Dolores Castro, 28 de octubre 2015 Ciudad Juárez. (Foto: Jaime Moreno Valenzuela)
C iudad Juárez, Chihuahua. 11 de noviembre de 2017. (RanchoNEWS).- Siempre! publica el siguiente texto de Oscar Wong donde repasa el lirismo de la maestra Castro y subraya la voracidad perenne del instante de la voz de la poeta.
Muchas veces la sabiduría es intuitiva, sobre todo si creemos en la historia celta de Gwion, el Niño Divino, quien al quemarse el dedo consigue saber de buena tinta el presente, el pretérito y el futuro de las cosas, su esencia misma. Tal la mágica premisa del poeta: vaticinar, visualizar o presentir lo que acontece, porque además la poesía habla a la imaginación y la palabra se impone en todo su espesor, prevalece con todas sus asociaciones y despoja a las cosas, al mundo, de su silencio. La palabra también es mutismo, soledad sonora, como diría el santo poeta. Por eso se invoca al universo a través de esta función resonante, significativa.
Dolores Castro (Aguascalientes, Aguascalientes, 12 de abril de 1923) es de este linaje y su voz busca completar el espacio, llenando vacíos reveladores, profundos. Así, su obra poética asume la condición de espacio privilegiado, porque finalmente este acto prevalece. La sencillez con que va enhebrando sus palabras permite vislumbrar el asombro que emerge en cada línea escrita. Sus recursos estilísticos son precisos, adecuados. Ninguna línea está de más. Lo cotidiano, la proximidad del habla se presenta de manera fresca, distante de los elementos retóricos. Hay una predisposición por la naturalidad del canto: la sobriedad de su expresión. Y eso vuelve más intensa su propuesta estética.
Persiste un estremecimiento deslizándose subrepticiamente en la cadena lingüística que enarbola la maestra Castro. El silencio, por otra parte, expresa más que la misma palabra, constituye un valor sonoro; determina el horizonte semántico, lo amplifica. El silencio provoca una imagen armónica, con un valor de sentido y, por lo mismo, de significado. Rigor y contención, mesura y equilibrio podrían ser los términos que permiten un primer acercamiento a esta obra lírica. Y su expresión sencilla, pese a que la belleza del texto descansa en la forma. Instaurar la verdad, desde tiempos de Heidegger, determina diversas formas de observar, pero una contemplación que toca la ofrenda, la fundación y el comienzo. Es decir, niveles de intuición y de sabiduría que van más allá de la aplicación de la técnica.
Desde El corazón transfigurado (1949) hasta Oleajes (2003) hay 56 años de trabajo sostenido y 94 de existencia. En ¿Qué es lo vivido? (Toluca, Edomex., 1989), libro que recoge gran parte de su obra, por ejemplo, hay evocación, ocres fulgores, la mirada suave posándose en el crepitar del cosmos. Todo parte de la vivencia, de esa fuente decisiva que debe normar la creación artística. La vida, la experiencia sensible se impone, por eso la autora sabe lo que dura la infancia, de ahí su expresión decisiva: un sacudir de gotas irisadas/ entre las pardas plumas (p. 31). En otro poemario rescatado, La tierra está sonando (1959), hay tranquilidad, armonía, amor a la vida: «En espera, tendida como yerba/ que apresura su flor en la sequía,/ oigo el viento quebrado,/el espiral, la seña». (p. 35).
Soles (1977) es una profunda observación de la realidad circundante, conciliando las manifestaciones sensibles que descubren el orden del cosmos; mesura, sapiencia, equilibrio entre el pensamiento y el sentimiento prevalecen en sus versos; por eso la autora asegura: «…el guijarro que tira la muerte/ se vuelve fondo». (p. 68). En el tomo que le da título a esta primera recopilación lírica de la maestra Castro, la forma gris de la ceniza asume su condición y convicción; los fantasmas tosen con suavidad para no desvanecerse (p. 93) y la poesía se sumergen en un orden simultáneo, en una densidad casi onírica.
