Rancho Las Voces: Nuevo paradigma científico y movimiento alternativo El “genocidio” cultural en Iraq: un millón de libros destruidos.
La vigencia de Joan Manuel Serrat / 18

jueves, marzo 03, 2005

Nuevo paradigma científico y movimiento alternativo El “genocidio” cultural en Iraq: un millón de libros destruidos.


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Fernando Báez

El autor participó de la comisión respaldada por la Unesco que visitó Iraq para evaluar los daños en la Biblioteca Nacional de Bagdad y cuenta su experiencia en este artículo. Entre otros textos, desaparecieron ediciones antiguas de Las mil y una noches, de los tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en particular su Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas del Sharif Hussein de La Meca, textos literarios de escritores universales, manuales de historia sobre la civilización sumeria... El secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, a manera de excusa ante estos hechos, comentó que “la gente libre es libre de cometer fechorías y eso no puede impedirse”.
¿Por dónde comenzar? Acaso la primera señal o la última, de que algo iba a cambiar mi vida fue el teléfono, que sonó repetidas veces a finales de abril de 2003. Alguien insistía con desesperación o vanidad, y pensé que se trataba, sin duda, de alguien confundido. Se sabe que los números equivocados nunca están ocupados, así que el mío podía ser un número perfecto. Cuando contesté, presionado por la molestia del timbre, nada de lo que creía, por supuesto, resultó cierto. Era Giovanny Márquez, un viejo amigo mío, abogado experto en bienes culturales, y su voz se oía lejana, distorsionada, descortés. Había retornado de España con la noticia de la destrucción de un millón de libros en la Biblioteca Nacional de Bagdad (Dar al-Kutub wa al-Watha’iq) días atrás.
Desesperado y deprimido, me explicó que una comisión internacional iría a Iraq a confirmar esta mala noticia, con apoyo de la UNESCO, el Centro de Estudios Árabes y otras organizaciones. Dos universidades latinoamericanas me postulaban como experto en el tema. Márquez insistió en que debía ir porque, en efecto, había pasado mi vida entera dedicado a estudiar el problema de la biblioclastia, el nombre griego que se da a la destrucción de libros y era una oportunidad única de comprobar lo aprendido. Y así fue como todo, súbitamente, cobró un sentido que me era ajeno.
Para inicios de mayo, salía rumbo a París y luego a Jordania. Desde Ammán llegué hasta el puesto de Karama y, tras un recorrido de 600 kilómetros por la llamada “autopista del miedo”, a Bagdad. Fue un mal viaje, y como era de esperarse enfermé debido al calor (en ese entonces las temperaturas llegaban a los 50 grados centígrados). Una vez instalado en el hotel, pasé una noche sin ventiladores ni agua, pero me repuse; ya bien temprano, supe que me quedaba poco tiempo y debía aprovechar cada minuto, lo que me obligó a recordar el consejo de mi antiguo jefe de la época en que vendía enciclopedias y biblias para poder estudiar: el modo más rápido de encontrar algo es buscar otra cosa. Se suponía que debía acudir a la CPA (Coalition Provisional Authority) a interrogar a los norteamericanos sobre lo ocurrido, pero desestimé esa opción, en claro desafío, y preferí echar un vistazo por mi cuenta, bajo mi propio riesgo. Mi plan, en verdad, era el más sencillo que pueda imaginarse: ir, tomar apuntes, escuchar a los empleados iraquíes partidarios o enemigos de Saddam Hussein. Lo que averigüé y vi, vale la pena advertirlo, me produjo un insomnio que aún permanece. Habría sido mejor, tal vez, olvidar, pero uno olvida para que todo, de nuevo, lo sorprenda. Las trampas de la razón son las más arteras.
