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El escritor español. (Foto: Daniel Mordzinski)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 12 de marzo 2010. (RanchoNEWS).- Reproducimos la entrevista de Juan Cruz del 9 de diciembre 2007, publicada en El País:
Cuando llegamos a su casa estaba comenzando el otoño en Valladolid. Estaba sentado Miguel Delibes en su silla de siempre, debajo del retrato de su mujer, Ángeles, fallecida cuando era aún joven, en 1974. La señora de rojo sobre fondo gris. La mujer de su vida.
Después de la muerte de Ángeles, Delibes, que ya era un clásico vivo de la literatura española, sufrió un bache emocional. La presencia de ese cuadro sobre la cabeza de don Miguel evoca ese tiempo y la felicidad que los dos vivieron.
Durante años, esa ausencia era una presencia íntima y dolorosa, una herida de la que acaso le ayudó a salir un libro memorable, íntimo, casi secreto, Señora de rojo sobre fondo gris. «Don Miguel», le dijimos cuando le fuimos a ver para esta entrevista, «poca gente habla de ese libro, y es impresionante, tan íntimo, tan veraz». «Tendrán pudor», dijo.
Nosotros quisimos hablarle de ese libro; lo hicimos en persona, pero el maestro prefería hablar poco, y escribir, dar las respuestas por escrito. Estuvimos charlando con él un rato largo, para lo que él ahora acostumbra, cabreado con la vida, o mejor dicho, cabreado con la mala salud con la que le acompaña la vida. Cuando nos fuimos nos dijo: «Ya no me verás nunca mejor de como estoy ahora».
No, no está feliz con el tiempo que pasa, duerme mal, no tiene ganas de que el tiempo avance y le siga arrojando las interrogantes del dolor. A veces lo ha dicho: «Se me acabó el tiempo». En un periodo de otro dolor, cuando fue operado de una grave enfermedad, se pensó que acaso ya no escribiría más, y salió del trance con una novela extraordinaria, y extraordinariamente acogida, El hereje, cuyo pulso narrativo convirtió en una broma del maestro su aparente lejanía de la escritura.
Sobrio siempre, espartano, en el vivir y en la escritura, y en la expresión de sus sentimientos; ese mismo libro en el que quisimos centrar nuestra conversación por escrito es el reflejo del pudor casi quirúrgico con el que se enfrenta a la tristeza, que es algo hondo y privado; aun así, en esa hondura hay a veces, en el libro, y en Delibes, un destello, un detalle de humor que te desarma.
Lo tiene en la realidad, también, esa frase –«ya nunca me verás mejor que ahora»– sonaba en su despedida este principio de otoño en Valladolid como una de esas tarascadas que Mihura y Tono lanzaban a sus amigos cuando les iban a ver y ellos se sentían seriamente enfermos. Y él se siente seriamente enfermo; cuando dice eso, cuando se despide así, en su rostro aparece ese Delibes reconcentrado y serio que parece hecho de una sola piedra grande.
Antes de esta visita le habíamos visto por última vez hace unos años en Sedano (Burgos), que es casi un símbolo familiar de la felicidad con la que discurrió hasta el final la vida de Ángeles y Miguel. Allí organizaba, hasta que su salud se quebrantó tajantemente, las cacerías de las que han salido muchos de sus libros y que él siguió haciendo mientras pudo por las insistencias de sus hijos y nietos.
En esa ocasión era verano y él estaba rodeado de todos sus descendientes, en una atmósfera casi renacentista porque en su familia cada uno hace algo distinto, y todos lo cuentan con la alegría que ha mantenido el humor de Delibes, a pesar de sus pesadumbres, su melancolía y su escepticismo. En la sobremesa, Delibes reprodujo algunos comentarios literarios que ya había escrito, y que luego aparecieron de nuevo en España 1936-1950: muerte y resurrección de la novela; en esos comentarios sobre algunos de sus contemporáneos –por ejemplo, Cela y Ferlosio, dos caras de la moneda novelística española–, un solo trazo de periodista certero y descreído dejaba dicho lo que pensaba, y una sola frase para cada uno, de desdén y de admiración, respectivamente, reflejaba el aire de águila que tienen sus ojos de lector.
