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Grabado del poeta español. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de septiembre de 2009. (RanchoNEWS).- Continuamos con la publicación del trabajo que la joven Maite Martín Duarte –residente de El Paso, Texas– ha escrito para participar en el concurso Ruta Quetzal BBVA, con el tema de la vida de Alonso de Ercilla y Zúniga y su «Araucana», texto que ha dedicado a sus padres Ana Laura y Alfonso, fechado el 12 de enero de 2009:
Capítulo II
Por la Espada y por la Pluma
(1555 – 1563)
Y llegó el día del embarque. Salieron temprano de la casa de huéspedes y entraron en una capilla cercana, llamada de los Marineros y rezaron una plegaria a la Virgen de la Esperanza de Triana, a quien le encomendaron su travesía.
En el muelle, en el momento de embarcarse, se encontraron con su compañero Simón Pereira. Subieron a bordo con sus bultos y se acomodaron los tres en el mismo camarote de popa, amarrando bien sus escasas pertenencias. Salieron a bordo y el maestre de la nave, Diego Martín, dió las primeras instrucciones. Saludaron a Gerónimo de Alderete que les deseó una buena singladura. Tenían que empezar a aprender las nuevas palabras marineras. Uno de los frailes que iban a bordo, rezó unas preces e impartió la bendición a todos, que arrodillados la recibieron con fe. Ercilla apretó la miniatura del retrato de su madre que meses atrás le regaló en la despedida, y miró al cielo pidiendo protección, en el momento en que una de las tres velas de la nave, se desplegaba y la hacía balancear, mientras empezaba a deslizarse corriente abajo. Vieron pasar pueblos, arenales y salinas. Ercilla en silencio, con la cara al viento, sentía que su corazón se le llenaba de ilusión y esperanza, como aquella vela de aire. Pronto se divisó la barra del puerto de San Lúcar. Él estaba en el mismo lugar, desde donde Magallanes y Elcano, y tantos otros, habían dejado su estela para que otros valientes la siguiesen.
La costa española era un punto perdido en la bruma. La nave impulsada por las tres velas henchidas por los vientos alisios, surcaba lenta aquel océano de leyendas y monstruos marinos. Los tres amigos, en popa, miraban perderse ya definitivamente aquel punto, mientras corespondían al saludo que les mandaban desde la otra nave que venía a su estela, las muchachas compañeras de viaje. En el muelle, en Sevilla, habían tenido ocasión de presentarse solamente. Sus madres y tías prefirieron embarcarlas en la segunda nave, en la que también iba Alderete con su pequeño grupo.
–«Alea iacta est.» –dijo Simón Pereira, que parecía el más melancólico de los tres.
–Nosotros la hemos aceptado voluntariamente. Esa suerte nos acompañará, ya lo verán vuestras mercedes –respondió Ercilla, que comprendió más que la frase en sí, la intención con que la dijo.
–Así es. Que esa suerte que compartimos ahora, nos mantenga unidos como amigos siempre –recalcó Andía, que rebosaba nobleza por todos los poros de la cara. Con esta secilla fórmula pactaron un compromiso que los tendría unidos desde ese momento.
Vieron el primer atardercer que los envolvió en luces cárdenas, mientras una suave brisa les trajo recuerdos de su patria. Un marinero prendió el fanal que servía de guía a la nave que les seguía. Primera cena abordo. Carne salada y unas galletas. El paladar de Ercilla no pudo con aquello. Tardaría días en superar la náusea; pero a todo se acostumbra uno. El cuerpo supera límites impensables. Lo mejor era no regodearse con recuerdos pasados –¡aquellos manjares y bebidas en palacio!– lo que daría por un gran tazón de caldo de ave. Pero no. La realidad era otra. Estaba allí, metido en un barco con rumbo a lo desconocido, y ni tan siquiera sabían cuando llegarían. Noventa días, cien…depende. En la situación que estaba, era un hombre indefenso, como un niño. Dependían completamente de todo. Del tiempo que hiciese, de que aquella nave aguantase la fuerza del mar, de que el capitán no perdiese el rumbo, de que no faltase ni comida ni bebida –aunque fuese aquella bazofia– en fín, aquello era mucho más duro de lo que Alderete les había advertido. Tenía la impresión de que estaba como en un asedio. Pero lo que más le empezó a molestar, hasta el punto de verle irritado, era la falta de intimidad, el estar constantemente expuesto a los ojos de los demás tripulantes y pasajeros.
