numerosas reticencias de ciertos sectores del poder en turno.
Tomado de Le Monde Diplomatique, junio 2007,
Traducción de Francisco H. Talledos.
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