¿Qué pasó en la Biblioteca Nacional de Bagdad? Cualquier explicación que proporcione tiene su punto de arranque en la visita que hice a la biblioteca, un edificio de tres pisos uniformes de 10 mil 240 m2, con celosías arábigas en todo el medio, construido en 1977 y localizado en Rashid, paralelo al deteriorado y antiguo Ministerio de Defensa (destruido durante los bombardeos de 1991). Cuando llegué, permanecía en pie una estatua de Saddam con la mano izquierda en posición de saludo y la derecha sosteniendo contra su pecho un libro (aunque no se crea, Hussein, autor de varios libros, particularmente novelas, era un lector voraz y consecuente). Entiendo que esa estatua fue derrumbada, como todas las otras. En las escaleras del frente estaba un grupo de soldados norteamericanos, algunos de ellos latinos. Fumaban sus colillas de cigarro con desidia y se divertían con bromas rápidas. No voltearon ni para mirarme. La fachada, en el centro, sufrió daños por el fuego, que alcanzó a quemar las paredes, dejando manchas negras enormes. Rompió con tal fuerza las ventanas que imprimió en el sitio un aire melancólico.
Casi a las once de la mañana del 10 de mayo, entré con mi grupo de trabajo. Éramos unos cinco o seis, guiados por un coordinador. La puerta tenía un gigantesco candado, que fue abierto con gran recelo. La entrada, protegida del sol por un saliente en cuyo borde hay unas letras en árabe que exaltan la fe y el nombre de la biblioteca, dejaba ver en el interior a decenas de obreros y expertos que trabajaban en el lugar. Y entonces sobrevino lo que creí una pesadilla: encontré una atmósfera de guerra en el más craso estilo. La luz, filtrada con reservas y ambigüedad por las ventanas, dejaba a la vista muebles destrozados por doquier y miles de papeles en el piso. La sala de lectura, el fichero de madera con el catálogo de todos los libros y los estantes mismos habían sido literalmente arrasados sin piedad. Pero mientras continuaba mi camino, las escenas aumentaban su poder de conmoción. La estructura se veía tan severamente afectada que la juzgué precaria: difícilmente soportaría el impacto de un temblor mínimo. Aún había cenizas por todo el piso. Los archivos de metal estaban quemados, abiertos y vaciados en gran medida.
El saqueo de la biblioteca, según me comentaron, estuvo precedido por algunos hechos desconcertantes. Primero fue el ataque a Bagdad con bombas Moab y misiles, que destruyeron más de 200 edificios públicos, decenas de mercados y negocios. La operación fue llamada “Impacto y pavor” y se mantuvo durante los últimos días de marzo. El 3 de abril se iniciaron los combates en el aeropuerto Saddam Hussein, a diez kilómetros del centro. El 7, ya había tanques en las calles. Hacia el 8 de abril, las tropas norteamericanas ya tenían control de ciertas zonas de Bagdad, una ciudad bastante extensa si se considera que ocupa casi 24 kilómetros y cuenta con más de 730 barrios.
Los ataques, no obstante, además de la información de que el régimen de Saddam Hussein había caído y el presidente había huido con sus hijos a un refugio, provocaron una confusión general. No había policía y los soldados norteamericanos tenían órdenes expresas de no disparar contra civiles ni atender peticiones ajenas a los objetivos militares. El miércoles 9 de abril cayó la gran estatua de Hussein en la plaza central. Un soldado llegó incluso a poner una bandera de Estados Unidos en la cara, y poco después corrigió su gesto y la remplazó con una bandera iraquí. Una vez que estas imágenes circularon y el rumor se confirmó, una oleada humana, reprimida por diez años de bloqueo económico y una dictadura implacable, se lanzó a las calles sin control. El pillaje inicial se dirigió contra los palacios y las casas de los jefes iraquíes. De los hospitales se llevaron hasta las camas. En las tiendas, los comerciantes, armados con pistolas, fusiles y barras de hierro, montaban guardia y ahuyentaban a los ladrones, muchos de ellos jóvenes, niños y mujeres. No pocos fueron los lugares, considerados símbolos del régimen, que sucumbieron entre el 9 y 10 ante la violencia de los saqueos.