En aquel entonces ya decía lo que nos dijo otra vez ahora: «Soy un desastre, y los demás me ven como un desastre». Desdeñado por el cuerpo, él mismo se sentía entonces desdeñoso de la vida, de sus placeres, incluido el placer del futuro. Como ahora, cuando acaba de cumplir 87 años, «y se notan, cómo no se van a notar». Ahora ya no le levantan el ánimo ni las victorias del Valladolid, pero sigue preguntando, como cuando era un periodista magistral, a cuya sombra se hizo, por ejemplo, Manu Leguineche, que una vez dijo de él que era un árbol que siempre da sombra. Le alegró la vida, cómo no, esa galería de retratos que constituyen ahora las portadas de sus obras completas, pero cuando han ido a hacerle parabienes o a curarle ha dicho en voz alta: «No me dejan morirme en paz».
De lo último que hablamos, en persona, cuando estuvimos en su casa, fue de su propia estantería, de los libros que lee, de los libros ajenos; había leído, o estaba leyendo, los voluminosos diarios que Adolfo Bioy Casares dejó escritos sobre su larga convivencia con Jorge Luis Borges. ¿Y sus libros, Delibes, cuáles son los libros que usted prefiere de entre todos los que ha escrito? «Huy», fue su respuesta, en directo. Cuando le enviamos el cuestionario, pusimos esa curiosidad en primer término, un pórtico a una serie de preguntas cuya respuesta principal acaso sea ésta: «¿Puedo quejarme yo de soledad?». En un momento en el que la salud no le responde, esa pregunta propia suena ahora como un halagüeño resumen de su manera de contemplar los años pasados. Y su recuerdo, emocionante y vibrante, casi físico, fresco, de Ángeles convierte algunos párrafos de otras respuestas en una emocionante, retrospectiva y presente declaración de amor de Miguel Delibes.
Aquí el cuestionario y sus respuestas:
Imagínese ante una estantería de sus propios libros, y usted no es el autor, sino Miguel Delibes, un lector. ¿Por qué libro empezaría? No es fácil imaginarse una situación así, pero yo, como lector, suelo iniciarme con un autor por lo más corto que encuentre: en mi caso personal empezaría por Viejas historias de Castilla la Vieja. Y si me gustase, iría aumentando el volumen de mis lecturas respetando la cronología, aunque sin ningún rigor.
Hay una obra de soledad, Cinco horas con Mario. ¿Cómo nace? Don Miguel, ¿la soledad se combate? ¿Sale uno victorioso, o la soledad ya es una vestimenta, va con nosotros a las fiestas y a las despedidas? Por de pronto, no hay que confundir la soledad con la falta de compañía. La primera la padezco como viudo fiel que he sido, pero no la segunda, ya que me siento muy arropado. Mis hijos están conmigo. Los vecinos me paran en la calle para preguntarme por la salud, el Ayuntamiento de mi ciudad pone mi nombre a lugares culturales notables. Mi familia y amigos se desviven por atenderme, me abastecen de la compañía que necesito. ¿Puedo quejarme yo de soledad?
¿Y qué hace la literatura para ayudarnos, la creación artística? ¿O cuando hay dolor ya se acabó todo, no nos ayuda ni Dios? A veces, Dios ayuda. Ayuda a mucha gente que lo reconoce así. Los evangelios de Cristo son estimulantes a este respecto. Cuando murió mi mujer, Dios me ayudó, sin duda. Tuve esta sensación durante varios años, hasta que logré salir del pozo.
¿Cómo cambia Dios, Delibes, a medida que pasa el tiempo? ¿Qué va siendo la fe? ¿Cambia Dios o cambian los creyentes su concepto de Dios? A un jesuita no le gustó nada cuando le dije que echaba en falta mi ciega fe de niño. Él prefería una fe más razonada y adulta. Mi opinión es que en este punto no nos es dado elegir. El ateo listo no menciona a Dios apenas, pero cuando lo hace es con un sutilísimo deje de superioridad, algo así como el del españolísimo desplante del Rey a Chávez, que me hizo reír tanto.
Usted escribió en Señora de rojo sobre fondo gris: «¿Más de media docena de personas en el mundo que merezcan ser amadas?». ¿Las hay, don Miguel? ¿Qué nos hace amar a la gente? Las hay, seguramente más. Y ¿por qué nos amamos? El tirón, tanto en el amor como en la amistad, es para mí un misterio.
