.
El escritor reconoce en su novela numerosas marcas familiares, fundamentalmente vinculadas con su padre. (Foto: Miriam Meloni)
C iudad Juárez, Chihuahua, 13 de julio 2011. (RanchoNEWS).-Una pesquisa inútil del pasado clavada en la conciencia del presente como una astilla. Un anciano con aspecto de mendigo y ojos incandescentes, que alguna vez fue detective privado, intenta reparar una injusticia y remediar un fracaso cuando se presenta en la casa de un joven que no conoce a su padre. Marcusse, el viejo emisario, es una especie de Tiresias criollo que orientará al joven hacia el lugar del padre en San Manuel, un pueblito cercano a Tandil. Es el primer acto de Un hombre llamado Lobo (Duomo), de Oliverio Coelho, en el camino de un encuentro postergado durante veinte años; camino que se labrará en una extensión continua que absorbe en su inmenso horizonte las trascendencias reales del tiempo: el abismo del pasado y del futuro. Iván busca a su padre como su padre buscó a la madre de Iván cuando ella decidió abandonarlo y llevarse a escondidas al bebé. Ese abandono, la ruptura del contrato social, hunde a Silvio Lobo –el padre– en su condición de hombre desgraciado. Dominado por la furia y el que dirán –«a las minas mientras más amor les das, más te traicionan»– contratará los servicios de Marcusse para encontrar a la mujer fugada. Y a su hijo. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:
«Apostar es sobrevivir.» Eso piensa ese gran personaje que es Marcusse en el mismo instante en que esboza un plan: hay que buscar a la huidiza Estela en Carmen de Patagones, donde nació, porque «no hay que descartar la posibilidad de que una joven, después de haber destruido la vida de su familia y la de cuanta persona se le cruzó, no vaya en busca de su padre para continuar con su masacre». Más allá de los sermones sobre el azar, tópico que es la médula espinal de Marcusse, pronto Lobo transmuta los reparos primigenios hacia el detective privado justo cuando desaparece misteriosamente del paisaje. Otro abandono. No será el único. La última novela de Coelho, con un realismo «anómalo» hipnótico y un lenguaje consistente, profundo y lleno de recovecos, explora la imposibilidad de la paternidad, en el límite extremo donde lo que puede sugerir erosiona la estable significación del comportamiento de la materia sentimental y familiar.
Elegido como uno de los mejores narradores jóvenes en español por la revista Granta, Coelho escribió Un hombre llamado Lobo en el nombre de su padre, ese «desocupado crónico» que siempre se embarcaba en empresas destinadas a naufragar. En el principio quiso narrar la vida de un hijo sin padre, un huérfano. Pero a medida que fue avanzando, la novela cambió de rumbo. «La idea original estaba tomada de Oliver Twist, de Dickens, que de chico me gustó mucho. Me pareció que ahí había un asunto para una reescritura, pero terminó siendo el disparador de una novela que gira en torno a la complejidad de la paternidad, a la paternidad como imposibilidad, como momento vacío de la existencia», cuenta el escritor en la entrevista con Página/12.
¿Cómo explica ese interés original por la orfandad?
Tal vez porque se corresponde con la historia de mi padre, que fue huérfano. El enigma de su vida fue que al año de vida tuvo que adaptarse a un mundo sin padre y encontraba en ese misterio una explicación a lo que él había llegado a ser. Mi padre era un gran fabulador, siempre tenía proyectos que no cumplía, como el detective que aparece en mi novela, Marcusse. Siempre estaba por dar el gran batacazo y salvarse. Había probado todo y a la vez era un gran lector de filosofía y literatura. Y fue un personaje único, por lo que en su vida implicó sobrevivir solo. La cuestión de esta novela es la supervivencia; son dos historias cruzadas: cómo un hijo sobrevive y va al encuentro de su padre porque ahí está la posibilidad de tener un destino y encontrar una identidad y cómo un padre, Silvio Lobo, pasa a la «clandestinidad». La desaparición de Marcusse implica para Lobo terminar la búsqueda, porque en Marcusse había encontrado una suerte de hacedor, de Quijote. Cuando Marcusse desaparece, Lobo se repliega y decide volver a una vida gris, pero de otra manera porque intentó dejar la opacidad. Si bien vuelve a ser un antihéroe, ya no es tan gris. Antes era un antihéroe que no había apostado, un hombre neutro, un pusilánime.
Los ojos de Oliverio declinan pacientemente el cosmos de su novela en un bar de Palermo. «Hay un contrapunto entre el presente del hijo y el pasado del padre, que vendría a ser como una genealogía de la orfandad. La novela está dispuesta en trayectos, sólo que no es unidireccional. Todo el tiempo se va desviando por el azar que introduce Marcusse, una especie de distribuidor de las anécdotas. A partir de la aparición de Marcusse, se disparan los destinos del resto de los personajes, como si fuera un demiurgo a la vez que es una suerte de filósofo de tocador o un místico contemporáneo, ¿no? Creo que si vamos al hipódromo podríamos encontrarnos con esa clase de místicos, sólo que Marcusse es un poco más refinado.
Es curioso porque la centralidad del azar contrasta con los desvíos y las peripecias de los personajes, eso que se llamaría «las vueltas de la vida».
Toda novela tiene una cuota de arbitrariedad y el azar viste esa arbitrariedad. La disfraza. Y pasa a ser una arbitrariedad necesaria. La circulación del azar justifica las cosas excepcionales y contribuye a generar una atmósfera de western pampeano: la llegada a un pueblo en la que hay un caudillo, un patrón, que a la vez es un personaje arltiano porque reúne en torno suyo a los hombres solitarios, una cofradía de locos que organizan su complicidad alrededor de la misoginia más allá de lo patriarcal; es un tipo de impunidad más compleja. Y creo que sigue existiendo tanto en la ciudad como en los pueblos. En la ciudad quizá la vemos menos porque es más grande y hay más cemento.
