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El ex director de la Tate Modern. (Foto: Archivo)
Ciudad Juárez, Chihuahua. 16 de junio 2010. (RanchoNEWS).- El 16 de junio, tras inaugurar la exposición de Francis Alÿs y habiendo celebrado el décimo aniversario del museo, Vicente Todolí abandonará la dirección de la Tate Modern. Le espera un año de tregua pero no de desaparición. Uno de los hombres más poderosos en la escena internacional del arte hace balance de su trayectoria y desvela detalles del funcionamiento de esta compleja organización en la que le sustituirá el belga Chris Dercon, hasta ahora máximo responsable del museo alemán Haus der Kunst, de Múnich. Una entrevista de Elena Vozmediano para El Cultural:
Es un despacho no muy grande, sencillo y funcional. Nos sentamos en la mesa de reuniones, con muchos libros alrededor. Vicente Todolí (Palmera, Valencia, 1958) verbaliza sus ideas desde el primer segundo como una metralleta, a una velocidad de vértigo y a ráfagas. Se mueve mucho y subraya sus palabras dando golpes con los dedos sobre la mesa. Se ríe a menudo. Cree que ha adquirido la cautela en la expresión que exige la institución para la que ha estado trabajando durante los últimos siete años, pero su carácter franco, la seguridad de que tiene plaza asegurada donde él quiera y (supongo) el aburrimiento tras contar lo mismo mil veces, le inclinan a referirse a interesantes aspectos sobre la gestión de la Tate, poco conocidos.
Esta entrevista se publicará en el momento en que se vaya. Se lo digo por si eso le suelta la lengua.
Tengo que respetar acuerdos internos.
¿Como los prematrimoniales que obligan a los cónyuges a ser discretos en caso de ruptura?
Exactamente. Sobre todo porque lo que yo dijera podría afectar al nuevo edificio. Ya ha salido aquí, en titulares, una tergiversación de unas declaraciones mías: «Vicente Todolí se va porque no está de acuerdo con la ampliación». Fue una bomba, porque en este momento se están reuniendo los fondos necesarios y esto llegó hasta Estados Unidos.
En la anterior entrevista concedida a El Cultural, cuando se hizo público su nombramiento, usted afirmaba: «Yo soy, de hecho, un comisario, un editor, no un director». ¿Se sigue considerando así?
Absolutamente. La dirección es el precio que tienes que pagar para conseguir realizar un programa y, en los museos anteriores en los que trabajé, crear una colección. Hay directores más «democráticos»; yo soy el que propone el programa (junto a un pequeño comité) y quien lo adjudica a los comisarios. Incluso en el caso de comisarios externos, yo tenía la idea, contrataba al especialista, le ponía un productor o co-comisario de la Tate y lo supervisaba. Y muchas veces he sido yo el comisario.
Pero menos a menudo de lo que solía. En la Tate Modern sólo ha comisariado Sigmar Polke, Robert Frank, Fischli & Weiss, Cildo Meireles, Rodchenko y Popova, y Theo Van Doesburg.
Bueno, otras exposiciones fueron ideas mías que entregué a los comisarios para que las elaboraran.
Y en todo este tiempo ¿no ha habido un comisario que le interesara por su línea de trabajo al que quisiera encargar un proyecto propio?
Eso lo he hecho con artistas. Hay que tener en cuenta que en el IVAM hacíamos 16 exposiciones grandes al año y siete u ocho pequeñas. En Serralves, 12 grandes y cuatro pequeñas. Aquí eran seis grandes (cinco con la crisis), más la de la Sala de Turbinas y las pequeñas de Level 2. Y hay un staff de comisarios con el que tienes que trabajar. Sólo en una ocasión hemos trabajado con una propuesta externa: la exposición Pop Life. Pero hemos estado abiertos a todas...
Abiertos para decir «no» (risas). Es paradójico que una institución tan grande pueda hacer tan pocas exposiciones.
Eso es lo que digo yo. En otras instituciones con una quinta parte de nuestro personal y un presupuesto mucho menor se hacen muchas más exposiciones. A mí me fijan unos objetivos: vender un determinado número de entradas al año y, además, que no se acumulen las visitas en una temporada.