Ése es un libro extraordinario, como una herida que se va abriendo a medida que avanza. Y hay un paralelismo entre su vida con su mujer, Ángeles, y las cosas que cuenta en la novela. ¿Es lícito que pensemos que la identidad es, salvo detalles narrativos, prácticamente total? En cierto sentido, porque total, lo que se dice total, no puede ser la identidad en un caso como éste.
Escribe usted en ese libro: «Entonces dije esa gran verdad de que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre del vivir». Y usted se preguntaba: «¿Puede decirse de alguien algo más hermoso?». En la vida real, cuando recogió el Cervantes, dijo algo similar de Ángeles. Un recuerdo impresionante. ¿Cómo lo vivió, cómo lo vive? Esa bella frase sobre mi mujer no es mía. Es de Julián Marías, que la dijo por primera vez en mi recepción en la Real Academia. Me dejó con un nudo en la garganta pensando: «Exactamente eso era ella».
Han aparecido sus obras completas, y en la portada aparecen ustedes dos, su novia y usted. ¿Qué memoria viene primero a su mente cuando vuelve a verse en unas fotografías así? De la foto de Ángeles quinceañera que abre mis obras completas volví a enamorarme cada vez que la veía. Así pasó este verano. Esperando que amaneciera para mirar su fotografía. Siempre fue bella, pero, cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones. Yo tenía un par de años más que ella, pero nos enamoramos, en el 46 nos casamos y en el 73 la perdí. Eso duró mi historia sentimental.
Ella, en el libro, en la vida, era incapaz de rencores. Y cuenta que en la pareja (de la novela) ella hacía un gesto: se colocaba un hilo blanco en el dedo meñique para marcar sus enfados. ¿Era así? ¿Fue así en la vida real? ¿Cómo era esa relación, don Miguel? Lo del hilo en el dedo es rigurosamente cierto. Si el hilo se caía, olvidaba sus motivos de enojo. Me absolvía. Era todo cariño, tan lejos del rencor, que a veces no recordaba por qué se había atado el hilo en el dedo.
¿Qué nos hace querer a la gente? Su encanto, su entrega, su disponibilidad. ¡Sabe Dios! Después, cuando una persona entra en uno, se hace indispensable y no es fácil olvidarla.
Ese libro es también una narración sobre lo que el dolor o la incertidumbre hacen sobre el artista. La infelicidad lo interrumpe. ¿Le pasó a usted? ¿Cómo pudo dominar el dolor hasta volver a crear de nuevo, después de la muerte de Ángeles? El artista no sabe quién le empuja, cuál es su referencia, por qué escribe o por qué pinta, por qué razón dejaría de hacerlo. En mi caso estaba bastante claro. Yo escribía para ella. Y cuando faltó su juicio, me faltó la referencia. Dejé de hacerlo, dejé de escribir, y esta situación duró años. En ese tiempo pensé a veces que todo se había terminado.
Hace usted ahí una reflexión muy poderosa, que nos compete a todos: «Es algo que suele suceder con las muertes: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto las amabas, lo necesarios que te eran». Es un sentimiento de pérdida muy hondo. Como si el olvido fuera imposible. El amor llega a ser una costumbre y no reparamos en sus efectos. Por eso yo lamentaba no haberle dicho a tiempo cuánto la amaba y cuánto la necesitaba. Era un sentimiento de pérdida tan hondo que no me consolaba de haberlo silenciado.
En esta novela hay una insinuación sobre el carácter del ser humano, «sobre todo si es artista», demasiado pendiente de sí. Habrá visto muchos así. ¿Los tiene en la cabeza? ¿Cómo se ha relacionado usted con esa vanidad que cita? Siempre existe la vanidad en el artista, creo. A veces se muestra agresiva, absorbente. Nunca fue mi caso. La mía fue normalmente asimilada, controlada. Fuera del Premio Nadal, que me prendió fuerte, no recuerdo haber perdido pie por esta causa. Fui asimilando mi obra poco a poco.