¿Por qué esa misoginia es un tipo de impunidad más compleja?
Después de viajar por varios pueblos, tengo la percepción de un funcionamiento social todavía atado a relaciones de poder un poco arcaicas. Son relaciones de poder que se cristalizaron durante la dictadura; así como el Estado podía matar o desaparecer gente, existía una economía del poder fundada en una legalidad-ilegal. Entonces, se establecían lazos entre el dueño de la tierra, el intendente, el abogado, el arquitecto; pero era una sociedad fundada en la complicidad masculina. Habría que investigar qué rol cumplían las mujeres en esa economía del poder, en esa circulación. Pero a la vez es una dictadura que introduce la familia. La familia funciona como una dictadura dentro del pueblo. Lobo intenta crear un Estado dentro del Estado al forzar una familia, pero fracasa porque hay una impostura, que es más común de lo que creemos, al institucionalizar un deseo de descendencia que es más social que personal.
El énfasis en esa impostura genera la sensación de que el mundo de la novela es un mundo sin amor.
Sí, esa ausencia de amor en realidad tiene su contraparte en una presencia continua de intereses: cualquier relación parece mediada por el cálculo. Quizá sea un modo crudo de reflejar la realidad; pero me interesa mucho esa parte. Elegir a un padre que no entra en la dimensión de la paternidad, o sea un padre incompleto y un hijo incompleto, implica un universo de desamorados.
Hay una frase que condensa ese universo sin amor: «Hay un momento en que las personas se adoptan, no es que se quieran. Y no hay vuelta atrás, como con los perros».
Son siempre relaciones de poder; es muy difícil que exista realmente una relación amorosa. Para que exista, las partes tienen que tener una relación ética. Justamente la alienación capitalista suprime la ética; el punto en el que uno puede resistir al capitalismo no pasa por el no consumo, sino por la invención de una ética personal en relación al prójimo; un poco como lo plantea Lévinas, que creo que encuentra una clave para que exista en el capitalismo un individuo desalienado. Pero bueno, mis personajes son alienados, ¿no?
Pero en otras novelas como Ida hay amor o anhelo de amor, en cambio en Un hombre llamado Lobo es todo mucho más desolador.
Es una desolación que también transmite el paisaje de la novela, que está ambientada en lugares bastante desérticos. La Pampa tiene en su topografía algo que ensimisma. Quizá también esa sensación de desolación la transmita el hecho de que en casi toda la novela los vínculos están mediados por un interés. No hay verdaderas amistades: hay complicidades. Y donde hay complicidades está la posibilidad de la traición, un motor evolutivo sucio en la vida de los protagonistas, que van escalando sobre las espaldas de otros. Sobre las espaldas de Silvio Lobo escalan sus amigos y él se ve desplazado de su trabajo y encuentra sólo en Marcusse su primera relación humana.
¿Por qué en sus novelas casi siempre los hombres que andan por los bares son vistos como «desocupados crónicos»?
Quizá esta percepción del de-socupado crónico esté condicionada por mi propia experiencia. Mi papá era un desocupado crónico, un soñador. De hecho muchas veces me encontraba con mi papá y sus amigos, que eran desocupados crónicos como él y que estaban al borde de un golpe de gracia, un gran negocio que nunca se concretaba. Pero ese momento en que se gestaba el posible negocio era un momento de gloria; después venía el declive. Yo escuchaba cómo todo el negocio había naufragado (se ríe).
Hay ciertas zonas de Un hombre llamado Lobo que pueden dialogar con Los siete locos. ¿Fue deliberado entablar un vínculo con esta novela de Arlt?
Sí, reconozco que Los siete locos me marcó y es una de mis novelas preferidas porque encontré, paradójicamente, ese universo paterno. El universo de mi padre es totalmente arltiano. La conspiración que aparece en Arlt está en mi novela, pero dispuesta en otro entramado social. Silvio Lobo es habitante de los ’90 y así como no logra entrar en la paternidad, no termina de entender las relaciones de poder que se establecen en esos años. Los hombres se victimizan, y esta idea que se plasma en un momento de la novela cuando se crea una sociedad Protectora de Hombres Solos y Maltratados se la escuché a mi papá. Hay en la neurosis masculina la percepción de que las mujeres los maltratan, cuando sabemos que es la excepción y no la regla. En el amor no correspondido, estos hombres ven un maltrato porque se suponen portadores de un poder sin efectos, un poder que no habilita el amor.
De pronto sucede. La encarnación joven de Silvio Lobo ingresa en el escenario de la entrevista. Un hombre pide un café y se acomoda en la silla de una mesa próxima. «Cuando hablo de los personajes de esta novela, parece que estoy hablando de gente que conozco –dice Coelho, asombrado por la repentina aparición–. Tal vez porque es un universo heredado. Mi padre se separó temprano de mi mamá, pero lo veía los fines de semana y accedía a otro mundo. A veces me encontraba con él en una cantina o me llevaba a la cancha y me arrastraba fuera de esa órbita de seguridad materna, donde empezaba a cultivarme en mundos impregnados por el alcohol y la droga que me enriquecieron mucho literariamente. Pero tengo que ver a futuro cómo crear otro tipo de personajes, porque siento que todos tienen un aire de familia y pertenecen a la misma especie, como si fueran esquirlas arltianas en el presente. No por una evocación nostálgica hacia ese universo de los años ’30, sino hacia lo que se prolongó de ese pasado en la vida social porteña. Quisiera encontrar otra especie de hombre, creo que la vida me lo va a dar».
Mayor información: Oliverio Coelho
REGRESAR A LA REVISTA