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La escritora argentina, (Foto: Bernardino Avila)
A rgentina, 25 de noviembre, 2007. (Silvina Friera/ Página/12).- «Demasiado y demasiado poco»: así juzga Cordelia Edvarson una novela basada en sus propias notas sobre las privaciones que sufrió en un campo de concentración. Así comienza Lo largo y lo corto del verso Holocausto (Alción), un ensayo de Susan Gubar que tradujo la poeta Ana Arzoumanian. Tres escenas de la infancia de la poeta y traductora podrían ajustarse a ese principio que refleja la ambivalencia entre exceso y carencia; son como fragmentos de un rompecabezas donde las piezas nunca terminan de acomodarse. En la primera, ella ve a su abuelo, que llegó a la Argentina escapando del genocidio armenio (se calcula que murieron más de un millón de personas entre 1915 y 1917), sacando fotos en plazas de Buenos Aires «porque era un trabajo en el que no necesitaba hablar». En la segunda, recuerda que durante los actos en el colegio armenio le mostraban fotos donde aparecían cabezas cortadas. «Era atroz, algo que no se terminaba de completar con palabras, pero nos alimentaba», señala Arzoumanian, con esos ojazos que parecen agrandarse más, como si volvieran a revivir el terror de esa seguidilla de rostros amputados. Y en la tercera de las escenas, en una casa idílica y familiar, en un lugar tranquilo y soñado del sur del GBA, su abuela le decía que aunque las cabezas estuvieran cortadas, aún podían hablar. «Yo era una niña de nueve años y no entendía cómo una cabeza podía hablar si no tenía el cuerpo», cuenta la poeta, que participó esta semana del Segundo Encuentro Internacional Análisis de las prácticas genocidas, organizado por la Universidad Nacional de Tres de Febrero, y que fue becada por el Museo del Holocausto de Jerusalén para realizar en enero de 2008 el seminario Yad Vashem.
Las tres escenas «ilustran» aspectos de la vida de Arzoumanian que se filtraron y se filtran en su poesía. Son hilachas o grietas que trazan un camino que empezó con Labios (su primer libro de poesía, de 1993), continuó con Debajo de la piedra (1998), El ahogadero (2002), Mía (2004) y Juana I (2006), sobre Juana La Loca, poema cuya voz recorre el interior de un habla que se violenta contra el imperio y que inspiró la obra La que necesita una boca, dirigida por Román Caracciolo. «La fragmentación de mi poesía quizá tenga que ver con esas cabezas cortadas», sugiere la poeta. A pesar de la fragmentación, sus poemas se aproximan al ritmo y respiración de la narrativa, en un intento de narrar sobre los escombros del relato. «Sentí que el verso no me alcanzaba, que había un cúmulo de cosas que no podía decir a través del poema. Había algo del orden del goce, o del deseo, que me hacía querer seguir con la narración, y me sentí más cómoda con otra música, y si se quiere, con una cuestión más verborrágica».
¿Qué le pasaba cuando se daba cuenta de que entre sus padres se hablaba del genocidio armenio, pero en la sociedad se lo negaba?
Yo vivía en la calle Armenia, en un barrio en el que vivían armenios, iba a un colegio que era armenio; en mi casa, de niña, me hablaban en armenio, recién aprendí el castellano en la escuela. Todo era «como si», todo el tiempo contrastaba la identidad armenia. Al entrar a la facultad sentí que ingresaba a un mundo argentino. Muchas veces me sentía una marciana que se preguntaba cómo miran los que vienen del planeta Tierra, cómo son (risas). Asumirme como argentina era preguntarme cómo eran, cómo son... Pero ésa es la condición del poeta, que no es alguien que esté centrado en un «yo», sino que siempre sale de sí, y ese salirse de sí se dio de una manera natural en mí. No estaba centrada porque no había lugar.
En Mía precisamente se plasma esta imposibilidad de estar centrada en uno de los monólogos de la madre. ¿Cómo se relaciona esta cuestión con el conjunto de su obra?
Al estar recortado el espacio, está recortada la historia. Mi poesía es narrativa, pero aparentemente no hay una historia, son voces que hablan solas o se dirigen a otros dentro del texto, es decir, fallan a la hora de contar una historia. Y eso que es una falla, el intento de contar y no poder hacerlo, es mi marca. En lo que se llama «literatura del holocausto» aparece esta cuestión de la fragmentación, la elipsis, el no poder contar una historia por el horror de «matar al otro».
¿La cuestión sigue siendo cómo conjugar la belleza con el horror?
Uno quiere escribir algo bello, pero eso no quiere decir que tenga que ser lindo. ¿Cómo se le da forma al horror? Creo que es una cuestión ética: si no lo hacemos, estamos en el silencio. Hay un compromiso de atravesar ese silencio y de decir, pero cómo se dice eso, qué forma le doy. Y no es voluntario, es una forma que se impone; cada voz, cada situación, impone su forma. Roland Barthes dice que el verbo escribir debería ser conjugado como el verbo nacer en francés: je suis né, «yo soy nacido». En castellano digo nací, pero nací y fui nacida, uno nace a partir de otro. En la escritura sucede algo similar: uno escribe pero no es el «yo» el que está escribiendo, es otro en uno el que escribe también. Uno escucha ese otro en uno, le hace caso y se compromete. Pero cuando se pone más el yo, los resultados son ejercicios literarios o textos políticamente correctos a los que le falta algo, y es esa extranjería que a mí me conmueve tanto.