En otra recopilación de su obra —No es el amor el vuelo (México, 1992, con prólogo y selección de Manuel Andrade)— Dolores Castro ofrece las diversas vertientes que la realidad ofrece a la visión del poeta; la sobriedad y el rigor para adecuar su verso como una instancia rítmica prevalecen como una constante estilística; así el mundo existe por su sonido, representación y significación que le confiere la tarea de la poeta. El orden, la armonía misma del verso se acercan al habla cotidiana. En el estudio introductorio, Manuel Andrade precisa que el primer reto que se impuso la autora «fue certificar, a través del verso, la intensidad de aquellos momentos en que el contacto con cosas mínimas despierta el asombro, y dar fe de ello, pero con la conciencia plena de que tales emociones no se transmiten a través del lenguaje, sino a pesar de él» (Cf. No es el amor el vuelo: 14). Pero la expresión lírica alude también a la relación entre sonido y palabra, la cualidad de la resonancia y la pertenencia de éstos a los elementos objetivos o formales de la expresión, como si la poeta luchara contra la variedad o monotonía acústica o articulativa.
No es el amor el vuelo recupera la obra de Dolores Castro hasta ese momento publicada. El silencio, la acentuación silábica, la aparente naturalidad del discurso pretende ocultar la multiplicidad de planos significativos, pese a sus ritmos sencillos, como si fuese un enunciado. La evolución expresiva en Dolores Castro se advierte a plenitud en Oleajes (Toluca, Edomex., 2003). Su voz es más concisa, pero su visión es más profunda; su ritmo continúa en los límites de la parquedad, pero su intención y su significación cobran relieve. Sabiduría, percepción sensible, que la lleva a exclamar: «Cuando la luz besa mis párpados/ y abro los ojos,/ siento que toda dicha en su caudal me inunda/ mientras la luz/ y dicha/ enlazadas, permanecen palpitantes/ sobre mi cama» (p. 15).
En seis instancias, el libro Oleajes, abre la puerta a la palabra para que de esta forma el mundo cobre sentido y significado. Como su nombre lo indica, es un vaivén serenado de vida, de experiencia. En la primera parte, el ojo atento, sensible de la autora, se detiene a observar el transcurrir del mundo, la voracidad perenne del instante, la intensa fugacidad de la vida. En la segunda instancia, denominada «Puertas», se canta el paso hacia el umbral de la existencia, un abrirse hacia otros territorios, hacia otras dimensiones. Las puertas de Jano, en la antigüedad, servían como bisagras, como un eje doble, tal vez por eso la autora siente un resquemor, pulsa las sombras antes de abrir la luz, con un dejo de neoplatonismo. Ahí, tal vez, «los secretos/ reverberan» (p. 42).
En «Guardianes», la figura de Caín determina estos poemas. Pero también es un pretexto para reflexionar sobre la rabia y la cordura, esos vaivenes de la existencia que han puesto en conflicto a la humanidad. La evocación de la hermana mayor es precisa y aún brilla en el alba. «Tornasol» es la dinámica instantánea, el vuelo del colibrí, la eternidad del instante, lo fugaz de lo perpetuo asumiendo su condición tornasolada. «Horizontes» no es más que un poema sobre las raíces históricas de México desde la conquista a la decena trágica y de ahí a nuestros días. Concluye el poemario con «Raíces en estampa», una visión decantada del mundo —¿o acaso desencantada?—, las circunstancias cambiantes, la cerradura que no acepta la llave porque no es la misma puerta; en este orden de ideas, puedo asegurar que Oleajes es una obra madura, donde la percepción del universo se advierte más depurada, serena, y resalta el aspecto sensorial de las cosas en virtud de que el poeta puede ser considerado un conjurador de historias, no un simple emisor de sublimes notas líricas donde se concilian todas las voces de la Humanidad.
Aquí, más que desesperanza, hay una visión serena del espacio circundante. La inteligencia también es amor, y el amor se fija en esta poesía de la existencia. No hay, tampoco, el afán de simplificar o reducir a su mínima expresión el lenguaje. El modo de poetizar de Dolores Castro es preciso, consistente, reposado. Esta es su cosmovisión: sonoramente reflexiva, intencionalmente cálida, madura, sin la estridencia del cañonazo verbal o lingüístico. Y esto el lector se lo agradece.
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