Porque se vende menos en las tiendas...
¡Claro! También hay unos mínimos que hay que cubrir: una exposición que venda menos de tantas entradas no es factible. Este museo, por ley, ha de tener déficit cero. Es más difícil programar con pocas exposiciones al año: tienes «cinco balas»; no puedes disparar ráfagas. Nunca hemos programado un blockbuster para que lo fuera, sino porque era una exposición que no se había hecho antes. Pero se tiene en cuenta, cuando se piensa el programa anual, que hay dos que tienen que pagar el resto.
Hay algunas conclusiones que se pueden extraer del conjunto de las exposiciones que ha comisariado en estos más de 20 años, en el IVAM, Serralves y la Tate. Le interesan más las individualidades que los movimientos. En esta predilección ¿subyace una concepción de la historia del arte contraria a las líneas evolutivas, o a lo taxonómico?
Cuando yo era estudiante aprendíamos los «Esquemas de la historia del arte» del manual de Azcárate. Pero los grandes artistas siempre quedan fuera de los esquemas, constituyen excepciones. Son los que cambian el paradigma, desafían las etiquetas y encuentran en las crisis un motor para la creación. Mi manera de tratar los movimientos es ir a los protagonistas. A veces, como ya he dicho, el bosque no te deja ver los árboles.
Se advierte también que se ha relacionado con artistas de amplia trayectoria y de prestigio internacional. ¿Se siente menos cerca de lo que llamamos creación emergente?
En el IVAM, organicé la primera exposición mundial en un museo de Richard Prince. También las de Fischli & Weiss y Cildo Meireles. Hice la primera retrospectiva de Juan Muñoz. Como decía una película de Werner Herzog, también los enanos empezaron pequeños... En los museos, a mayor poder menor libertad. ¿Sabe cuántas personas vieron la exposición de Richard Prince en Valencia? No llegarían a 6.000. Esto, aquí, sería imposible, aunque también he asumido riesgos. Hélio Oiticica ya era un artista muy conocido cuando hicimos su exposición, pero para la Tate era una apuesta. Tuvo menos de 40.000 visitantes, que es el límite del suicidio (bromea).
En sus comisariados hay dos líneas predominantes hasta cierto punto opuestas: artistas con muy personales simbolismos y universos formales o prácticas de alguna manera rituales como Gary Hill, Hamish Fulton, Lothar Baumgarten, Juan Muñoz, Cildo Meireles, Julião Sarmento... y otros más cercanos a la cultura popular como John Baldessari, Richard Prince, Claes Oldenburg... ¿Es así?
Es así. Y otra línea centrada en las vanguardias. He trabajado mucho con el dadaísmo y con las tendencias constructivas. Y con énfasis en los cambios de paradigma: en el IVAM, en las dos crisis de 1915 y 1930; en Serralves «circa 1968»; en Londres una revisión de los orígenes de las vanguardias, en las raíces intelectuales de la esencia de la Tate Modern. La fotografía ha sido otra de las constantes en mis programas.
No ha trabajado con muchos artistas españoles. A diferencia de las escenas artísticas británica o alemana, la española no ha «hecho piña», y cada vez somos más conscientes de que esto sería necesario...
El mundo es muy grande. En Serralves «jugué» para Portugal y en la Tate para Gran Bretaña, con menos posibilidades todavía de incluir artistas españoles: sólo Dalí y Juan Muñoz. He sido muy cuidadoso para no ser acusado de filohispánico.
¿Hasta qué punto ha podido aportar algo a la colección?
Sólo al modo de enseñarla.
¿Negoció directamente con UBS la inclusión de algunas de las obras de su colección en la exposición permanente de la Tate Modern?
No. Dejé en manos de un conservador esa integración mínima. Y llegué a convencerles, después de que la prensa «diera caña», de que esa práctica iba en contra de sus intereses. Limitamos su presencia a cinco obras. Y de artistas que no tenemos. Ahora ya no son patrocinadores. Con la crisis...
¿Hay un presupuesto de compras para la Tate Modern?