Cuando ya se estaba haciendo insoportable el viaje y después de una horrible noche de insomnio y mareos, al amanecer, el vigía desde lo alto del palo mayor gritó: ¡Tierra a la vista! ¡Se avista Canarias! Para todos fue un alivio; por fín volverían a pisar tierra firme.
Desembarcaron en Las Palmas de Gran Canaria y los tres amigos, llevándose cada cual lo suyo, fueron en busca de una casa de huéspedes y unos baños públicos. Tendrían tres días para reponer fuerzas y sentirse humanos. La verdad es que fueron maravillosos. Buen clima, frutas tropicales –¡aquellos plátanos, Dios mío!–, buena mesa y buen vino. Como aquel malvasía que se tomaron en aquella taberna del puerto, que según decían los lugareños alegraba los sentidos y perfumaba la sangre.
Así, alegres y perfumados subieron al barco con buen talante y confortados para seguir viaje. Ahora sí se podían olvidar del mundo en muchos días y armarse de valor para llegar cuerdos al otro lado del mundo. Parecía inaudito que aquello, aquel barquito, con unas velas colgando pudiese llevarles tan lejos. Pero otros, antes que ellos, ya lo habían experimentado. Ellos no iban a ser menos. En la «isla afortunada» que acababan de dejar, tuvieron una entrevista con don Gerónimo y éste les puso al corriente de cómo funcionaba la política de mandos en el virreinato del Perú, hacia donde se dirigían. Sabían que a él, el rey le había nombrado Gobernador de Chile y que ellos estaban bajo sus órdenes, si el Virrey del Perú no decidía nada en contra. La situación era que el gobierno de Chile dependía directamente de las decisiones que tomase el Virrey del Perú, en éste caso, don Andrés Hurtado. Por lo tanto les aconsejó que en cuanto tuvieran ocasión durante la travesía, se pusieran a sus órdenes gentilmente.
Así que un día se armaron de valor y pidieron audiencia. Les recibió dos días después, cuando se repuso de unos mareos. Por lo visto los virreyes también se enfermaban. Don Hurtado los recibió de buen grado en presencia de sus hijos don García y don Felipe. Aceptó el ofrecimiento de los tres gentileshombres y les hizo saber que llegando al puerto de la Ciudad de los Reyes les asignaría destino. Ercilla era muy perspicaz y tuvo una rara sensación. La forma de actuar y de mirarlos del hijo mayor, el tal don García, no sabía, pero le cayó muy presuntuoso y pagado de sí mismo.
Siguió el viaje interminable, alternándose días tranquilos con noches tan estrelladas que parecían cedazos de luz; y otros, tenebrosos y huracanados, en los que todos los que estaban allí metidos parecían las cuentas de un sonajero gigante, de lo zarandeados que terminaban.
Pero el cascarón siguió flotando milagrosamente sobre el abismo verde, hasta que una mañana ocurrió el milagro. Las aguas allí tenían un color único, que dejaban transparentar el fondo blanco de las arenas. Los delfines competían con la quilla del barco, que hendía las aguas color turquesa. Dejaron a estribor la isla La Española, y en pocos días más fondearon en el puerto denominado Nombre de Dios en el Istmo de Panamá. Sintieron en el ambiente un calor húmedo y pegajoso mezclado con un fuerte olor a selva. Las naves entraron mansamente en la pequeña bahía que formaba el puerto, hasta el muelle coronado con palmeras. Al verles llegar, una alegre algarabía de sus habitantes les dió la bienvenida. Los marineros soltaron algunas salvas en acción de gracias y echaron el ancla.
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