Rancho Las Voces: Literatura / Entrevista a Damián Tabarovsky
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miércoles, junio 03, 2009

Literatura / Entrevista a Damián Tabarovsky

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«Era una noche de verano, quizá la última...» (Foto: Jorge Larrosa)

C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de junio 2009. (RanchoNEWS).- En su novela, Tabarovsky se anima al curioso ensayo de una autobiografía en tercera persona. «Funciona como una ironía sobre la larga tradición del alter ego», dice el autor, que buscó «encontrar lo trivial en lo sublime y lo sublime en lo trivial.» Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:

La escena transcurre en una esquina de Palermo, en Paraguay y Ravignani, en uno de los escasos bares que siguen siendo «un bar de barrio» y no esas peceras recicladas con velitas de todos los tamaños y colores, por donde circula la nueva fauna palermitana. Damián Tabarovsky le dice al fotógrafo de Página/12: «Si sabía me pedía un whisky, da mucho más para un escritor que un exprimido de naranja. Le podés poner un subtítulo a la foto: ‘Era una noche de verano, quizá la última...’», bromea el escritor. Ultimamente, sus novelas se publican primero en España y llegan con un retraso importante al país. Autobiografía médica (Mondadori) –traducida al griego y a punto de publicarse en Francia– no es la excepción a este desorden en el mazo de sus cartas. Lejos de quejarse, Tabarovsky disfruta de esta morosidad, convencido de que un poco de caos y dispersión en la publicación de sus obras le aporta más sal al asunto. Su nueva novela comienza con esos «chistes» que son una marca registrada del autor. Un narrador en tercera persona señala que «era una tarde ventosa, muy ventosa». Después de un punto seguido, afirma, para asombro del lector, que «no corría una gota de aire». Dami, un sociólogo experto en marketing, goza de una excelente salud hasta que saca su registro de conducir y en el examen con el oftalmólogo se desayuna la primera enfermedad que le diagnostican: dicromatismo, un tipo liviano de daltonismo. De pronto, todo se presta para la hipérbole, para el absurdo. No importa que el síntoma sea menor; los pensamientos en clave melancólica lo arrojan a zonas oscuras de la neurosis, a frasesitas que rápidamente lo llevan por el desfiladero de lo binario. Nadie sabrá en la consultora donde trabaja que él tiene un «problema» en la visión; le conviene no proporcionar esa información, si quiere hacer carrera en un ámbito tan competitivo.

El primer tema que investiga Dami es el concepto del tiempo libre. Cuando está redactando el informe final con sus hallazgos, un dolor violento y desconocido atraviesa como un rayo su cintura. El parte médico es inapelable: hernia de disco y reposo absoluto. No regresará al trabajo por varias semanas. El dolor le impide pensar, «mata la ironía, descabeza cualquier situación graciosa, suspende la inteligencia y el buen gusto; pervierte cualquier buena intención», advierte el narrador. Los laureles de su trabajo se los lleva una joven socióloga, una de sus subordinadas, porque nadie se entera de que el redactor de ese informe es Dami. Tendrá una nueva oportunidad de vengarse con otra investigación, pero los calmantes para los dolores de espalda le perforaron el estómago y justo cuando está por dar el «gran salto», una úlcera duodenal lo baja de un hondazo y finalmente queda despedido. De consultor en ascenso a desocupado enfermo, el derrotero de Dami se repite vendiendo medias en la calle, hasta que una uña encarnada le impide caminar, o como productor estrella de un canal público de la ciudad, hasta que es jaqueado por un extraño virus parecido a la mononucleosis. Después de toda esa serie de calamidades llega a una conclusión: «Aquello que el hombre ha perdido puede serle restituido».

¿Cómo es una novela que se titula Autobiografía médica, pero tiene un narrador en tercera persona?

En buena medida es un chiste. Esta novela la escribí hace unos años, antes de que aparecieran tres o cuatro novelas en primera persona y hubiera como una minimoda de la «literatura del yo». El yo es una categoría que aparecía demasiado plena en esas novelas, y buena parte de la teoría y de la literatura a partir del siglo XIX problematiza el yo. Desde Freud, con el olvido del nombre propio, hasta Deleuze y Guattari con el rizoma de llegar al punto donde decir yo no tiene la menor importancia, el yo no es una categoría plena. Como en todas mis novelas hay algo autobiográfico, se me ocurrió este chiste de escribir una novela que se llame Autobiografía... pero en tercera persona, con un personaje que se llama Dami y que funciona como una ironía sobre una larga tradición, que es la del alter ego. Cuando se escribe en primera persona en los blogs y en otros lugares hay un olvido de la extrema problematización de lo que fue el yo en la teoría, la filosofía y en la propia literatura. A mí me gusta reproblematizar eso. No es tan sencillo decir yo. La literatura tiene que poner una distancia. La primera distancia es la tercera persona.