No poderse replantear el pasado «es una de las limitaciones más crueles de la condición humana». De todos modos, uno se lo replantea. ¿Qué tacharía? No conduce a nada. Es una pregunta normal en las entrevistas, pero creo que no conduce a nada. Tachar, enmendar mentalmente ... ¿Para qué? Mis correcciones cuando he tenido que hacerlas han sido pequeñas, superficiales. A menudo, por mi gusto, habría vuelto a escribir la pieza entera. Pero eso no vale. Uno se queda a gusto o se queda frustrado. Es igual. El bien o el mal ya están hechos.
«La veía en el cuadro bella, grácil, desenvuelta...». Ahora está en el cuadro, y en esa novela. ¿Cómo la ve en la memoria? Muy próxima.
Ella decía: «En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo 48 horas en toda una vida». Leonardo Sciascia decía que la felicidad era un instante. Hay un momento en que la felicidad es un recuerdo. ¿Qué recuerdo hay de la felicidad? La opinión de Sciascia no es una novedad. El estado de felicidad no existe en el hombre. Existen atisbos, instantes, aproximaciones, pero la felicidad termina en el momento en que empieza a manifestarse. Nunca llega a ser una situación continuada. Cuando no tienes nada, necesitas; cuando tienes algo, temes. Siempre es así. Total, que nunca se consigue.
Pesimista fue siempre: sobre la Tierra, sobre la naturaleza. ¿Se muere la Tierra, o simplemente está herida? Desgraciadamente, herida de gravedad. Su destino no podemos preverlo. Creo que aún está en nuestras manos salvarla, pero ¿nos vamos a poner de acuerdo para hacerlo? Estamos tan bien instalados en la abundancia que no es fácil convencer al vecino de que se sacrifique seriamente para impedir el calentamiento del planeta y hacerlo invisible para millones de personas. El momento es crucial para que el hombre nos dé la medida de su sensibilidad.
Me decía Emilio Lledó, cuando le conté que le iba a entrevistar: «Menciónale la palabra Fraga». ¿Le sigue soliviantando la palabra Fraga? Emilio vivía entonces [finales de los 60] en Valladolid [donde Delibes dirigía El Norte de Castilla], y conocía mis rifirrafes con Fraga, quien se obstinaba en proclamar que el pueblo en España era libre cuando nadie ignoraba que estábamos maniatados. Él y Juan Aparicio, maestro de censores, fueron para mí las nubes más negras de la negra etapa de la censura en España. Mis más penosos recuerdos de esta época fueron ellos: su persecución sistemática, su dureza... A los mayores tiranos siempre les gustó tener fama de liberadores.
Periodismo, un gran elemento de su biografía. ¿Cómo lo ve evolucionar? ¿Se sentiría cómodo en el periodismo que se hace hoy? Mire usted, yo estaba acostumbrado al mío, el periodismo de la linotipia, la teja y el chibalete, y el nuevo ha venido tan rápido que no me ha dado tiempo de asimilarlo. Lo veo como un invento reciente, y el mío, como una curiosidad medieval.
Hace treinta y pico de años pudo haber sido el director de El País. ¿Se vio en algún momento haciéndolo? Así es, pero acabó prevaleciendo el buen sentido. Mi cabeza no asimilaba unos proyectos tan ambiciosos. Yo me conformaba con algo más abarcable, más pequeño, más familiar, que lo que Ortega me ofrecía tan generosamente. De manera que no acepté. Pero nunca tuve la sensación de haberme equivocado.
«No deseo más tiempo. Doy mi vida por vivida». Hay un momento en que dijo esto. ¿Cuándo lo sintió? ¿Cuándo piensa uno que lo ha hecho todo? No digo esto porque crea que ya lo he hecho todo en la vida, sino por el convencimiento de que ya no puedo hacer más. Se me ha saltado la cuerda como a los coches de los niños pequeños.
Hay un libro suyo de perfiles de contemporáneos suyos, Muerte y resurrección de la novela ¿Cuál sería su autorretrato, literario y vital, don Miguel? No saldría bien. Carecería de relieve o yo no acertaría a encontrarlo. Sería un retrato frío, aburrido, impersonal. Me cansa pensarme.
Ahora está rabioso, su salud es mala, el otoño se le ha echado encima como una mano que acelera la artritis. ¿Algo le alivia, le ayuda a sobrellevar la evidencia del dolor? Los potingues de farmacia, mis hijos, amigos, el deseo de anteponer la dignidad a la pura queja.
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