No. La mayoría de las adquisiciones de la Tate son de arte británico. Algunos años, las que van a la Tate Modern son prácticamente inexistentes. Si hay fondos, son para arte estadounidense, por la special relationship entre ambos países. Los comités de adquisición tienen gente que pone dinero para comprar obras de esas áreas geográficas concretas.
¿Propone usted obras?
Mis sugerencias a la jefa de la colección son como las de cualquier otro conservador. Han de pasar por tres comités para ser aprobadas.
¿Qué ha aportado la Tate Modern a la escena artística londinense?
La Tate ha conseguido que ver exposiciones se convierta en una actividad de ocio habitual.
¿Tiene algo que ver su éxito con el declive del Institute of Contemporary Arts?
Al contrario. No he querido ahogarlo haciendo exposiciones que le habrían correspondido al ICA. Somos islas en un archipiélago; estamos conectados por abajo. Me parece horrible que los museos-empresa hablen de «competidores».
Bueno, hay competencia cuando la fuente de financiación es la misma. Sea una administración o un patrocinador.
Aún así no se puede usar esa palabra. Supone asumir que estamos en el mundo del business, para ser hegemónicos. Pero en efecto vamos en esa dirección.
¿Y qué efecto ha tenido sobre el mercado británico?
Escaso. Eso es más cosa de los YBS (Young British Artists). Tuvieron portadas de periódicos, siempre escandalosas, pero constituyeron un buen precedente en el interés por el arte contemporáneo.
¿Va a quedarse en Londres?
No, no. Este clima me mata. Mis bases estarán en Valencia y en Italia. Y por el mundo.
¿No está harto de viajar?
Estoy harto de viajar con un objetivo. Me he tenido que centrar mucho en aspectos organizativos y sociales. Como dependemos tanto de los patrocinadores tengo continuamente actos, inauguraciones, cenas... En Serralves el 99% de mi tiempo era para el arte; en la Tate si tenía un 20% ya me parecía mucho. Ahora voy a tener un periodo de limpieza visual, sensorial y conceptual. Al cabo de un año me preguntaré qué quiero hacer. Me he estado preparando durante años para ese «abismo».
Decir abismo es exagerado. Además los proyectos que tiene en marcha, es asesor de fundaciones y museos. ¿Cuáles son?
Soy asesor de varias fundaciones en España: de la Marcelino Botín, de adquisiciones en «la Caixa» y el MACBA, y soy patrono en la Fundación Gala-Salvador Dalí. También asesoro a la Fundación Serralves, en Oporto, entre otras. Me encanta: llegas, das tu opinión y te vas.
Mantiene su cuota de poder en el mundo del arte.
Y de conocer lo que se está haciendo en muchos lugares. No quiero perder de vista el arte; quiero perder de vista el mundo del arte.
Pero es consciente de su peso dentro de ese mundo.
Sí, sí. Me han hecho ofertas muy importantes y he contestado que de momento no quiero ni hablar de ellas. No se creen que no quieras aceptar una oferta por la que «mucha gente mataría» y hasta he tenido que inventarme que he firmado un contrato con la Tate que me impide trabajar durante un tiempo en otras instituciones.
Supongo que está siguiendo lo que ha ocurrido en Valencia, en el MuVIM.
Sí, increíble, y muy peligroso. Hay en Valencia un sentido patrimonialista no ya de la cultura sino del poder. «Ésta es mi finca», o «Quien paga manda». No, señores. Esto no es suyo, ustedes lo administran.
¿Y cómo ve la evolución del IVAM?
No voy a decir nada sobre eso.
¿Qué piensa del documento de «Buenas prácticas»?
Es fantástico. Es lo que yo siempre he defendido. Convocatorias abiertas, jurado, evitando las decisiones políticas... Es el inicio de la normalización. Hay que insistir. La gota a gota provoca un agujero en la piedra.
El Reina Sofía ¿está ya en la «liga de campeones» o aún tiene un camino que recorrer?
Ya está. De repente es un museo reconocido internacionalmente. Se puede estar o no de acuerdo con lo que se hace, pero se respeta. Se nota que está gestionado de un modo profesional, con altitud de miras. Pero uno nunca puede dormirse en los laureles.
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