Fue el día 10 cuando, procedente de los suburbios, se reunió una multitud en la biblioteca, que no estaba defendida por ninguna unidad militar. Al inicio predominaron la cautela y la prisa, luego el descaro, y una anarquía impuso las reglas de saqueo. Niños, mujeres, jóvenes y ancianos se hicieron con todo lo que pudieron, de un modo selectivo, como si hubieran ido de compras. El primer grupo de saqueadores, que contaba con un apoyo externo, sabía dónde estaban los manuscritos más importantes y se apresuró a tomarlos. Otros saqueadores, hambrientos y resentidos con el régimen depuesto, llegaron después, en busca de objetos valiosos, y provocaron el desastre posterior. La muchedumbre corría por todos lados con los libros más valiosos. También cargaban consigo las fotocopiadoras, resmas de papel, los equipos de computación, las impresoras, los muebles y las máquinas donadas por la UNESCO. En las paredes, quedaron escritos mensajes como “Muerte a Saddam”, “Muere Saddam”, “Saddam apóstata”. Inexplicablemente, un camarógrafo filmó sin prisa estos actos y luego se desvaneció sin dejar rastro. Es posible que cualquier día podamos ver esa triste cinta, que revelará un misterio tan curioso como el de la quema de la Biblioteca de Alejandría: el misterio es cómo sabían los saqueadores que las tropas norteamericanos no les dispararían y por qué algunos de ellos tenían listas con órdenes.
Los saqueos se repitieron una semana más tarde y, sin mediar palabra, un grupo llegó en autobuses de color azul, sin sellos oficiales, el día 13, y alentado por la pasividad de los militares que circulaban unas calles más allá, roció con algún combustible los anaqueles y les prendió fuego. Es obvio que se hicieron también piras con libros para encenderlos. Según otra versión, se usaron fósforos blancos, de procedencia militar, para el incendio y hay evidencias que lo confirman. Pasadas unas horas, una columna de humo podía verse a más de cuatro kilómetros y en ese incendio voraz desaparecieron las obras. Entre otros daños, ardieron las viejas máquinas y algunos periódicos. En el tercer piso, donde estaban los archivos microfilmados, no quedó nada. El calor, según pude constatar, fue tan intenso que dañó el piso de mármol y causó severos deterioros en las escaleras de concreto y el techo. Todo se convirtió en oscuridad y, por supuesto, en ruina. En el mismo ataque fue destruido el Archivo Nacional de Iraq, que se encontraba en la segunda planta de la biblioteca y que contaba, por cierto, con un equipo de trabajo de 85 personas. Desaparecieron millones de documentos (algunos hablan de doce millones; otros, de dos o tres millones); incluso algunos del periodo otomano, como los registros y decretos.

Concluido el desastroso pillaje, no había literalmente nada que hacer. El secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, a manera de excusa ante estos hechos, comentó que “la gente libre es libre de cometer fechorías y eso no puede impedirse”. El anterior director de la Biblioteca se lamentó con nostalgia: “No recuerdo semejante barbaridad desde los tiempos de los mongoles”. Aludía a que, en 1258, las tropas de Hulagu, descendiente de Gengis Kan, invadieron Bagdad y destruyeron todos sus libros arrojándolos al río Tigris.
Es tal el daño en el edificio de la Biblioteca que los coordinadores culturales de la CPA decidieron demolerlo y utilizar otra sede, bien un palacio o alguna instalación como el Club Militar de Iraq. Me comentaron que llevarían los libros a la Universidad Bakr. Los archivos, por su parte, podrían ponerse en un lugar diferente, y lo que se salvó subsiste en bolsas, sin que se haya tomado ninguna medida oficial de preservación. Una gran duda se refiere a la situación lamentable que atraviesan los empleados. Antes, había 119 personas, dirigidas por Khamel Djoad Hachour. Sus salarios, pagados con mezquindad, no han garantizado su estabilidad laboral.