¿Esta novela es más radical que las anteriores en tanto la enfermedad no aparece como metáfora de nada?

No sé si radicalizada es la palabra, pero voy perseverando en una serie de intuiciones que tengo, como poner en discusión ciertos aspectos de la trama. No es que no haya trama, como a veces se lee. Hay un sistema lógico, pero no es el tradicional de introducción, desarrollo y conclusión. Es muy obvio decir que la enfermedad es la gran metáfora del capitalismo contemporáneo. La literatura es un objeto que no abre ninguna puerta a la interpretación, aunque cada uno la pueda interpretar como quiera, pero sin que la narración favorezca una interpretación de tipo humanista, aposentada, de denuncia sobre el capitalismo o la vida humana. Y sin embargo, Autobiografía médica fue elegida una de las novelas del año en el sitio del Partido Obrero Español (risas). Había una reseña muy favorable que decía que mi novela era una gran metáfora del capitalismo contemporáneo. Yo mandé un post, la única vez que escribí en un blog, en el que agradecí los elogios, pero aclaré que no entendía así la novela, que no había ninguna metáfora. No me gusta la idea de la metáfora en la literatura, más allá de que el lenguaje per se es metafórico y alegórico desde que decimos «buenas tardes». Como dice en algún lugar Lacan, todo lenguaje es sentido, por lo tanto es doble sentido. Entonces si ya tiene doble sentido, para qué ahondarlo más.

¿Por qué a pesar de las enfermedades que va teniendo y los trabajos que pierde, el personaje no cambia?

El personaje es una piedra, en el sentido de Francis Ponge: nada lo cambia, es la mismidad; lo que va cambiando es el contexto, pero él siempre es el mismo. Es una especie de topadora a la que se la va poniendo obstáculos. A veces los obstáculos son las citas que tiene la novela, que funcionan como el pasaje de una pantalla a la otra en un videogame cada vez más complejo. Siempre funciona sobre el mismo esquema: una pared te disgrega, te desvía, te desarma y tenés que pasar a otra pantalla. Pero siempre es lo mismo. Me gusta que el personaje no varíe, que sea fiel a sí mismo; es una roca que no aprende de la experiencia, porque no hay metáfora ni alegoría ni tampoco experiencia.

El narrador plantea que un consultor joven, si es inteligente, busca la figura del precursor. ¿Fue deliberado este paralelismo «tan borgeano» entre el consultor de marketing y el escritor?

Hay una ironía sobre la literatura y la consultoría, «El consultor de marketing y sus precursores», sería parafraseando el famoso texto de Borges (risas). Nunca lo pensé como tan borgeano, pero es verdad. Borges dice en voz alta lo que todos hacemos en voz baja, que es construir nuestros propios precursores. Hay una metonimia evidente, estoy hablando de literatura usando el chiste de la consultoría de marketing. Como la literatura se parece cada vez más a la consultoría de marketing, por qué no plantearlo directamente.

La idea de que el personaje, al no haber firmado el informe que él preparó, no va a ser recordado como su autor, es también un sentimiento muy emparentado con el ser escritor.

Sí, todo ese capítulo es un chiste meta o paraliterario. Pero nunca me gustó escribir una novela con personajes escritores. Hay una mitificación de la escritura y del escritor de la que tomo cierta distancia y que es lo que menos me interesa. Si mis novelas tienen algo de borgeano es porque están pensadas como intervenciones en el campo literario, que es muy típico de la tradición argentina. Al publicar mucho afuera, noto que hay algo muy argentino en este tipo de intervenciones, en la construcción de una cierta política del gusto; quizá en la literatura española o en la francesa los autores no están tan pendientes de esto. Yo sí estoy bastante pendiente de esto y leo una parte de la tradición argentina que tiene que ver con Borges, pero también con contemporáneos como Fogwill y Aira, y una de las dimensiones de sus obras es discutir la literatura argentina en sí misma. No me siento ajeno a todas esas dimensiones que están en pugna.

El narrador refuta a Borges cuando dice que la pregunta más importante no es por la causa primera, sino por los efectos últimos, que es la pregunta de la política. ¿Borges es una de las dimensiones en pugna en su novela?