Se refiere a la extranjería respecto de la lengua?
Sí. En mi caso, haber aprendido el castellano en el colegio hace que tenga una falla, una curiosidad y una avidez de palabras, y que me enamore de eso que no me pertenece. Estoy siempre intentando seducir a las palabras. Una persona muy querida me escribió una carta desde España que terminaba diciendo «cariños». Cuando la recibí, me quedé pensando qué significaba «cariños». Busqué la palabra en el diccionario y encontré varias acepciones. Ahí me di cuenta de que la palabra cariño, según quién me la dijera, tendría significados diferentes. Y así con casi todas las palabras; es como si las palabras estuviesen sueltas y tuviera que agruparlas para cada ocasión.
Hay una zona en su poesía en la que tiene mucha importancia el rol de la madre, con escenas conmovedoras pero al mismo tiempo muy ásperas.
Me interesa atravesar los lugares establecidos de la madre «buena», del hijo «bueno», las cuestiones del bien y del mal en la familia, la pareja y el amor. En cuanto a la pasión, qué es eso tan temido de «devorar al otro», la locura, porque en mis textos hay una zona que se acerca a esas preguntas para quebrar lo establecido entre qué es lo normal o lo anormal.
Arzoumanian prepara un café a la turca –con una pizca de chocolate que lo convierte en delicia– y repasa su árbol genealógico, los parentescos que armó a través de las lecturas. «Muchos autores fallan cuando tienen que contar una historia y sus textos lindan entre poesía y narración», explica. «A Cynthia Ozick y a Ingeborg Bachmann las siento muy cercanas, como si fueran de mi familia. También tengo mucha afinidad con Clarice Lispector y con Antonio Lobo Antúnez, que tiene algo maquinal, imparable, que me provoca.» Durante mucho tiempo, Arzoumanian escribía y guardaba sus poemas, pudor que fue venciendo cuando las limitaciones que encontraba en la abogacía y la docencia (enseñó Filosofía del Derecho en la Universidad del Salvador) se tornaron insoportables. «Creía que iba a hacer una carrera en el derecho internacional, y quería ser diplomática», recuerda. «Supongo que también está relacionado con la cuestión de la extranjería, de estudiar algo muy afincado como el derecho, pero después salir y representar al país en otros lugares. Además, había en mí una idea de justicia, que sigue estando porque para mí la poesía y la literatura cumplen con la idea de lo justo. Aunque suene un poco grandilocuente, siento que al escribir al menos hago justicia con una zona privada, mía».
Confiesa que no conoce Armenia. «Me di cuenta de que es un lugar que me da miedo conocer –subraya–. Tengo una amiga armenia que fue embajadora en Argentina. Una vez estábamos hablando de lo armenio y yo planteaba que en ‘nuestra Armenia...’ y ella me interrumpió: ‘Vos no sos armenia, y no es tu país; visitalo y te vas a sentir muy extranjera. Es importante que puedas sumar una cosa y la otra, pero no digas ‘nuestra’ porque si estuvieras ahí, sentirías cierto rechazo porque no es tuyo’. Estaba indignada por sus comentarios, detalla la poeta. «Mientras las adolescentes tenían en los cuadernos fotos del rockero de turno, yo lo tenía forrado con la bandera armenia. Había algo fuertemente construido, entonces que la embajadora me dijera eso me molestó. Después me di cuenta de que tenía razón, pero para eso tuve que volver a lo argentino. Tenía 30 años y vivía en un lugar confuso, no tenía asideros. La poesía es justamente el lugar donde no tenés asidero real, porque estás fuera de lo social y no entrás dentro del mercado. No es una zona negociable».
¿Qué piensa del reciente reconocimiento del genocidio armenio por parte del Comité de Relaciones Exteriores del Congreso de EE.UU.?
Es fundamental, aunque la coyuntura hace que ahora a ciertos países les convenga reconocer el genocidio armenio, este reconocimiento le hará bien a mucha gente. Muchos de los argentinos de mi generación vivimos mal por esta cuestión de la negación. No es tampoco casual que esta generación haya atravesado la dictadura militar, y que nos haya sucedido aquí, a nosotros. Buena parte de la población argentina aceptó el silencio, como la comunidad armenia, inmersa en el silencio de la persecución. Una psicoanalista francesa, Hélène Piralian, estudiosa del genocidio armenio, plantea que los sobrevivientes actúan como sarcófagos. Como si fueran las tumbas de esos muertos, los sobrevivientes les dan cabida a los muertos en sus propios cuerpos. Y esto también se puede aplicar a los desaparecidos argentinos. Hay algo sin resolver en nuestros cuerpos enfermos con los que salimos a la calle. Por eso es necesario y saludable que se reconozca el genocidio. Es del orden de la salud, en el sentido francés de la salvación, de que generaciones se salven haciendo justicia.
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