En cuanto a las pérdidas, debo asegurar que más de un millón de libros se quemó, a lo que debe añadirse la gran cantidad de textos perdidos. La biblioteca, además de ocuparse del depósito legal, constaba de tres partes: impresos, periódicos y archivos. El depósito legal consistía en la entrega de cinco ejemplares, aunque la situación económica redujo considerablemente esta práctica. Miles de donaciones enriquecieron el centro durante años. La entrada del Archivo Nacional, hoy cerrada con candados, muestra los signos de una quema terrible (parece la puerta de un ascensor en ruinas) y el destrozo de todo lo que existía en su interior. En el dintel, alguien colocó un letrero con un aviso: “Silencio”. Papeles y papeles yacen por el piso, en cenizas.
Es difícil decir, a estas alturas, qué libros se destruyeron y cuáles no. En las calles, en las ventas de libros, pueden conseguirse volúmenes de la Biblioteca Nacional a precios irrisorios. Los viernes, en la feria de la calle Al-Mutanabbi, estas obras salen a la venta. Personalmente, pude ver un tomo de una enciclopedia árabe con el sello oficial estampado en su portadilla. Hubo un intento de borrarlo, sin éxito. También encontré un volumen titulado Miskhaf Resh (Libro negro), sobre la cultura de los yezidíes, un grupo religioso que habita el norte de Iraq. Se trata de una etnia extraña, a la que se la conoce como “adoradores del diablo” debido a su fe en Melek Taus, o “Pavo Real”. Los yezidíes manifiestan que Dios ya perdonó al demonio y que éste vive a su lado. Por razones simbólicas, detestan el color azul, fabrican templos en los lugares de peregrinación y no van a La Meca, sino a la tumba del Sheikh Adi, cerca de Mosul.
Entre otros textos, desaparecieron ediciones antiguas de Las mil y una noches, de los tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en particular su Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas del Sharif Husayn de La Meca, textos literarios de escritores universales como Tolstoi, Borges, Sábato, manuales de historia sobre la civilización sumeria... Es sorprendente y lo digo con la mayor malicia del caso, que la primera destrucción de libros del siglo XXI haya ocurrido en la nación donde tuvo lugar la invención del libro en el año 3200 a. C.
Afortunadamente, se salvaron numerosos libros al trasladarlos a lugares secretos o apartarlos a zonas más alejadas de la Biblioteca. La historia de este esfuerzo por salvar los volúmenes confirma el inmenso amor que sienten los iraquíes por su cultura. Hoy perduran, por ejemplo, 500 mil volúmenes almacenados en el primero y segundo pisos, en pilas sin clasificación. No cuentan con protección, porque los soldados ya no resguardan el edificio. Esta tarea se ha asignado a algunos empleados shiitas. Además de estos libros, Al-Sajid Abdul-Muncim al-Mussawi, líder religioso, ordenó a sus fieles rescatar de la biblioteca casi 300 mil libros, que se transportaron en camiones hasta la mezquita de Haq, donde se amontonaron en hileras interminables que llegan en algunos casos al techo. No vacilaría en advertir que las condiciones son pésimas y es probable que diversos insectos comiencen a atacar los textos, aunque Mahmud al-Sheikh Hajim, su protector, estima que peor habría sido su destrucción. Lo curioso es que el grupo que salvó estos libros dice pertenecer a un Colegio de Clérigos shiitas, mejor conocido como Al-Hawza al-Ilmija. Para estos religiosos, los libros son sagrados.
Asimismo, hay unos 100 mil libros más en una instalación que perteneció al Departamento de Turismo. Varios intelectuales me mostraron libros ocultos en sus casas hasta que retorne el orden o se vayan los “extranjeros”. Un pintor que no quiso identificarse compró en las ferias de libros decenas de textos sólo para cuidarlos. La mayor parte está depositada en lo que antes se conocía como Ciudad Saddam, un barrio pobre que alberga a más de dos millones de seres humanos hacinados en laberintos poco vistosos.