A la pregunta metafísica de Borges, que a mí no me interesa, lo que importa no es quién movió la pieza primero, sino el efecto que genera. Para mí la pregunta de si Dios existe o ha muerto, como diría Nietzsche, es irrelevante. No importa quién movió la pieza primero, sino el efecto que genera sobre la praxis. Ésa es la pregunta que se hacen otros autores contemporáneos como Lamborghini, y es una pregunta que me parece más productiva. Con Lamborghini está pasando algo interesante. Hasta hace unos años se suponía que para salir del sistema Borges se apelaba a Puig; ahora parece haberse constituido Lamborghini como el antagonista de Borges, lo cual es cierto en ambos casos, pero hay un efecto de simplificación. Lamborghini o tantos otros, el propio Saer, se hicieron la pregunta por la política y no tanto las preguntas primeras, que terminan siendo un punto de retórica.

Tabarovsky termina de tomar el jugo de naranja y repasa los cambios que se fueron generando en su narrativa a partir de la novela Kafka de vacaciones. «En los ’90 tenía el prejuicio de que un escritor no tendría que incorporar sus lecturas; poner momentos de ensayos en la novela me daba un poco de escozor», confiesa el escritor. «Había experiencias en la literatura argentina y extranjera que no me convencían, y buscaba un relato donde las citas estuvieran más ocultas. Suponía que el lector tenía que ser una especie de detective supremo que podía darse cuenta de eso. Pero hace diez años empecé a expresar lo que yo leo. Si estoy leyendo filosofía, aparece en mis libros, a veces brutalmente y en otras más lateralmente, pero ahora no me disgusta que la literatura problematice el mundo. La literatura no tiene que renunciar a pensar el mundo.»

¿Cómo problematizar o pensar el mundo después de las vanguardias?

No se puede pensar como en el siglo XIX, porque Balzac y Flaubert creaban y pensaban el mundo y competían directamente con la sociología. Sus libros eran las novelas de estudios de costumbres cuando todavía no había sociología. Si leés Las ilusiones perdidas, de Balzac, podés ver cómo funcionaba ese mundo. Para mí la forma de acceder a pensar el mundo es repensando la sintaxis, poniendo en cuestión, cuando se puede, la sintaxis de la política, del habla cotidiana de los medios, del habla del deporte, del ganó o perdió, del consumo, de las diferentes doxas cotidianas. La novela tiene algo para decir críticamente sobre estos temas. Una intervención política es poner en cuestión la sintaxis y repolitizar la sintaxis. Si tuviera que decir hoy cuáles son las grandes novelas políticas argentinas, diría que el gran autor político es Sergio Chejfec. Me parece que Chejfec es uno de los escritores que más lejos lleva el hecho de poner en cuestión la sintaxis, de repensar la sintaxis, la relación entre lenguaje y temporalidad, el trabajo que tiene con la lentitud. Es como una literatura rumiante en la que el personaje gira en torno de algo que nunca llega.

¿Qué efecto buscó al combinar enfermedades que van de una úlcera, que no es algo simple, hasta una uña encarnada, que debe ser doloroso pero que en comparación con una úlcera es menor?

La idea es encontrar lo trivial en lo sublime y lo sublime en lo trivial. En una novela mía puede haber una cita de Hegel y de Camilo Sesto. ¿Qué es lo que quiero hacer con estas citas? Puede haber frases completamente idiotas de Hegel y de pronto aparecer un párrafo poético de Camilo Sesto. No quería poner diez enfermedades terribles, pero tampoco podía poner diez enfermedades triviales. Lo que quería era igualarlas, encontrar lo que tiene de trivial una úlcera, una enfermedad que en el siglo XIX te mataba y que tiene linaje literario porque nuestro amigo Lamborghini la tuvo, y encontrar lo que tiene de sublime una uña encarnada. Por eso están elegidas a propósito, para que generen ese efecto de mezcla entre lo alto y lo bajo. El trabajo del intelectual es encontrar el discurso de lo banal en lo alto y encontrar en la filosofía el barro.

En el final de la novela pone en discusión la idea del potlatch para optar por el don de la interrupción. ¿A qué se debe esta estrategia?

Blanchot dice que la literatura marca, pero no deja huellas; ésa sería la idea, en un contexto donde las experiencias intensas tienden a desaparecer. Es una experiencia intensa, pero a la vez encerrada en sí misma, que no logra ir más allá. Ése es el trauma de la literatura contemporánea. La literatura como me interesa a mí es una experiencia intensa, a veces, que no puede ser transferida casi linealmente al mundo, como se imaginó en otras épocas. No hay que renunciar a que la literatura sea una experiencia fuerte, radical, que descentre, que perturbe, pero sabiendo que eso no va tener efectos más allá del propio acto de lectura, lo cual es una tragedia en algún punto, pero es lo máximo que se puede decir hoy. Y no es poco. La literatura es un lugar de la negatividad radicalmente negativa; no da sentido al mundo, no es programática, pero pone entre paréntesis los discursos dominantes.

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