Además de esta Biblioteca, hubo otras pérdidas en Bagdad. En el Museo Arqueológico se saquearon tablillas con las primeras muestras de escritura. Ardieron más de 700 manuscritos antiguos y mil 500 se dispersaron en la Biblioteca Awqaf, del Ministerio de Asuntos Religiosos, cuyo edificio quedó en ruinas. En la Casa de la Sabiduría (Bayt al-Hikma), cientos de volúmenes fueron exterminados por el fuego. En la Academia de Ciencias de Iraq (al-Majma’ al-‘Ilmi al-Iraqi), el 60 por ciento de los textos se extinguió. La universidad fue víctima de bombardeos, incendios y robos. La Madrasa Mustansiriyya fue saqueada, aunque el porcentaje de pérdidas no supera el 4 por ciento. Y eso, sólo en Bagdad.
¿Quién provocó esta destrucción? La mayor parte de culpa la atribuyo a la administración actual de Estados Unidos, que desestimó todas las advertencias hechas y violó la Convención de La Haya de 1954, al no proteger los centros culturales y estimular los saqueos, lo que implica sanciones penales que no prescribirán. Tal vez por eso, el presidente George W. Bush ha solicitado inmunidad para oficiales y soldados ante cualquier posible juicio en los tribunales penales internacionales. Tal vez por eso decidió reingresar a la UNESCO, y envió a su esposa a negociar cargos ejecutivos dentro de esta organización, despedir a los asesores más incómodos, borrar sus expedientes y silenciar toda crítica. De igual modo, me atrevo a responsabilizar a miembros del régimen de Saddam Hussein por utilizar los centros culturales como bases militares y poner las bibliotecas al servicio de una ideología. Con anuencia de los directivos del partido Baa'th, permitieron que se instalasen depósitos de municiones y francotiradores en puntos estratégicos, lo que puso en riesgo el patrimonio cultural.
Debo señalar que mi estadía en Bagdad concluyó el 22 de mayo. Partí rumbo a Oxford y luego a Viena. Después de eso volví, redacté nuevos informes, divulgué mis reflexiones y desde entonces he sido objeto de amenazas por mis declaraciones y artículos, he recibido insultos y descalificaciones absurdas, y toda mi labor ha provocado molestias en la CPA. Mi escepticismo actual tiene su origen en un hecho cierto: el desorden y la violencia creciente en Bagdad no hacen propicia la reconstrucción porque supone poner en riesgo los volúmenes que se salvaron. Ninguna biblioteca, y eso hay que tenerlo presente, estará a salvo mientras Iraq sea un campo de batalla. He observado con profundo malestar que la propaganda norteamericana, por lo demás, no permite difundir lo que realmente ocurre a diario. Se sabe que dos o tres soldados norteamericanos mueren cada día, pero no se presentan las elevadas cifras de heridos y mutilados, no se dice que cuarenta soldados se han suicidado por el horror que ven, no se informa que hay más de treinta ataques permanentes y que quienes colaboran con los ocupantes extranjeros son linchados por sus vecinos. En septiembre, fue atacado Piero Cordone y su chofer murió. Hace unas semanas el nuevo coordinador de bibliotecas sufrió un atentado y quedó ciego porque un joven le arrojó ácido en el rostro. Hay decenas de bibliotecarios detenidos y los que trabajan temen contar la verdad completa. Sobre esto no se dice nada. ¿Por qué? ¿Qué se intenta ocultar? Acaso la única respuesta posible a estas preguntas, y lo señalo para terminar, deba ir encabezada por este epígrafe: “La primera víctima de la guerra es la verdad”. La frase, conviene recordarlo, no fue acuñada por un filósofo o un periodista; la dijo un congresista norteamericano, Hiram Warren Johnson, en 1917. Lo peor es que los sucesos de Hiroshima, Nagasaki, Vietnam, Etiopía, Líbano, Afganistán e Iraq no cesan de darle la razón.

Fuente: Revista Número, Bogotá, 2004.